Los próximos días 6 y 9 de agosto marcan el 78 aniversario del lanzamiento de las dos bombas atómicas fabricadas en Estados Unidos, sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. El presidente de Estados Unidos, Harry Truman, dio la orden de lanzarlas, con el supuesto objetivo de lograr la rendición de Japón y así dar fin a la Segunda Guerra Mundial en 1945. Este ha sido el conflicto más letal y devastador de la historia moderna, el cual costó decenas de millones de vidas.
Hoy sabemos que esa excusa fue solamente un pretexto. La verdad histórica es que Japón ya estaba vencido. Su territorio había sido bombardeado con napalm inmisericordemente durante muchos meses, en vuelos nocturnos a ras de tierra que incendiaban todo a su paso, dejando decenas de miles de personas muertas, edificios derrumbados y una superficie reducida a cenizas. Luego de esos bombardeos, Japón había perdido su capacidad de responder militarmente, por lo cual, cuando las dos bombas atómicas, curiosamente llamadas Little Boy y Fat Man, cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki, ocasionando 250, 000 muertes a lo largo de los días y semanas que siguieron, causaron el estupor de un mundo sobrecogido no solo por la experiencia de la guerra, sino por el poder devastador del arma de destrucción masiva más mortífera y asoladora que se había visto jamás.
En Estados Unidos, la aceitada propaganda de guerra se congratulaba y anunciaba como un gran logro el lanzamiento de las bombas, evento que, según ellos, había acabado el.conflicto y «salvado» miles de vidas de soldados estadounidenses. Ese fervor se transmitió a una población estadounidense temerosa de un «enemigo» invisible que no conocía y ansiosa por recuperar la normalidad y placidez de su vida cotidiana.
Pero, entre la comunidad científica de Estados Unidos y Occidente- en especial entre los centenares de hombres y mujeres de ciencia y otros miles de participantes del llamado Proyecto Manhattan- el lanzamiento de las bombas causó un gran malestar y conmoción. Sabían que habían » liberado el genio de la botella para nunca más poderlo maniatar,» y en ese momento enfrentaban sus consecuencias y daños mucho más allá de lo que pudieron imaginar.
Precisamente ese es el tema del extraordinario filme Oppenheimer, que se presenta en los cines ahora, y que está basado en la vida y rigores de Robert J. Oppenheimer, el genial físico estadounidense que dirigió el Proyecto Manhattan, donde se diseñó, se desarrolló, se produjo y se probó la primera bomba nuclear, dando inicio a la era atómica que ha cambiado para siempre la naturaleza de las guerras y el rumbo de la historia de la humanidad.
El laboratorio dirigido por Oppenheimer, levantado en Los Alamos, Nuevo México, en medio del desierto, y cuya existencia fue el secreto mejor guardado de la Segunda Guerra Mundial, pasaría a la historia como el escenario del ensayo bélico de más capacidad destructiva jamás registrado. Antes que en Hiroshima y Nagasaki, la bomba fue probada en el desierto de Nuevo México, en un ensayo llamado Trinity, cuyas consecuencias han sido terribles para los habitantes cercanos y sus descendientes de generaciones posteriores, y cuyos efectos finales aún no se conocen del todo, 78 años después. Estas son las victimas ocultas de la bomba atómica, a las cuales nadie les advirtió, ni protegió, y ni siquiera han compensado por los daños sufridos. No figuraron ni aún figuran en los titulares de prensa ni tampoco son mencionados en la película sobre la vida y el proyecto que lideró Oppenheimer.
Un reportaje reciente de la revista digital Axios trae a la palestra a esas víctimas borradas de la historia oficial del experimento nuclear. Las tierras del norte de Nuevo México les fueron arrebatadas por el gobierno de Estados Unidos a sus dueños originales, mayormente hispanos e indígenas, primero para construir el laboratorio secreto, y luego como escenario del ensayo donde se detonó aquella primera bomba. Trinity se llevó a cabo el 16 de julio de 1945- apenas dos semanas antes de la barbarie de Hiroshima y Nagasaki- cerca de la villa histórica de Tularosa y de la Reserva Apache de Mescalero. Los habitantes del lugar se enteraron de la verdadera naturaleza del ensayo un mes después de haber sido expuestos a la radiación mortal. Desde entonces, y por generaciones, los habitantes del lugar han visto elevarse las tasas de cáncer de la boca y otros cánceres entre su población que además, sigue viviendo en condiciones de gran estrechez económica. En 1990, el Congreso de Estados Unidos aprobó el Radiation Exposure Compensation Act, para compensar por los daños por radiación a habitantes de ciertas áreas de Nevada y otras afectadas por la lluvia radiactiva producto del ensayo atómico. Sin embargo, dicha reparación no se ha extendido a los habitantes de las tierras afectadas al norte de Nuevo México. El estatuto congresional expirará en 2024, probablemente antes de que estas víctimas vean cumplirse su reclamo de reparación.
Robert Oppenheimer confió en la honorabilidad de su gobierno, y éste lo defraudó. En manos de Truman y sus asesores, su invento se transformó en herramienta de muerte, chantaje y amenazas para intentar doblegar al resto del planeta. Oppenheimer vivió el resto de su vida arrepentido de su creación y dedicado a evitar la proliferación nuclear y las guerras. Pagó por ello el precio de ser perseguido, difamado, y revocado su privilegio de acceso a información de seguridad nacional de Estados Unidos.
Mientras, el monstruoso complejo industrial-militar y el aparato de inteligencia de Estados Unidos-ambos productos de la Segunda Guerra Mundial- siguen justificando su existencia, y sus ganancias, provocando conflictos, guerras y tragedias en el mundo entero.