Habrá que leer, ya sea en agosto o cuando sea

 

Mauricio Escuela

Durante una lectura en la Casa de América en España en el año 1997, Gabriel García Márquez dio a conocer el resultado parcial de una obra de ficción que estaba concibiendo. A sus más de setenta años, el autor consagrado ya pensaba en sus memorias y en aquella novela que relataba los avatares de un anciano que quiso regalarse en su cumpleaños el amor de una adolescente de trece años (Memorias de mis putas tristes).

Por entonces no se había extendido el universo de las redes sociales e internet estaba atravesando formas de reconversión que lo transformarían en la vía por excelencia de consumo cultural, mercado y jerarquización de la vida. El escritor, formado en la vieja escuela de la mecanografía y de las coberturas periodísticas para diversos medios, no imaginaba que, en el 2023, en plena transición hacia un nuevo tecnoparadigma, las editoriales estarían contemplando publicar aquel lejano manuscrito.

Una obra llamada En agosto nos vemos narra las vicisitudes de una mujer cercana a los cincuenta años, que está casada y con hijos y que, no obstante, posee dos obsesiones: visitar la tumba de su madre y hallar entre los amantes el sabor y el recuerdo de su primer hombre. Una historia de reencuentros imposibles.

Gabriel García Márquez, a diferencia del resto de los autores del Boom latinoamericano, posee una metodología emocional para buscar el ser del continente. Si en Carpentier se halla la sabiduría cartesiana del siglo XVIII y se imbrica la razón con el mito para mostrarnos una tierra poblada por su propia lógica universal, en la narrativa del Gabo se trata de esbozar siempre —desde lo imposible— la posible sobrevida fantasmal de algún recuerdo.

El pasado es el protagonista de las obras garcíamarqueanas, en las cuales los personajes poseen siempre un ser perdido con el que intentan reencontrarse y de esta forma tomar sentido. La soledad, la mayoría de las veces, sale victoriosa y los caracteres quedan abandonados con sus conflictos u obtienen una gratificación a medias entre la desazón y la conformidad.

Ese es Gabriel García Márquez y, al parecer, la fórmula se repite en esta nueva novela que la crítica especializada y los privilegiados han comenzado a reseñar. Sin embargo, una polémica se ha desatado en torno a En agosto nos vemos y es la que está relacionada con el respeto por la voluntad autoral, que tendría que ser incluso parte del propio derecho legal de quien produce la obra.

Y es que García Márquez nunca entregó los manuscritos a la editorial porque no los consideraba a la altura de la calidad requerida. Fallecido, sus hijos se dieron a la tarea de manejar los derechos y los cobros. Sin dudas, la salida hacia las imprentas de esta obra póstuma es también una cuestión de mercado.

El escritor de este tiempo, Salman Rushdie, ha dicho que hay que tener cuidado con episodios en los cuales la voluntad es vencida por el interés. No se está ante un caso parecido al de Kafka con su albacea Max Brod, quien desobedeció la orden de quemar todo.

Gabriel García Márquez dispuso del juicio necesario en vida para relegar sus papeles póstumos al silencio. Nadie como él para ser el mejor crítico de la obra que estaba vertebrando. Según Rushdie habría que respetar a los autores, quienes tienen derecho a cuidar el tono y la calidad de su discurso literario, a preservar su prestigio.

 

Hay obras iniciáticas o incluso finales, en las cuales no se logra el aliento suficiente y los que las hacen deciden esconderlas. Claro está, cuando se trata de una firma como la de García Márquez poco importa que sea un libro menor, igual será vendido en todo el circuito del mercado y habrá enormes ganancias para los herederos.

Pero más allá de este punto de inflexión, los hijos del Gabo aluden en su defensa que también tienen un interés por promocionar En agosto nos vemos, pues creen que existen en los manuscritos valores y logros suficientes. Aunque los herederos del escritor no poseen una formación filológica rigurosa para emitir tales criterios, habría que leer la narración y esbozar un análisis profundo en torno a su propuesta estética.

Una marca que está relacionada con la actualidad creativa es la ausencia de figuras que determinen un discurso propio y original. Hay autores de peso, con obras interesantes, con una conexión con la tradición literaria y el público, pero desde décadas atrás se comenzó un proceso de cosificación de la lectura y del consumo que fue limitando el surgimiento de discursos alternativos.

El mercado estableció las pautas de lo que entiende como valioso. Así, por ejemplo, la poesía vende menos que la narrativa y el cuento menos que la novela. Si usted quiere lograr un nombre, tendrá que cumplir con esa escala de estándares o será invisibilizado.

 

Ello genera una compulsión en los autores hacia el éxito material y la venta, que de alguna forma lastra la lucha interior por alcanzar una madurez en la expresión artística. A su vez, los tiempos que corren son derivados del cuestionamiento a la noción de autor, que está emparentado con la disección de la condición humanista de la Historia hecha por el posmodernismo y el estructuralismo.

El discurso como una entidad construida socialmente sustituyó la noción de sujeto y de ente constructor del universo. No existe una verdad revelada ni una hallada, sino que se construye y destruye de manera cíclica y como parte de una lógica interna compulsiva que puede ser caótica. Precisamente el Boom Latinoamericano obedece a este influjo posmoderno.

Si el autor es una creación cultural que resulta tan ficcional como los propios personajes y no hay entonces una credibilidad certera en sus palabras, se impone el juego con el pastiche, la búsqueda de un sentido lúdico de la estética y no ya racional.

García Márquez en su novela cumbre Cien años de soledad pretendía eso precisamente, encontrarse a sí mismo como autor en los restos del pasado que permitió y que fraguó su sensibilidad como artista.

El propio Gabo, consciente de no poseer todas las verdades, prefiere que sus personajes muestren un ser caótico y en ocasiones irracional que no conduce a ninguna parte que hacia el interior de sí mismos. El arte como una caja de resonancia en la cual todo lo que se construye halla un eco hacia el interior de las subtramas y de la subjetividad de cada quien.

Pero si el Boom convierte la crisis del autor y de la novela en una oportunidad para crear y ello se traduce en un éxito de mercado, el sistema editorial de hoy no está dispuesto a trasgresiones que resulten riesgosas y sería descabellado pretender que en esas condiciones se aprovechen los presupuestos filosóficos para una hechura más acabada.

El mundo de las redes sociales por demás no solo cuestiona la noción de autoridad del sujeto, sino que tritura todo intento de discurso en la dinámica instantánea de consumo. La rapidez y la bestialidad del dispositivo de comunicación o de incomunicación establecen un ruido que fragmenta cualquier intento por vertebrar un discurso. De manera que lo que antes se veía como una construcción y una deconstrucción es solo una destrucción.

Ese es el contexto en el cual se propone la salida de la obra póstuma de un autor que no creó en tales condiciones, ni siquiera las imaginó. Habría que analizar si determinados libros son más propios de un tipo de era y de un público y ya pecan de extemporáneos cuando pasan los años y las nuevas lógicas imponen su trituradora forma de consumo.

En Cien años de soledad, el coronel Aureliano Buendía ofrece quizás la respuesta. A pocos días del armisticio que culmina la larga guerra que acontece en dicha novela, él acude a una panadería y pide que quemen todos sus manuscritos en el horno. El gesto expresa la metáfora de que existen parlamentos, palabras, marcas del lenguaje, que solo son apropiados para un contexto, para un determinado proyecto. Cuando las condiciones cesan o son adversas, el mejor recurso es el silencio. ¿Será el caso de En agosto nos vemos?

García Márquez quiso que lo amaran a través de su literatura. Su gran tema son los afectos, las cuestiones del corazón. Pero este conflicto entre el apego y el desapego el autor lo expresó a partir de su metáfora esencial que es la ficción literaria. Si el discurso, en este caso la obra en sí, caduca, el mensaje y su esencia proteica desaparecen.

Gabo poseía aún la marca de la vieja creación humana, que, a pesar de estar en crisis en sus postulados, aspiraba a un sentido transformador. Hoy el mercado lo que está valorando no es lo que dijo el autor, sino cómo esa firma puede resultar relevante en términos económicos.

Hay que ver en el interés editorial por los libros póstumos e inéditos de grandes autores una recurrencia a un elemento seguro para obtener ganancias en un mundo en el cual el surgimiento de escritores con una obra poderosa es cada vez más difícil.

En España, un grupo de hombres tuvo que crear un personaje ficticio llamado Carmen Mola para burlar los prejuicios de los jurados. Cuando se supo finalmente acerca de la tomadura de pelo, todo quedó como una travesura de un proyecto colectivo en una era en la cual se confía poco en la voz auténtica del creador individual e incluso se le bloquea.

Carmen era, para la crítica, un mito, el de la mujer desconocida que se impone en un universo competitivo y de hostilidades. El relato sobre el autor también era parte del empaque que idearon los tomadores de pelo. Pero más allá de un ejemplo que evidencia hasta dónde llega la crisis de la noción de autor —atravesada por mediaciones extraliterarias que van desde el mercado hasta los prejuicios— hay que analizar que es este y no otro el contexto en el que va a nacer la obra tardía de García Márquez.

Las lógicas envejecen y pueden tornarse ilógicas e incomprensibles. También existe un miedo a la incoherencia que proviene de la edad avanzada y cercana al Alzheimer en la cual el escritor colombiano escribió En agosto nos vemos. De alguna forma, un sector sensacionalista de la crítica y del propio circuito de ventas, explotan ese morbo de colocar en crisis a uno de los paradigmas, mostrando su vulnerabilidad. Todo en el presente se transforma en mercancía, más aún si se nos empaca en ese halo de voyeur que alela la percepción de no pocos consumidores.

Mario Vargas Llosa, quien ha llegado a ver este momento de la Humanidad, si bien sus afectos han mutado, también anuncia su última novela: Les dedico mi silencio, en la cual analiza una vez más las cuestiones que más recurrentes son en su obra, a saber, la política del continente, el poder y sus manejos y la crisis de la utopía social.

Desde su punto de vista neoliberal, el peruano se da cuenta de que su voz está también desfasada y aunque aclara que sigue y seguirá escribiendo, el tiempo que le toma crear una novela —cuadro años— puede ser significativo a su edad de 87 años. O sea, está consciente de que la rapidez de este instante, la destrucción de contenidos propia de la dinámica del presente, no va con la velocidad en la cual él se mueve.

Hay una muestra más de la noción de la crisis del sujeto o autor en este gesto de Vargas Llosa. Solo que él declara en vida su voluntad de silencio, elige quedarse con la espada o con la pluma quietas y no ir a una batalla a la cual ya no pertenece. ¿Habría que poner en contexto este otro ejemplo para llegar a un punto de determinismo en torno a la salida de la obra póstuma de García Márquez?

Si el peruano en vida renuncia a su podio como autor de ficción, al colombiano lo sacan de su sueño eterno y lo lanzan al mercado. Cuestiones que pudieran de alguna forma ser parte del debate en torno a la cultura, pero que quedan en la vera de los medios y de la farándula.

En ambos autores siempre hubo una tensión de significantes que se mantiene hasta en las obras tardías. Gabo nos habla, en su título, de vernos en agosto, mes de verano en el hemisferio, de reencuentros, de recuperar ilusiones y de revivir recuerdos. Vargas Llosa alude al silencio, a la parquedad, y declara que ese es su legado. Si uno nos promete la conversación y la continuidad, otro nos dice que ya no le queda nada por contar.

A los lectores nos enamora la promesa de vernos en agosto o en cualquier mes del año, cuando tengamos de vuelta a un García Márquez que quizás no entienda este mundo, pero que sigue siendo una voz autoral fuerte. He ahí el valor que sigue poseyendo cualquier gesto editorial: el del acercamiento propio del público con la obra y las resonancias y significantes que de esa dinámica ancestral se derivan. Habrá que leer, ya sea en agosto o cuando sea.

 

Reproducido de www.lajiribilla.cu

 

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