Jíbaros, criollos, puertorriqueños: identidad y raza

 

La identidad y un antecedente ficcional

Para contrastar las certidumbres del positivista Salvador Brau Asencio en “Así somos nosotros” (1883) voy a elaborar un contrapunto remoto que ratifica la liquidez o historicidad de la identidad. Me refiero a un texto de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), historiador y novelista de la Nueva España, quien aludió al San Juan Bautista del Puerto Rico de fines del siglo 17. En un sentido estricto, si se acepta el carácter moderno del discurso regional o nacional, aquel era un entorno pre identitario por lo que la concepción de yo colectivo debía elaborarse sobre la base de premisas distintas a las del siglo 19.

En Infortunios de Alonso Ramírez, publicada en 1690, el personaje afirma “mi patria (es) la ciudad de San Juan de Puerto Rico” (95). Alonso, el protagonista y voz narrativa indirecta de la narración de aventuras de tono picaresco, era un colono pobre con voluntad aventurera que, probablemente, poseía ancestros judíos. Había nacido en el Puerto Rico de San Juan Bautista que el Obispo Fray Damián López de Haro en una relación de 1644, había descrito como “muy pobre”, sin “una tienda donde poder enviar por nada” y donde los consumos básicos y “todo lo que es necesario para vestirse, viene por el mar, de Castilla o la Nueva España”.[1]  El marasmo era tal que la colonia todavía no se había recuperado de un innominado huracán ocurrido en 1642.[2] Aquel era un territorio del cual se justificaba emigrar a cualquier parte del mundo. Infortunios… narraba episodios que comenzaban hacía 1675.

La transcripción de Infortunios… que utilizo es la versión moderna de la Dra. Estelle Irizarry (1937-2017) publicada en 1990[3] con el respaldo de la Comisión Puertorriqueña para la Celebración de Quinto Centenario del Descubrimiento de América y Puerto Rico. Mi relación con esa edición oculta una historia que atesoro. En 1989 me encontré casualmente con Estelle en San Juan Antiguo mientras miraba al Atlántico que servía de fondo al castillo de San Felipe. El “tótem” no estaba allí, la Plaza del Quinto Centenario aún no había sido inaugurada. Aquel día conversamos largo rato. Ella llevaba consigo el manuscrito de aquel volumen para discutir su publicación como parte de los actos de recordación.

Estelle, un ser extraordinario, compartió sus hallazgos y especulaciones conmigo como si hubiésemos sido viejos colegas y amigos. La condición histórica o ficcional de Alonso, la posible coautoría del persona(je) de la autobiografía novelada y su ascendencia judía eran los temas más candentes del diálogo. En 1990 el libro fue difundido, recibí un ejemplar en Hormigueros y no volví a conversar con la editora por años. El 6 de febrero de 2009, recuerdo la fecha porque ella la anotó en su dedicatoria en la hoja de bitácora, me la encontré en una actividad en la Universidad del Sagrado Corazón. Le traje a la memoria aquella conversación y volvimos sobre el tema con el mismo entusiasmo que en 1989.

El otro asunto que apasionaba a Estelle en 1989 era la condición nacional de Alonso y la conciencia que tuviese de ella. Su esfuerzo por puertorriqueñizar al personaje era intenso, actitud que debería comprenderse en el contexto de dos condiciones. La primera tenía cimientos en el pasado. Me refiero a la estrecha relación de dependencia que tuvo San Juan Bautista con la Nueva España durante tres siglos. La segunda tenía cimientos en el presente inmediato en el cual se emitía. La conmemoración de quinto centenario del encuentro de 1492 realizó un esfuerzo enorme por re hispanizar la cultura puertorriqueña y monetizar la relación de la identidad nacional con la hispanidad con la tesitura de una innovadora post hispanofilia mercadeable.

El capítulo primero de la novela,  “Motivos que tuvo para salir de su patria: Ocupaciones y viajes que hizo por la Nueva España: su asistencia en México hasta pasar a Filipinas” contiene dos detalles interesantes. El primero es una defensa del acto de narrar sobre la base de que ese ejercicio entretiene y moraliza (95); y el segundo es el uso del concepto  “patria” (95) para nominar su lugar origen. En la presentación se expone la impresión del personaje sobre su “patria”, su vinculación con la Nueva España y las razones para su huida de aquella en 1675 sin haber cumplido los 13 años (96), es decir siendo niño aún. Fíjese el lector que la “patria” es la ciudad de San Juan de Puerto Rico, llamada “Borriquen (sic) en la antigüedad” (95-96). Aquella era la tierra de su “padres”, sin duda, con el sentido pre moderno que se señaló en otra parte de esta reflexión. La razón para su salida fue la pobreza y el hambre (97).

El discurso no desdice al de López de Haro sino que lo reafirma: todo sugiere que la colonia era improductiva producto de la mala administración española. La alabanza de los pobladores por su “pundonor y fidelidad” (96) es un lugar común que se ha reiterado a lo largo de los siglos incluso en el citado texto de Brau Asencio. El hecho de que Ramírez se identificara como “español” en todo el resto del texto me parece significativo. También lo es que, una vez fuera del territorio, la novo hispanidad o mexicanidad de la narración, atribuible a Sigüenza y Góngora,  se confirmara. Un modelo de ello es el cálido elogio a Ciudad de México, hecho que contrasta con la parquedad de las observaciones sobre La Habana, Puebla e incluso Puerto Rico. El capítulo cierra con la salida, contra su voluntad y casi como castigo, hacia las Filipinas en 1682.

Los capítulos 2 “Sale de Acapulco para Filipinas…” y 3 “Pónense en compendio los robos y crueldades que cometieron estos piratas…”, relatan las aventuras de Alonso en el Pacífico e introducen el tema del espíritu anti sajón de los españoles (105, 107 ss.). La hispana es una cultura nacional que se forjó ante dos poderosos adversarios: Inglaterra durante los siglos 17 y 18, poder que penetró su imperio desde fines del siglo 16 con la bandera del Mare Liberum; y Francia a principios del siglo 19 que destruyó de forma temporera el poder de los borbones en 1808 por primera vez desde 1713 tras la invasión napoleónica.

La narración confirma que Alonso pensaba y sentía como un español e incluso se distinguía del sajón por sus afinidades con el catolicismo (128). La codificación de los ingleses como “piratas” (107, 119 entre otras)  y “herejes” (121), así como la documentación del maltrato sádico que sufrió en sus manos durante el cautiverio es muy valiosa a la hora de enjuiciar “la identidad de Ramírez”. El aventurero no vacilaba en afirmar su hispanidad. “Sabiendo de mí ser español” (128), dice cuando se topa con algunos franceses de vuelta ya en el Caribe. De hecho, a pesar de la desconfianza en todo aquel que no fuese español su opinión sobre los franceses, por católicos, era más llevadera que la que tenía de los ingleses (129).

Fuera de una mención casual de San Juan de Puerto Rico, la percepción de aquella localidad como “patria” se ha disuelto.  Un último detalle. En su viaje por las Antillas la nave de Ramírez evade San Juan de Puerto Rico a pesar de que lógicamente tenía que bojearlo para transitar hacia La Española y Jamaica. Las razones para ello no están claras pero no son difíciles de imaginar: no deseaba regresar. Ser de Puerto Rico y ser puertorriqueño son asuntos semánticamente distintos.

Criollos en el siglo 18: la imaginación social de Abad y Lasierra

¿Y qué papel le adjudicaban los insulares, criollos o puertorriqueños a la cuestión racial? ¿Cuánto debía el imaginario racial a la hispanidad que se cultivaba con tanto respeto? El tema de la raza y el color de piel poseía un pasado problemático inseparable del de la identidad. Agustín Iñigo Abbad y Lasierra, uno de los primeros en reconocer la existencia de un discurso diferenciador entre los insulares secos o de la banda de acá, y los peninsulares mojados o de la banda de allá, no dejó lugar a dudas al respecto. El fraile benedictino, considerado modelo del historiador regional por la intelectualidad criolla o puertorriqueña durante la segunda parte del siglo 19[4], nada tenía que perder con sus comentarios. Después de todo era peninsular por lo que sus observaciones sobre la identidad emergente y las tonalidades de la piel en Puerto Rico poseen un valor particular. La relación entre ambas esferas no se discutía de manera directa pero su argumentación dejaba abiertas varias puertas.

En su volumen de 1788, sin confesarse con los criollos blancos,  incluía bajo aquel concepto a los negros y mulatos descendientes de bozales africanos. Criollo era un código inclusivo que definía a quien nacía en este suelo y tenía a Puerto Rico por “patria” como en el caso de Alonso. El rechazo universal del español al criollo blanco poseía otro rostro ominoso relacionado con las tensas relaciones interraciales dentro de la emergente puertorriqueñidad. Todo sugiere que, para los criollos puertorriqueños blancos, los pardos, como se denominaba a los no blancos desde fines del siglo 18, no merecían el título de criollos. Abbad decía que para quien no era negro o mulato (pardo) en Puerto Rico: “no ha(bía) cosa mas afrentosa en esta Isla que el ser negro, ó descendiente de ellos”[5]. Una “afrenta” no es otra cosa que una vergüenza o deshonor como la que se siente tras haber cometido una falta o delito. Ser negro o mulato era equivalente a un error o una carencia en este caso de honra, dignidad o decoro.

La presunción racista de los insulares criollos se reafirmaba con actos. El insulto de los blancos y “su vara de tiranos”  era la nota dominante ante los negros y mulatos y, aunque ciertas excepciones había que los trataban con “sobrada estimación y cariño” (270), ello no impedía que otros blancos los vejaran y maltrataran. Esto sugiere que la batalla por la validación de la condición criolla y la emergente puertorriqueñidad estuvo llena de crueldades, violencia y exclusiones. En ese aspecto, valga la ironía, el insular, criollo o puertorriqueño blanco debía mucho a las glorias de la hispanidad católica racista.

La actitud discriminatoria no dejaba de ser paradójica. La llevada y traída “escasez de indios” de la que se quejaban los colonos desde 1510 y la exigua inmigración blanca a la isla, producto de la pobreza y las pocas posibilidades de crecimiento económico en un mercado que la relegó hasta el siglo 19, no dejaban dudas respecto a que la mayor parte de los insulares debían ser negros o descendientes de aquellos. La criollidad y la puertorriqueñidad, bases de la identidad moderna, se derivaban del rechazo y la invalidación de los grupos subalternos sobre la base de cuya explotación aquellos habían construido su poder. Lo cierto es que el punzante rechazo al “otro” por su color de piel debería ser considerado uno de los componentes de la emergente identidad regional, nacional o puertorriqueña.

Los historiadores del siglo 20, tradicionales y nuevos, acabaron por afirmar que modernizar a Puerto Rico, es decir, el escenario apropiado para una identidad nacional, tuvo un componente social y un componente racial básicos. El primero fue la transformación de los hateros libertarios, agrestes y adictos a la ilegalidad, en agricultores sumisos y fieles bajo el control de la legalidad, los comerciantes y los prestamistas.  El otro fue el supuesto “blanqueamiento” de la sociedad y de la producción cultural y la imaginación del “qué somos nosotros” claro está, como sucedáneo de la inmigración de gente blanca con capital entre 1815 y 1845 y de la inserción de la economía colonial en el mercado internacional. El crecimiento de las relaciones con Estados Unidos por medio del mercado azucarero no debe ser pasado por alto.

El ambiguo “blanqueamiento” no fue cuantitativo sino cualitativo. Las elites blancas hispanas, extranjeras y puertorriqueñas crecieron, se visibilizaron y politizaron con voluntad hegemónica, vacilando entre el liberalismo y el conservadurismo líquido propio de los criollos y sus aspiraciones a la igualdad con España. La premisa básica de aquellos era “todo por España y con España”. Separarse para la independencia o la anexión a otro país como Gran Colombia o estado Unidos, no era propio de criollos o puertorriqueños, argumento que se sigue utilizando en el presente como un fetiche para defender causas análogas.  Pero a pesar de la inmigración blanca las poblaciones negras y mulatas (pardas) consideradas inferiores, siempre fueron significativas en el país. Todavía recuerdo con extrañeza una valoración de Puerto Rico que se repetía entre historiadores tradicionales de principios de los 1980: “Puerto Rico es la más blanca de la Antillas”. Yo recordaba a las gentes de mi barrio y de la bajura de Hormigueros y el asunto me causaba extrañeza.

Claro que aquellas opiniones de Abbad y Lasierra sobre el racismo de criollos y puertorriqueños eran difíciles de sostener públicamente a mediados del siglo 19 tanto o más como lo son hoy en el siglo 21. Los liberales reformistas, separatistas independentistas y anexionistas de tendencia abolicionista que penetraron la opinión en España y Puerto Rico durante la década de 1860, si aspiraban a la credibilidad, debían ser cuidadosos a la hora de referirse a los negros y mulatos, esclavos o libres, y a los pardos en general. Los argumentos éticos, jurídicos, políticos y económicos, tan bien resumidos en el abortado proyecto de abolición de Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Calbo y Francisco Mariano Quiñones en 1867, no ofrecían ninguna pista concreta sobre el problema del racismo.[6] Sólo elaboraban el problema de la institución de la esclavitud y sus choques con los fundamentos del mercado libre, el derecho liberal y la ética en general.

Los jíbaros españoles a fines del siglo 19: la imaginación liberal reformista

Una forma de enfrentar el espinoso dilema de la raza por los criollos y puertorriqueños de tendencias liberales fue suavizar el conflicto por medio del humor reflexivo o la comicidad evasiva. Ejemplo de ello es un texto periodístico de 1876 titulado “Jíbaro, una definición” firmado por “Un Jíbaro”. He tomado el mismo de la recopilación de José Pablo Morales (1828-1882), periodista liberal reformista y autonomista moderado de Toa Alta, titulada Misceláneas históricas publicada en San Juan en 1924.[7] El tema del jíbaro había estado allí desde mediados del siglo 19. La lectura de El Gíbaro de Manuel Alonso Pacheco publicado en 1849, traduce bien la voluntad de las elites de ilustrar y modernizar a ese sector social censurando algunas costumbres, tales como la lidia de gallos, que el “Gíbaro de Caguas” consideraba pocos edificantes[8].

El artículo de Morales es una demostración de la forma en que se discutió la cuestión jíbara en la última parte del siglo 19 en Puerto Rico. Partiendo de la octava edición del Diccionario de la Real Academia (1846), el autor establecía en tono joco-serio el hecho de que el vocabulario indo-antillano de la era de la colonización y conquista era incomprendido por los lingüistas europeos. El ejemplo de las palabras jíbaro y totumo, le servían para documentar el hecho. La definición oficial de jíbaro, que es la que me interesa, concordaba con la de John Layfield en el testimonio de 1598 publicado en 1625: “Se dice (…) de los animales domésticos que se hacen montaraces y particularmente de los perros. En sentido figurado agreste, grosero”.

Morales, molesto con la definición, alegaba con sorna sexista que si los autores del disparate “hubieran visto esta jibarita de talle gentil, ojos negros y pelo de ala de cuervo, leída y escribida, de seguro que confesarían, si vivos estuviesen, que jíbaro en Puerto Rico no quiere decir agreste ni montaraz.” En el artículo responsabilizaba al adicionador o editor Vicente Salvá (1786-1849) y a su asesor el venezolano Domingo M. del Monte y Aponte (1804-1853) por el desatino. La definición de jíbaro, por cierto, cambió el tono en la edición de 1884: “Campesino, silvestre. Dícese de las personas, los animales, las costumbres, las prendas de vestir y de algunas otras cosas”.

La definición alternativa del jíbaro propuesta por Morales se elabora mediante un procedimiento basado en la tesis del origen trinitario de la que somos, perspectiva que Brau Asencio también compartía y uno de los prejuicios intelectuales más permanentes que conozco. El “glorioso descubrimiento” de 1492, según le llama, había posibilitado la integración de tres razas presumidas puras: la blanca, la india y la negra. La negación de la heterogeneidad y complejidad de cada uno de esos conjuntos ha sido común a lo largo del tiempo.

De aquella mixtura salieron unas 16 castas “inferiores a las razas primitivas”: el mestizaje era interpretado como una desventaja biocultural.  La diversidad, sin embargo, no había desembocado en el apartheid o segregación voluntaria ni en la endogamia sino todo lo contrario. Morales suavizaba las relaciones interraciales, en efecto tensas, a fin de que el colectivo imaginado concordara con el perfil de la “gran familia puertorriqueña” que los criollos de ideas liberales cultivaban para fines políticos, económicos y sociales concretos.

La clasificación, que el autor achacaba al lenguaje de las Leyes de Indias, no deja ser una curiosidad por lo que la reproduzco en su totalidad:

  • Español con india, sale mestizo.
  • Mestizo con española, sale castizo.
  • Castizo con española, sale español.
  • Español con negro, sale mulato.
  • Mulato con española, sale morisco.
  • Morisco con española, sale salta-atrás.
  • Salta-atrás con india, sale chino.
  • Chino con mulata, sale lobo.
  • Lobo con mulata sale jíbaro.
  • Jíbaro con india, sale albarrazado.
  • Albarrazado con negra, sale cambujo.
  • Cambujo con india, sale sambaigo.
  • Sambaigo con mulata, sale calpan-mulato.
  • Calpan-mulato con sambaigo, sale tente en el aire.
  • Tente en el aire con mulata, sale no te entiendo.
  • No te entiendo con india, sale ahí estás.

Su matemática racial le conducía a elaborar una fórmula cultural joco-seria para comprender cuantitativamente al jíbaro y, a la vez, criticar el lenguaje de los españoles respecto al asunto. Aunque la lógica de Morales lo define como distante de la pureza racial ideal, le salva y le acepta. Dado que  “el jíbaro tendría 31/64 de español, 25/64 de africano y 8/64 de indio”, representaba la síntesis más lograda de cuatro siglos de relación colonial con España.

El juicio moral y social del jíbaro es por demás interesante. Ese es el “principal núcleo de la población de nuestros campos”. Lo más importante del documento es su conclusión de que “hoy los jíbaros somos españoles enteros y completos por deber, por derecho, por conveniencia y por afección: ciudadanos españoles por todos cuatro costados, a pesar de los matices de este u otro color físico o político”. La condición criolla del pardo que imponía Abbad y Lasierra a pesar del reconocido racismo de los insulares blancos, se había consagrado en la retórica de Morales.

Recuerden que escribe en 1876. Los logros de la Revolución Gloriosa de 1868 y de la República de 1873 a 1874 estaban muy vivos en la memoria de los intelectuales puertorriqueños liberales de aquel momento. El jíbaro ya no se proyectaba como un potencial rebelde según lo imaginó el lenguaje de la Insurrección de Lares de 1868, sino como un buen español acorde con el mito de la siempre fiel isla de Puerto Rico. Ahora habría que preguntarse ¿dónde quedó ese discurso tras la invasión de 1898? ¿Cómo interpretaron los observadores estadounidenses el fenómeno del puertorriqueño y el jíbaro? Esa será materia de otra reflexión.

 

 

[1] Mario R. Cancel Sepúlveda, notas (24 de junio de 2009) “Documento y comentario: Carta de Fray Damián López de Haro, a Juan Diez de la Calle…(1644)” en Puerto Rico su transformación en el tiempo. URL: http://historiapr.wordpress.com/2009/06/24/documento-y-comentario-damian-lopez-de-haro/
[2] Sobre este y otro huracán de 1615 refiero a Pío Medrano Herrero (2002) “Angustia, destrucción, pobreza y muerte: los huracanes de 1615 y 1642 en Puerto Rico” en Focus 7.1: 19-32.
[3] Estelle, nacida en Patterson, New Jersey, fue Profesora Emérita de literatura hispánica en la Universidad de Georgetown, autora de numerosos libros sobre la textualidad colonial y la literatura hispanoamericana y una adelantada en la aplicación de las tecnologías y la computación al estudio de la literatura. La obra a que me refiero es Estelle Irizarry, ed. (1990) Carlos Sigüenza y Góngora, Infortunios de Alonso Ramírez (San Juan: Comisión Puertorriqueña para la Celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América y Puerto Rico). La citas de la novela aparecerán dentro del texto entre paréntesis.
[4] Manuel Elzaburu Vizcarrondo (1971) “Una relación de la historia con la literatura” en Prosas, poemas y conferencias. Luis Hernández Aquino, ed. (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña):
[5] Abbad y Lasierra (1788) Historia geográfica, civil y política de la Isla de S. Juan Bautista de Puerto Rico. Madrid: Imprenta de Antonio de Espinosa p. 269
[6] Refiero al lector a Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Calbo y Francisco Mariano Quiñones (1867) “Capítulo VII” en Proyecto para la abolición de la esclavitud (Madrid: Establecimiento Tipográfico de B. Vicente).URL:  https://documentaliablog.files.wordpress.com/2016/05/ruiz-belvis-segundo-proyecto-de-abolicic3b3n-1867.pdf
[7] José Pablo Morales (1924) Misceláneas históricas (San Juan: Tipografía de «La Correspondencia de Puerto Rico») . Versión digital en Mario R. Cancel Sepúlveda, notas (27 de febrero de 2010) “José Pablo Morales. Documento y comentario: jíbaro, una definición» en Puerto Rico su transformación en el tiempo. URL: https://historiapr.wordpress.com/2010/02/27/jibaro-una-definicion/
[8] Manuel A. Pacheco (1848) El Gíbaro (Barcelona: D. Juan Oliveras, Impresor de S.M.): 87.
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