El hambre vieja

Eduardo Lalo

Crecí en un país que se pensó rico. Como todo engaño tuvo mucho de estúpido. Los ojos percibían el mundo selectivamente y las muchas realidades contrarias y evidentes se olvidaban en cuanto se buscaba estacionamiento en un abarrotado centro comercial.

Era común escuchar: “en Puerto Rico nadie padece hambre” y “en Puerto Rico nadie sufre la pobreza como en otros países de la región”. Lo primero pareció indudable y lo segundo irrebatible, pero ninguno de estos asertos daba la seguridad de estar en lo cierto. Ambos eran falsos argumentos, simulacros de procesos de reflexión que se limitaban a relativizar la realidad. De pronto como explicación inadecuada y eficaz tapaboca ser pobre era una cuestión de grados, de posesión de zapatos y carros que sonaban como una cafetera y esto era muy superior a las imágenes de los menesterosos de la India y los hambrientos con vientres hinchados de África. Las múltiples violencias dirigidas a los pobres se borraban en el acto mágico de una dependencia Made in USA y la concesión de cupones de alimentos y ayudas semejantes. En el imaginario boricua, tener un plato en la mesa sin deber trabajar bastó para dejar de considerar el asunto. Los pobres serían pobres, pero vivían como reyes. Miembros de la clase media y alta encontraron así su objeto de desprecio.

El círculo de violencias e injusticias que conllevaba el ser pobre: la capacidad disminuida para acceder a la educación, la salud, la cultura, el consumo, la vivienda y el trabajo entre otras cosas, dejó de alarmar las consciencias. Del panorama político, había desaparecido cualquier noción de justicia social que no fuera retórica barata. En muchas ocasiones, la prueba de la funcionalidad del bipartidismo se limitó a la promesa de conseguir más cupones u otros programas de beneficencia.

En algún reportaje necio Puerto Rico clasificó entre los países más felices del orbe. Como los enfermos, el país sustituía un analgésico por otro más fuerte. No solamente no confrontamos ni resolvimos nunca los problemas de fondo, sino que toda la estructura fue debilitándose. Si el país era un organismo, parte de su población reunía el hambre con las ganas de comer: una obesidad malnutrida, epidemias de diabetes, enfermedades cardiovasculares, cáncer, enfermedades mentales, alcoholismo y drogadicción. Luego de décadas de cupones, el sector desventajado de la sociedad seguía sin tener en su mesa un plato de comida saludable. Seguramente instados por una asociación de dueños de franquicias, en la legislatura se estudió permitir a los beneficiados del PAN usar sus tarjetas en restaurantes de comida chatarra. Hasta el acto mismo de comer se convirtió en explotación.

El pasado sábado un reportaje de Benjamín Torres Gotay en El Nuevo Día alertaba que “un análisis del Instituto de Estadísticas…dice que el 33.2% de la población adulta de la isla enfrenta problemas de inseguridad alimentaria. El 9%…está en la categoría de ´muy baja seguridad alimentaria´”. El reportaje también informaba que “712,471 familias con 1.3 millones de integrantes dependían del PAN para comer. Eso significa que el 40% necesita asistencia estatal para alimentarse”.

Imagino que muchos lectores de Torres Gotay habrán respondido con incredulidad a su reportaje. El fenómeno choca con las ideas preconcebidas y, de tomarlo por verdadero, debería trastornar profundamente las consciencias. Un tercio de la población, uno de cada tres puertorriqueños, pasa hambre. El país creado por el colonialismo estadounidense y la gestión gubernamental del bipartidismo apenas produce comida y debe por tanto importar casi toda en uno de los transportes marítimos más caros del mundo por obra del impuesto imperial que constituyen las Leyes de Cabotaje. Un tercio de la población, más de un millón de personas, no comen lo necesario. Son viejos y jóvenes, desempleados, trabajadores y estudiantes. Algunos carecen de la comida suficiente, pero tienen un carro con cinco pesos de gasolina en el tanque y probablemente un número sustancial de ese millón de personas posea un celular. Quizá deba alertar a algunos lectores que esos hambrientos son iguales a nosotros. Ninguno de ellos vive en una selva remota porque en Puerto Rico no las hay. Tan próximos son que los podemos tener frente a nosotros en la fila del supermercado sumando y restando o en cualquier sala de espera entreteniéndose con sus celulares. Están hechos a nuestra imagen y semejanza y su sufrimiento está por lo general electrificado y lleva zapatos.

El siglo americano de la historia puertorriqueña ha producido este resultado. Una economía improductiva y amarrada, un Estado saqueado por los intereses económicos y políticos que lo han controlado y corrompido, cientos de miles de ciudadanos cuyas vidas quedan constreñidas desde la cuna en una de las sociedades de mayor desigualdad del planeta. Más de un siglo después de 1898 somos totalmente diferentes y, a la vez, los mismos. Sin los zapatos y la ropa comprada en una venta de pasillo, seríamos indistinguibles de las masas de natives que los reporteros estadounidenses fotografiaron cuando acompañaron a sus tropas en 1898. En Puerto Rico nunca ha dejado de juntarse el hambre y las ganas de comer. Nuestros deseos nunca han fructificado políticamente. La colonia produce un hambre vieja.

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