Especial para CLARIDAD
Hoy en día pocos se atreverían a defender, al menos abiertamente, al apartheid: ese régimen de segregación y opresión racista mediante el cual una élite blanca gobernó en Sudáfrica entre 1948 y principios de la década de 1990. La lucha del pueblo y la presión internacional rindieron frutos. La excarcelación de Nelson Mandela en 1990 y su elección como presidente en 1994 marcaron el fin del apartheid, y convirtieron a Sudáfrica en un referente para otros procesos de reconciliación y justicia transicional.
Por horrible que nos parezca hoy el apartheid, no deberíamos olvidar que mientras duró, su condena no fue universal. Concretamente, los gobiernos de Estados Unidos y Europa occidental protegieron al régimen de la élite blanca y alargaron su vida. Empresas estadounidenses y europeas mantuvieron y aun aumentaron sus inversiones en Sudáfrica, a la vez que crecían la resistencia contra el apartheid y los llamados internacionales a boicotearlo. A la altura de 1986 y 1987, el presidente Ronald Reagan y la primera ministra Margaret Thatcher se referían al Congreso Nacional Africano (CNA), liderado por Mandela, como “terroristas”. Estados Unidos cargó con la “vergüenza”, en palabras de su ex secretaria de Estado Condoleezza Rice, de clasificar a Mandela como “terrorista” hasta el año 2008: nueve años después de finalizar su término en la presidencia y cinco antes de morir.
A Mandela y al célebre arzobisbo Desmond Tutu, fallecido en 2021, se les hizo evidente la similitud entre el apartheid que resistieron en Sudáfrica, y el que resiste aún hoy el pueblo palestino bajo la ocupación israelí. “He sido testigo –dijo Tutu en el 2014– de la humillación sistemática de hombres, mujeres y niños palestinos por las fuerzas de seguridad israelíes. Su humillación nos es familiar a todos los negros sudafricanos”. Pero es familiar en más de un sentido. El régimen del apartheid sudafricano y el Estado de Israel tienen su raíz común en la expansión imperialista y las políticas racistas de Occidente.
El historiador israelí Shlomo Sand, autor del libro La invención de la tierra de Israel, explica que la bendición británica en 1917 al proyecto sionista –es decir, el establecimiento de un Estado judío– cumplía un doble propósito. Los británicos querían deshacerse de la población judía que llegaba a las costas inglesas después de la Primera Guerra Mundial, y asentarla en Palestina como medio para extender su imperio ultramarino. Pero los sionistas –y no todos los judíos lo son, que conste– tenían un inconveniente: en Palestina ya vivían unos 700,000 árabes y 60,000 judíos.
Desde entonces, a punta de fusiles, los palestinos sufren la progresiva expulsión de sus tierras y el asentamiento en ellas de población judía, principalmente blanca y europea, muchas veces recién llegada de Estados Unidos y Europa y con doble ciudadanía. A los palestinos se les ha condenado al exilio, a campos de refugiados en países vecinos, y al apartheid en los territorios de Gaza y Cisjordania. Mientras tanto, Israel continúa expandiendo sus fronteras, despojando a palestinos de sus tierras y estableciendo nuevos asentamientos. Pero sucede que los colonos israelíes que viven en esas tierras, lo hacen precisamente porque palestinos fueron expulsados de ellas. Esa muerte lenta es la cotidianidad de Palestina bajo la ocupación israelí, y esa fue la cotidianidad retada por la resistencia palestina, de la cual Hamas es solo un componente, el pasado 7 de octubre.
La lucha contra el apartheid sudafricano no fue un camino de rosas, y en ella el CNA y otras organizaciones se valieron de todos los medios a su alcance, incluyendo las armas. Los afrikaners (colonos europeos), sus intereses económicos y fuerzas policiacas y militares fueron objeto de ataques. Pero el CNA y Mandela no fueron “terroristas”, para Occidente, por el solo hecho de recurrir a las armas, ni por atacar colonos. Por esa regla, la violencia originaria, la del colonialismo, y la violencia necesaria para mantenerlo, también habría sido terrorista. Mandela y el CNA fueron “terroristas” para Occidente por empuñar las armas contra su injerto y aliado. En circunstancias similares se encuentra hoy la resistencia palestina.
Y es que en la economía de sangre occidental, la sangre no europea vale menos que la sangre europea. Eso y no otra cosa explica la lógica del ministro de defensa israelí Yoav Gallant cuando ordena la interrupción de la electricidad, agua y combustible a Gaza, y afirma que Israel está luchando contra “animales humanos”: expresión infame que será recordada como digna de los ideólogos del nazismo alemán. Es lo que permite que la noticia falsa sobre 40 niños israelíes decapitados opaque y relativice el hecho real y objetivo de la muerte de más de 500 niños palestinos bajo el bombardeo israelí. El número habrá aumentado antes que usted lea estas líneas.
En Puerto Rico se nos ha acostumbrado a escuchar que este es un conflicto “complejo”, seguido por alguna apología genérica de Israel o por una expresión de falsa equidistancia que se asume como objetiva y neutral. Pero la expansión violenta de una población a expensas de otra, predicada sobre premisas abiertamente racistas y religiosas, para nada presenta una disyuntiva moral compleja. Complejos son los trabalenguas que combinan religión, mitología histórica y desinformación para absolver y legitimar una limpieza étnica en marcha. Y en esa labor hemos visto a toda la fauna colonial, desde el gobernador hasta los fondos bajos de nuestra comentocracia de politiqueros reciclados y bien pagos, que no temen al ridículo con tal de defender por instinto, como buenos colonizados, al aliado de sus amos.
Pero no hay equivalencia posible entre la resistencia palestina y la maquinaria militar israelí, financiada al son de más de tres billones de dólares anuales por los estadounidenses, sin contar la aportación de sus benefactores europeos. Ni es posible la equidistancia ante la la lenta muerte de Palestina bajo la ocupación israelí, ni ante la limpieza étnica que está ocurriendo en Gaza. “Si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor”, dijo en aquella ocasión Desmond Tutu.
Las manifestasciones de solidaridad con Palestina ocurren por todo el mundo. Pero es necesario además que se intensifiquen los llamados al boicot, la desinversión y las sanciones contra el Estado de Israel, tal como se hizo en su momento contra el régimen del apartheid sudafricano. En esta disyuntiva, las potencias coloniales de Occidente cargan con la vergüenza de estar, una vez más, en el lado equivocado de la historia.