Escribir como acta de defunción

 

En Rojo

0. Antes de que escribiera mi primer poema o mi primera novela -mucho antes- Michel Foucault me había matado en «Qu’est-ce qu’un auteur?» publicado en 1969, cuando yo apenas quería ser el segunda base de los milagrosos Mets de Nueva York.

En realidad lo que proponía el francés no era un crimen si no desmontar la idea de que el autor de una obra es la fuente única y definitiva de su significado.

Con suerte, los que hemos caído en la trampa de hacer productos culturales sin valor práctico reconocemos que el significado -¿el sentido?- de un texto se separa de las intenciones o de nuestra vida personal. El significado de la obra se desarrolla en el proceso de lectura y en la interacción entre el texto y el lector.

He de suponer que quienes escriben literatura ni siquiera se plantean explorar cómo una obra es moldeada por su contexto cultural, lingüístico y social, así como por las  interpretaciones individuales de los lectores.

Para mí está claro que mi muerte -metafóricamente hablando- implica que el énfasis en la interpretación y la recepción de la obra es más importante que la  intención de escribir la gran novela puertorriqueña o el poema definitivo. Nunca he tenido esa manía. Me gusta imaginar, ya cuando el texto literario está «terminado», que ocurrirán una serie de interacciones complejas con una o varias personas lectoras.

Acabo de ver a un muchacho en PANismo, en el Río Piedras realmente existente, leyendo una novela de la que soy «autor». Seguramente lo compró en La Esquina. Es quizás el texto que supuso de manera más consciente apropiarme de la influencia y la derivación, del experimento con el paradigma de la originalidad, y de mi muerte, en el sentido de Foucault. De ahí el título: Exquisito cadáver.

  1. Otro francés, Roland Barthes, semiólogo y crítico literario ya había propuesto una perspectiva radical sobre la noción de autor en su ensayo «La muerte del autor» (1967). Barthes argumentaba que la autoría tradicionalmente concebida limita la interpretación y restringe la multiplicidad de significados que una obra puede tener. En lugar de enfocarse en la figura del autor, la atención debe dirigirse hacia el lector y su interpretación activa de la obra. Propone que el lector es quien da vida a la obra al interpretarla, y que esta interpretación puede ser diversa y en constante evolución.

Pienso en escritores y escritoras que han resistido la prueba del tiempo. Recuerdo que en la escuela leíamos a Julia de Burgos como la autora de un solo poema, cuyos primeros versos eran

¡Río Grande de Loiza!… Alárgate en mi espíritu
y deja que mi alma se pierda en tus riachuelos,
para buscar la fuente que te robó de niño
y en un ímpetu loco te devolvió al sendero.

Exagero, por supuesto, pero la autora fue desapareciendo y su poema fue adquieiendo un lugar en la memoria. Si bien la figura de la autora ha sido recuperada, a veces de manera penosa, en algunas biografías recientes, su obra cobra vida en una antología publicada en Cuba. Podemos leer la poesía completa y recuperar a una Julia de Burgos compleja, poderosa, con poemas políticos, militantes, no solo del Nacionalismo -a quien se adhirió ideológicamente- sino contra el dictador Leonidas Trujillo, o sobre la Revolución Rusa y los trabajadores. La autora, como sujeto de los biógrafos, adquiere una materialidad mucho más rica en la escritura. Podemos leerla mejor.

Foucault preguntaba, “Qué importa quién habla?” Importa más, digamos, que haya múltiples lecturas de aquello de lo que se habla. ¿De qué hablaba Julia? ¿De qué hablaban Matos Paoli, Corretjer, Marigloria Palma, Anjelamaría Dávila, José María Lima? Ojalá pudiéramos abrir espacio y oportunidades para leer obras sin mediación de la tiranía de los biógrafos.

2. Cuando por razones de mi trabajo quiero hablar de la ciudad moderna, recurro a la poesía de Charles Baudelaire. Debo construir, además, una narración sobre el autor, es decir, mostrar un personaje del que procede esa obra que es el conjunto de poemas que llamamos “Cuadros parisinos”. ¿Quién es el mejor resucitador de Baudelaire? Walter Benjamin, por ejemplo, en “Charles Baudelaire, un poeta lírico en la era del gran capitalismo” ¿Biografía? No. Algunos datos sobre su vida, claro. Pero más que nada un análisis de la obra del poeta en un contexto histórico particular y con un marco teórico preciso. Hay otros Baudelaire pero ese es mi favorito.

Barthes diría, “la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen (…) la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura. El lector recupera un fantasma cuya carne está hecha de palabras. Es mejor así. Es mejor no conocer al autor o la autora. A veces.

3. ¿Quién murió, entonces, en aquellos lejanos años Sesenta? Murió, con suerte, la figura del genio creador, Al menos eso se pretendía.

Se pretendía hacer desaparecer aquella imagen -quizás más fuerte en la plástica que en la literatura- del artista como una personalidad – en el sentido contemporáneo que TikTok magnifica- tan importante a fuerza de presencia continua, que se termina dejando de lado la obra producida. Sin embargo, esa propuesta de que la obra debería ser lo principal, ¿no ha sufrido un duro golpe con la explosión de las redes sociales? Aquella postura que en cierto modo podemos llamar anti capitalista -restando preeminencia al individuo, al genio- ha perdido fuerza. Rimbaud no podría decir hoy “Yo es otro”, señalando la distancia entre autor y su obra.

Sigo pensando, como el italiano Umberto Eco hace más de medio siglo que: “Generalmente, hemos visto que toda obra de arte, aún si ella es explícitamente o implícitamente el fruto de una poética de la necesidad, permanece abierta a una serie virtualmente infinita de lecturas posibles: cada una de esas lecturas, hace de la obra, una perspectiva, un gusto, una “ejecución” personal«. Es decir, los lectores y lecturas son parte activa de toda experiencia estética. La lectura rehace, singulariza, y entonces, volvemos, desdibuja la autoría.

  1. Pienso en otro inmortal. Borges. De esos que basta con mencionar el apellido para identificarlo como una “autoridad”. Sin embargo, sobre su propia originalidad y autoría, el argentino era muy preciso. Borges reconocía la naturaleza inevitable de la influencia en la creación literaria. Creía que todos los escritores estaban influenciados por las obras que habían leído y admirado. Por ejemplo, En su ensayo «Kafka y sus precursores», sugiere que los escritores crean sus propios precursores al reinterpretar obras pasadas de maneras únicas. Valoraba la habilidad de los escritores para tomar ideas y elementos de obras anteriores y transformarlos en algo nuevo. Creía en la reinvención y la reinterpretación como una forma de crear algo único y original a través de la combinación de elementos existentes. Por ello, en alguna entrevista en la que le preguntan sobre “la intertextualidad” con humildad se sorprende del concepto. Se lo explican -un texto que cita otro texto, le resumen- “¿Qué puedo decir? Es algo que me ha ocurrido”. Es común en su obra las reelaboraciones de ideas sobre la eternidad y los ciclos, o que las obras se repiten a lo largo del tiempo, lo que influye en cómo percibimos la originalidad. En otras palabras, un genio que reniega de la genialidad y de la originalidad.

¿Murió Borges? Probablemente -uno no sabe si va a reaparecer en alguna ruina circular- pero no hay mejor ejemplo que su obra va a resistir la prueba del tiempo. Inmortal. ¿Y este tipo se está comparando con Borges? Claro que no, cuando salió la novela que menciono al principio, una reseña publicada en el periódico Clarín afirmaba, precisamente, que “el autor, que no es Borges, pretende…” Yo me morí de la risa con la oración. Metafóricamente hablando.

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