El “efecto multiplicador” de la unidad política

Manuel Natal y Juan Dalmau.

 

 

CLARIDAD

Juan Mari Brás, el principal dirigente independentista de la segunda mitad del siglo XX puertorriqueño, siempre fue propulsor de la unidad entre las organizaciones y fuerzas que entonces luchaban por la independencia y contra el colonialismo. La primera organización que fundó, el Movimiento Pro Independencia en 1959, era en sí misma un esfuerzo unitario porque reunió gente de las más amplias tendencias. Más adelante, cuando el MPI creció como una entidad diferenciada, buscó con afán acuerdos con el Partido Independentista (PIP). Si no era posible lograr la unidad estructural, formando entre ambos un frente amplio, al menos se debía impulsar la “unidad en la acción”, facilitando la coordinación de esfuerzos.

Esa insistencia en la acción unitaria partía de otra concepción que siempre fue constante en el pensamiento de Mari Brás. Me refiero a lo que él llamó el “efecto multiplicador” de la unidad. Según esta visión, cuando dos o más organizaciones se juntan el impacto político que producen va mucho más allá que la mera suma de la fuerza numérica que cada una de ellas tiene.

En 1971, luego de que el PIP y el MPI se juntaran para convocar a una marcha repudiando la celebración en Puerto Rico de una conferencia de gobernadores de Estados Unidos, cuya masividad sorprendió hasta los propios organizadores, escribía Mari Brás en CLARIDAD: “Y quedó claro que cuando estas dos organizaciones articulan sus fuerzas estas se reproducen muy por encima que la suma de sus capacidades… Si usted llama a una marcha del PIP, usted puede conseguir 10 mil personas. Si usted llama a una marcha del MPI, usted puede conseguir 10 mil personas. Pero si usted llama a una marcha conjunta, no solo son 20 mil los que van, van cien mil. Y ese es el efecto multiplicador de la unidad…”

Ese efecto multiplicador es producto de varios factores. En primer lugar, porque el entusiasmo que el nuevo proyecto genera estimula la incorporación de personas y grupos que hasta entonces se mantenían al margen de las organizaciones. Esa marginación, que a veces es resultado de alguna diferencia táctica o, sencillamente, por la falta de atractivo político, se echa a un lado una vez nace la nueva entidad. Ante el nuevo proyecto esas pequeñas diferencias se tornan aún más minúsculas. En segundo lugar, porque los proyectos unitarios permiten alcanzar a sectores sociales que no siempre encajan en la estructura de cada organización separada. Ya no es esta la que está en la palestra pública, sino un ente nuevo con el que resulta más fácil identificarse. Grupos que no estaban dispuestos a vincularse a determinada organización, tienen ahora un proyecto nuevo que genera esperanzas y crea ilusiones.

Ese concepto, que siempre estuvo presente en el pensamiento político de Mari Brás, es resultado de experiencias históricas que él conocía bien. Veamos dos ejemplos, los de España y Chile, separados por casi cuarenta años. Fue un movimiento amplio, integrado por fuerzas muy dispares, el que terminó con el sistema monárquico español en 1931 y el que más adelante permitió la formación de un gobierno progresista en un país que hasta entonces se había quedado a la zaga de los desarrollos políticos que se daban en Europa. Cuatro décadas después, con el sugestivo nombre de “Unidad Popular”, una variedad de fuerzas se juntó en Chile para llegar al poder por vía electoral en un continente que hasta entonces sólo conocía de dictaduras y de las revoluciones que las derrotaban. En ambos casos, los opositores políticos, incapaces de detener esos frentes unitarios electoralmente, recurrieron al golpe militar para sacarlos del poder. También en ambos casos, esos golpes militares triunfaron porque estaban impulsados o financiados desde el exterior.

Más recientemente, cuando la humanidad se acostumbró a los cambios políticos por vía pacífica, los frentes amplios o las concertaciones se han convertido en norma. En Uruguay las fuerzas políticas progresistas se mantuvieron en el poder por más de una década gracias al frente amplio que lograron crear. En el mismo Chile fue una “concertación” de fuerzas la que logró derrotar la barbarie del pinochetismo por vía pacífica, restaurando la tradición democrática interrumpida en 1973. Una de las experiencias más reciente es la de Colombia, un país que desde tiempos inmemoriales había estado dominado por la alternancia de partidos controlados por la oligarquía. La victoria de Gustavo Petro sólo se explica por la variedad de fuerzas que logró juntar. Esa misma amplitud también explica el regreso al poder de Lula da Silva en Brasil tras la traumática experiencia con el ultraderechista Bolsonaro.

En el caso de Puerto Rico, los partidos conservadores tradicionales, conscientes del efector multiplicador de las alianzas políticas, llegaron al extremo de prohibirlas legalmente en 2011 buscando perpetuarse en el poder. Como simultáneamente estas fuerzas retrógradas mantienen controlada la Rama Judicial, no es muy probable que ese absurdo legal logre ser superado. En estos momentos, dos fuerzas políticas, el PIP y el Movimiento Victoria Ciudadana, están en conversaciones sobre posibles alianzas. Si sumamos el porcentaje de votos que cada una de ellas obtuvo por separado en las elecciones de 2020, el agregado se acerca mucho al porcentaje del partido vencedor. Si añadimos el efecto multiplicador de que nos hablaba Mari Brás, no resulta descabellado reconocer la probabilidad de victoria. Ante ese cuadro, debemos suponer que el bipartidismo tradicional utilizará todo su poder, incluyendo su control de la Rama Judicial, para intentar detener ese esfuerzo unitario. Como ha advertido el dirigente pipiolo Juan Dalmau, si eso ocurre habrá de buscar otras formas de lograrlo.

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