Lo del magisterio fue un aviso

CLARIDAD

La masiva protesta de maestras y maestros el viernes 4 de febrero sorprendió a mucha gente. Sin que hubiese sido convocada por el sindicato único que oficialmente los representa, la Asociación de Maestros, ni por una organización de alcance nacional, la gran mayoría de los trabajadores del sistema público de enseñanza abandonó labores. Miles se concentraron en el lado sur del Capitolio en San Juan desde donde marcharon hacia Fortaleza, abarrotando las calles de la vieja ciudad, mientras otros organizaron protestas en diferentes partes del país. Un gran número de estudiantes se unió a las marchas o hicieron demostraciones de solidaridad en las propias escuelas.

La movilización se produjo justamente cuando el gobierno de facto que ha estado a cargo de Puerto Rico desde 2016, la Junta de Control Fiscal (JCF) impuesta por el Congreso de Estados Unidos, se vanagloriaba porque supuestamente ya encaminó el final del proceso de bancarrota mediante la aprobación de un plan negociado con los grandes fondos tenedores de bonos. En el nuevo “plan fiscal” impuesto por el grupo estadounidense, se incluía, como si fuera la gran cosa, un aumento de $470 a los maestros del sistema público dividido en dos etapas. La “ucraniana-americana” Natalie Jaresko, directora ejecutiva de la JCF, manifestó su sorpresa ante la masiva protesta que se producía, precisamente, cuando por primera vez en más diez años se anunciaba un aumento de sueldo al magisterio.

Cualquiera que haya vivido en Puerto Rico durante la última década, o que repase las noticias acumuladas a lo largo de ese tiempo, no puede expresar sorpresa por el estallido de protesta del 4 de febrero, ni por los que seguramente vendrán en los próximos meses. Cuando los agravios sociales se acumulan, se produce un proceso similar al del calentamiento de los volcanes previo a que entren en ebullición.

Durante los últimos doce años ningún empleado público puertorriqueño se ha beneficiado de un aumento de sueldo. En el caso de las corporaciones públicas, que negocian convenios colectivos y tienen derecho a la huelga, la sequía comenzó hace cinco años, cuando la JCF asumió el control de sus finanzas. Todas las negociaciones previas entre el gobierno como patrono y sus empleados quedaron a merced de la Junta. Durante ese largo periodo, que todavía persiste, todo aquel que labore para alguna entidad pública ha tenido su salario congelado.

En cuanto a los llamados “beneficios marginales” – aportaciones a plan médico, vacaciones, días por enfermedad, aportaciones a sistema de retiro, etc. – la situación ha sido peor. Estos renglones se han reducido o desaparecieron del panorama futuro. Antes se decía que los empleados públicos ganaban menos que otros del llamado sector privado, pero, a diferencia de estos últimos, tenían garantizada una pensión de retiro, junto a otros beneficios. Todo eso desapareció o cambió a partir de 2016 y, ahora mismo, nadie en el sistema público tiene alguna certeza de qué le depara el futuro.

Los trabajadores del llamado sector privado no lo han estado pasando mejor. El salario mínimo que deben pagar las empresas no cambió durante ese largo tiempo, mientras que los beneficios legislados se redujeron. En 2017, por mandato de la JCF, se impuso una llamada “reforma laboral” que limitó el pago por horas extras, flexibilizó la jornada de trabajo, abarató y facilitó el despido, aumentando la precariedad de todos los trabajadores. A principios de 2021, la Legislatura electa el año anterior inició un proceso dirigido a restituir alguno de los derechos despojados, pero hasta ahora todo ha quedado en nada.

Mientras ese proceso de despojo se daba, los efectos del capitalismo salvaje continuaban su curso. Mientras escribo este artículo la prensa nos informa que la inflación sigue incesante y que el último aumento en los precios de la llamada “canasta básica” (los productos indispensables para vivir) ha sido el más alto de los últimos trece años. En el renglón de alimentos el aumento fue de 17%, mientras la gasolina y otros productos del petróleo se dispararon al 30%. Cada año hemos sufrido aumentos, pero el último ha sido peor. Quienes vivimos en Puerto Rico y, con mayor rigor los que trabajan para el sector público, tenemos que enfrentar ese incremento continuo en el precio de todo lo que necesitamos para vivir, mientras el salario se estanca o se reduce y los beneficios desaparecen.

El resultado neto de este proceso, que ya lleva doce años, ha sido el creciente empobrecimiento de la población y el deterioro general de las condiciones de vida. Para mayor prejuicio, el periodo ha sido uno de los peores en cuanto a corrupción pública e ineficiencia gubernamental. La población trabaja igual, gana menos y vive peor. La trasportación pública es inexistente o deficiente, por lo que hay que ir al trabajo en autos privados por calles llenas de rotos, y capear el continuo aumento en los precios mientras el salario se queda igual. Todo lo anterior se agravó con los efectos de los dos eventos naturales de los últimos cinco años – el huracán de 2017 y los terremotos de 2020 – que fueron enfrentados por un gobierno limitado en recursos y amarrado por la corrupción.

El deterioro creciente en la calidad de vida inevitablemente tiene consecuencias sociales y el estallido de protesta del magisterio fue un aviso. La emigración hacia Estados Unidos -esa omnipresente válvula de escape- es una de las razones que explica que el estallido no haya sido generalizado, pero vendrán otros.

 

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