La Cuesta de Venus en Bici

 

Especial para En Rojo

Cuando tenía ocho años, mi vecino me juró que había visto al Chupacabra. Yo no le creí, más por una cuestión de autopreservación que por otra cosa. Yo era de los que corría de la sala cuando daban los reportajes por televisión. La asociaba con diferentes canciones que ya no podía escuchar, por más desconectadas que estuvieran al espectro. “El vena’o”, “The Scatman”, el tema de X-Files: ya no podía escuchar ninguna. También pensaba en él en los frecuentes viajes en carro mirando los pastizales inmensos de las áreas limítrofes de Park Gardens, donde vivía mi abuela. “Por ahí andará metido”, pensaba, mientras miraba entremedio de los dedos que tapaban mis ojos.

Tito me dijo que lo había visto por la puerta de screen de su cocina, en su casa vecina a la mía en Venus Gardens. Imposible, pensé sin decir. Yo lo había visto mil veces. En mis sueños, en cada historia que mi hermana mayor me contaba de sus viajes al ovnipuerto, en los dibujos de las noticias, pero nunca tangible. Además, yo sabía que Tito era un embustero. Lo hacía por la atención. ¿Por qué se le aparecería a él y no a mí, que lo llevaba preñado en mi subconsciente?

Tito y yo solíamos chocar mucho. Compartíamos por necesidad. Esto no es decir que no teníamos cosas en común: A ambos nos gustaba la lucha libre, jugábamos Nintendo 64, y nos esmerábamos por ser el último que quedara en el juego de Rescate. Pero todo era eso: una competencia. Competimos por quién recibía el mejor regalo de Navidad, o quién corría más rápido, o quién podía tumbarse la revista pornográfica de la mesa de noche de su mamá. Nunca celebrábamos juntos, siempre uno estaba por encima del otro . Y entonces estaba Alberto.

Alberto era un amor, completamente diferente a su contraparte. Llevaba la chispa de un hermano menor que se benefició del cariño y el cuidado que su madre aprendió a dar tarde, muy tarde para el otro. Era como yo en ese sentido.

Alberto, siendo menor que yo, me enseñó a correr bicicleta con la paciencia que nadie me había tenido. Jugábamos al Pokédex, buscando Pidgeottos por los pastizales de Venus Gardens. “Por ahí andará metido”, nos decíamos. Los mismos dos palos eran las espadas, los arcos y los bastones de toda la saga de Lord of the Rings. Éramos un equipo.

Tito, por su parte, no me quiso enseñar el fili prendido que tenía en la mano el día que probó la marihuana. Yo le tenía miedo al arrebato. A la vez, hubiese querido que me ofrecieran. Salí corriendo a casa, llorando. Nunca volví.

Alberto se dio la vuelta por mi casa unas cuantas veces más. Me gritaba al balcón, nos saludábamos y hablábamos de cuando correríamos bici juntos otra vez. Nunca coincidimos.

Un día, mucho más tarde, cuando ya había olvidado el miedo al chupacabra, a la bicicleta  y a la marihuana, me contaron que Alberto había muerto en un accidente automovilístico. Guiaba un Yaris, igual que el mío. Le habían fallado los frenos. Me pudo haber pasado a mí.

No quise ir al funeral. No quería encontrarme a Tito. Quería volver a ver a Alberto. No así.

Hace poco, una amiga mexicana me invitó a participar de su ritual del día de los muertos. No tengo fotos de Alberto, sólo una visión borrosa de sus carcajadas. Llevé este escrito, inédito, sin terminar, como único reconocimiento de su vida, a su altar. Me encantaría que lo leyera, que me dijera qué cosas recordé mal, que supiera que todavía lo recuerdo.

Poco después, me encontré con la esposa de Tito, mientras ella me atendía en un laboratorio clínico. Nunca la había conocido, pero reconoció mi dirección. “Calle A Oeste? ¿Cuánto tiempo llevas viviendo allí? ¿Conoces a Tito?”,  me indagó. Actué como si nunca hubiese habido malos ratos entre nosotros, total, ya fue hace tanto tiempo. También hablamos de Alberto, con otro tono. Le envié saludos a su esposo, no sé si los recibió, ni si reciprocaría.Ambos eventos reavivaron los recuerdos de nuestra niñez compartida y nuestra relación con el Chupacabra. Le teníamos el terror y la curiosidad que se le tiene a saber qué pasa después de la muerte. El terror y la curiosidad que se tiene cuando observas la noche estrellada y te preguntas si hay algo devolviéndote la mirada. Era otro juego, diseñado para nunca ser resuelto. Hasta que me visitó.

Vino esta noche. Lo vi sentado en la hamaca que tengo en mi balcón. No dije nada, no quise abrumarlo con preguntas. Ni siquiera sé si me vio. Me bastó con verlo mirar las estrellas y compartir la misma brisa que él, la misma brisa que se siente cuando uno baja la cuesta de Venus en bici. No se olvidó de mí. Saber eso me es suficiente. Al rato, se paró, bajó las escaleras y se escurrió por los arbustos del vecino. Por ahí andará metido.

 

Artículo anteriorDesatar: El distanciamiento del ser humano de su esencia ontológica
Artículo siguienteLa literatura puertorriqueña en la Era Espacial