Por Beatriz Llenín Figueroa/Especial para En Rojo
*Las citas en este texto son originalmente en inglés y la traducción al español es mía.
Desde el cuerpo otro, negro, indígena, mestizo, la blancura es, en la historia de Occidente, el más pleno antagonismo.
Es el enemigo.
Es saqueo, tortura, esclavitud, violación, ultraje.
Es la muerte más brutal.
No soy, ni lo pretendo, protagonista de historia alguna, aunque reconozco que mi piel, sin remedio, se lee en sociedad como blanca y que, según el alegato, el altar y el archivo que se construye a sí misma a sangre y fuego, la blancura pretende ser la protagonista total de la Historia.
No escribo sobre el presente del movimiento negro porque crea que me corresponde, o que debo, o que hace falta. Todes debemos leer, estudiar, compartir la inabarcable aportación de personas negras escribiendo sobre éste, sobre todos los momentos, de su protagonismo histórico. Más bien, aspiro a ofrecer unas notas tentativas en pos de lo que me parece una necesaria discusión: qué posición crear, asumir, invitar cuando, desde la colonia, se es blancura contra sí misma.
Parto de la premisa que el azar convocó, concatenándose entre sí, mi nacimiento, el aspecto de mi piel y las características de mi cuerpo. Al mismo tiempo, soy consciente que la lectura social que se me hace como blanca me otorga privilegio, y éste, muchas veces, “atenúa” mis deméritos en lo que concierne a otras interpretaciones de la ideología dominante: las de género, las de orientación sexual, las de pensamiento político, las de experiencia espiritual.
Ante los hechos anteriores, intento –todos los días me propongo– justificar que ocupe yo espacio en el planeta, que absorba recursos vitales, que comparta la vida con les demás. No sé cómo hacerlo. Es más, quizá la existencia no tiene justificación posible. Sólo es. Pero ante la obcecada evidencia de que estoy aquí, procuro que valga la pena traicionando la blancura –en su sentido histórico, atroz, asesino, ése al que se refiere en los EEUU la frase “white supremacy”– con que el azar me situó.
Asumir, hondamente, en Puerto Rico, en el Caribe –geografías que amo, por las que lucho, a las que me entrego– que todes somos afrodescendientes sigue siendo hoy, me parece, una agenda política imperiosa y vital. Pero no todo el mundo ha tenido nacimientos negros, ni es leído en sociedad como negro. Aquí es que el panamericanismo de Martí y de Hostos fracasa, lo mismo que la “cultura homogénea” de Albizu Campos y la “armoniosa mezcla de las tres razas” del ICP y los ideólogos partidistas.
Las personas puertorriqueñas, como todas las integrantes de la especie humana, somos, sin duda, muy diversas gracias a los efectos combinados del azar, la historia, la socialización y la decisión propia en nuestros cuerpos, ideas, actitudes, comportamientos. Esa diferencia es, por supuesto, hermosa e imprescindible. Pero la sociedad forjada al calor de una violenta historia y socialización extractivistas de racismo, esclavitud, patriarcado, capital y colonia organiza la hermosa diferencia según feroces jerarquías, a partir de las cualesdistribuye el bien y el mal, la vida y la muerte, el crimen y el castigo, la abundancia y la carencia, la salud y la enfermedad, la alegría y el dolor. De suerte que lo hermoso –nuestra diversidad– se torna, para las abrumadoras mayorías, en la más abyecta miseria.
En general y siempre, en particular y ahora: ¿qué lugar puede forjar una cuerpa blanca por azar, pero antiblanca por convicción? ¿Y cómo se ubica ese lugar en una geografía colonizada?
En estos días en que la rebelión de las vidas negras se expande, crece, se intensifica, he leído mucha gente preguntar a personas que se dedican a enseñar, investigar y escribir que por qué hacerlo. Sé que el peso de la pregunta es monumental, en tanto implica que, tras siglos de ocupar las privilegiadas posiciones que pueden dictar representaciones de lo real por medio de la escritura, es decir, de la voz pública, la gente blanca debe renunciar a ellas. ¿Por qué, entonces, escribo hoy? ¿Quién me creo para hacerlo?
«Trato entonces de recordar/me/nosque escribir es, desde la pequeñez propia del alcance de cualquier cuerpo humano, atestiguar los tiempos, documentarlos, demarcar un espacio en la memoria colectiva para sostenerlos. Creo que escribir es siempre apostar al futuro, asumiendo el riesgo inherente al presente. Intento, como invitaJames Baldwin, “bear witness,” atestiguar, de manera activa, participativa,implicadatanto en la accióncomo en el sueño.Así, me siento implicadaen la milenaria responsabilidad blanca por tanta destrucción, aunque en mi carácter personal no la haya desatado. Es mi obligación ética mirar esa blancura de frente, pues, como también nos recuerda Baldwin en un afamado, con toda razón, pasaje: “No todo lo que se enfrenta puede cambiarse, pero nada puede cambiarse hasta que se enfrenta.”
“La negritud no es un país. La negritud es un océano de pensamiento. La negritud es un banco de peces. La negritud es una galaxia. La negritud es una cosmología. La negritud es un archipiélago. La negritud es la cadena fragmentada del pensamiento insular.” Procuro memorizar esta sucesión de afirmaciones, provenientes de un reciente tweet de la profesora Tao Leigh Goffe. Vista así la negritud, quizá se vuelve posible sentirme parte de ese océano, de ese banco de peces, de esa galaxia, de esa cosmología, de ese archipiélago, de ese pensamiento insular. Haber nacido –otro azar– en este archipiélago nuestro ha supuesto, también, verme/nos dominada por la sangrienta sociedad “americana” que Baldwin, quien en alguna ocasión de la década del sesenta se mudó a Puerto Rico para poder volver a escribir, denunció como muy pocos han sido capaces: “Pregúntale a cualquier mexicano, a cualquier puertorriqueño, a cualquier hombre negro, a cualquier persona pobre –pregúntale a los condenados cómo les va en los pasillos de la justicia y entonces sabrás, no si el país [EEUU] es o no justo, sino si siente al menos algo de amor por la justicia, o si tiene siquiera un concepto de justicia.”
Arrancada incluso del puño de un virus invisible, la calle arde, otra vez, hoy. Como puente incierto y tenaz, como islote de coral, como cordillera volcánica bajo el mar, la lucha negra enlaza cuerpos asediados cuya voluntad, a pesar de todo, de todo, de todo, es seguir en pie, cual archipiélago, pecho abierto, sobre el nivel del mar.