Estados Unidos sobre un volcán social

 

Por Manuel de J. González/CLARIDAD

            Entre el 25 y el 27 de agosto seguimos a través de la televisión el desarrollo de dos eventos que retratan muy bien la actual realidad bipolar de Estados Unidos. Uno se daba en las calles y en los estadios deportivos. El otro, juntando ficción y realidad, se daba en un centro de convenciones y en los espacios virtuales donde el Partido Republicano celebraba su convención. Nunca antes habíamos visto tan bien retratadas, y al mismo tiempo, las dos realidades que vive el país que hasta hace muy poco tiempo pretendía ser el guardián del mundo. Era como un resumen gráfico de la crisis que los va empujando hacia el abismo. 

            En la convención, que debía coronar a Donald Trump como candidato a la reelección por los Republicanos, quedó muy bien definido el movimiento político que constituye la base del presidente. La pretensión de supremacía blanca, junto con el odio racial y étnico, se proyectaba con crudeza desde los oradores e invitados. Entre estos últimos destacaba una pareja de Missouri que hace unas semanas apuntaba con armas largas a manifestantes, mayormente afronorteamericanos, que caminaban pacíficamente por una vía pública. La foto de la pareja había conmovido a mucha gente, no sólo por las armas que apuntaban, sino por el odio que se reflejaba en sus rostros. En cualquier otro país del mundo los protagonistas ya estarían siendo objeto de algún procesamiento criminal, pero en Estados Unidos el presidente en funciones y candidato a la reelección los invitó a su fiesta de postulación. 

            La pareja armada, que colocó fusiles frente al peligro imaginario que representaban los que caminaban por un espacio público, sintetiza muy bien lo que pretendía proyectar la convención Republicana. El énfasis del cónclave no estaría en buscarle soluciones a la crisis social que arropa el país, producto de la desigualdad y el odio racial, sino en la urgencia de reprimir a quienes se atrevan a manifestarse. De ahí la imagen del fusil apuntando, junto a los llamados a imponer el orden en las calles. Simultáneamente, buscando un paralelismo con los personajes fundadores del fascismo, el trumpismo se abroqueló en torno a su hombre, proyectándolo como salvador y tratando de que se olvidaran sus dislates y necedades. 

            Mientras ese sainete trascurría en las pantallas de muchas televisoras, en las que de ordinario trasmiten eventos deportivos brotaba la realidad social a la que la extrema derecha estadounidense tanto le teme. Hacía unos días que en Wisconsin se había filmado el vídeo del enésimo caso de brutalidad policial contra un ciudadano negro. En esta ocasión la víctima, Jason Blake, recibió siete disparos por la espalda, mientras sus hijos observaban. La protesta ardía en las calles y en una de ellas un joven blanco, con armas largas como la pareja de Missouri, asesinó manifestantes sin que la policía hiciera esfuerzos por detenerlo. 

            Frente a esa grosera impunidad se levantó una protesta hasta entonces inédita en Estados Unidos. Atletas y deportistas decidieron parar las competiciones, enviándole un potente mensaje a los millones de televidentes que de ordinario las siguen. Hace apenas tres años la protesta pionera de Collin Kaepernick, hincando la rodilla mientras contaban el himno, había provocado el rechazo de los empresarios del deporte instigados por Trump. Pero en esta ocasión fue distinto porque el movimiento en pro de la justicia racial se ha extendido por todo Estados Unidos, logrando un apoyo casi unánime entre los jugadores. La oficialidad de los equipos y hasta sus propietarios, se les unieron, convirtiendo cada cancha de baloncesto y cada estadio de béisbol en una poderosa caja de resonancia contra la “injusticia social” y el “racismo sistémico”. 

            Lo sucedido en aquellas tres noches dramatiza el camino escabroso que Estados Unidos tiene por delante. La brutalidad policial, estimulada por el odio racial que permea las estructuras de poder, seguirá manifestándose. Como dijo esa noche ante las cámaras de televisión un jugador de béisbol, Dominic Smith, de los Mets de Nueva York: “Es duro ser negro en Estados Unidos y es frustrante ver que nada cambia.” Más que cambiar, el odio se recrudece porque en estos momentos se estimula desde la oficialidad más alta: la presidencia del país. En lugar de calibrar lo que la protesta en las calles representa, buscando formas de entendimiento, Trump respondió invitando a su convención a la pareja de Missouri y alentando a los racistas armados, que también se han tirado a las calles. 

            Desde ahora hasta el 3 de noviembre la inconformidad social se canalizará electoralmente, apostando hacia un posible cambio por esa vía. De hecho, uno de los acuerdos entre los jugadores de la NBA y la oficialidad de la liga fue que los estadios propiedad de los equipos se convirtieran en centros de votación para la elección presidencial de noviembre, buscando facilitar que la gente vote. Si, a pesar de las movilizaciones ese día se repite la experiencia de 2016, cuando Trump perdió en el voto popular, pero resultó electo en el llamado “Colegio Electoral”, el ambiente cívico de las protestas irá desapareciendo. 

            Estados Unidos está ahora mismo posado sobre un volcán social. El resultado de las elecciones del próximo noviembre podrá cubrir las grietas del tapón que ahora mismo impide la explosión, o hacer que el tapón estalle. 

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