Será Otra Cosa-Techo[1]

Especial para En Rojo

Mucha gente importante y elocuente ha dicho que cuando miras la obra de un escritor, encuentras uno, dos, quizás tres temas recurrentes. Obsesiones. Las mías están claras. La maternidad es una; la educación es otra;  el espacio/lugar/geografía es la tercera, y es la que me trae a la página hoy.

Como cualquier otro tema, todos estos tienen sus vertientes, sus encarnaciones, sus caminos. En el caso de la maternidad, por ejemplo, la culpa y la ausencia son dos caminos que mi letra frecuenta. En el caso de la educación, le dedico tiempo y neuronas, las que me queden, a cosas como acceso, desmantelamiento, privatización. Y en el caso del espacio, me interesa la construcción de “lugar” y las prácticas materiales y entendidos y significados culturales que usamos para convertir “espacio” en “lugar”. Me interesa también el asunto del desplazamiento, ese sacar de gente de un “lugar” cultural que cambia de significado y valor en el sentido mercantil. La vivienda-o más bien, la ausencia o despojo de vivienda-es un tercero. Este último aparece tanto en mi investigación como en mi trabajo literario. Se encarna, incluso, en personaje. Por ejemplo: He escrito cuatro libros. En todos ellos, TODOS, aparece uno o más personajes “homeless”.

Las palabras son complicadas. A veces es por eso mismo que nos gustan. En el caso de “homeless”, a ver: podemos decir, y decimos, “sin hogar”. De hecho esa es la palabra que parece usarse con mayor frecuencia en inglés en estos días:”unhoused”. Pero en Puerto Rico usamos mucho también la palabra “deambulante”. Con frecuencia coinciden. Pero no son lo mismo, no exactamente. A mí se me pegó ese término, “homeless” acá en EEUU, donde resido desde hace más de una década. No tanto porque el idioma inglés se haya apoderado de mí (todo lo contrario, yo sigo pensando en español, y eso no es demasiado conveniente, pero es así y lo prefiero) sino por la capa de significado que trae ese “less”, con su sonido, con lo que implica: apunta no sólo a la falta de hogar, sino al ser menos, punto.

Cuando dicto clases introductorias en sociología, mis estudiantes suelen apreciar especialmente y disfrutar a C. Wright Mills, un señor muy sabio que buscaba entender fenómenos sociales estudiando lo que llamaba “la intersección entre la biografía y la historia”. Por “biografía” se refería a la experiencia personal. Por “historia”, se refería a todo lo externo, todo lo estructural; cultura, sociedad, ideología, economía, historia, y así.  Pensé en C. Wright Mills cuando me puse a escribir esto, porque creo que, como en todo, hay una cuestión biográfica ahí que me ayuda a, si no entender, al menos pensar. Y “pensar” es a veces mejor que “entender”, como diría Arendt, y tal vez retomemos esa curiosa dicotomía en otra columna, porque la verdad es que he estado pensando en eso de pensar, últimamente.

De vuelta a la intersección que nos ocupa:  Durante mi primera década de vida, tuvimos siempre una relación compleja con el techo que nos cobijaba. Por un lado, estaba, claro, la cuestión material, la precariedad: nos lo podían quitar en cualquier momento, todo el tiempo: por no pagar el alquiler a tiempo, o caprichos del dueño, o porque estábamos viviendo en terreno rescatado/invadido. Por otro lado, más allá de lo inmediato y material, porque en nuestros sueños y fantasías, la vida siempre estaba en otra parte, en un lugar mítico al que nunca logramos llegar, y en donde habría felicidad, comida segura y saludable, y, por supuesto, techo propio, es decir, nuestra casa, porque eso es techo, ¿no? Es más que la tapa de una casa, es la casa misma, y es el hogar que adquiere significado a partir de lo que empieza como una espacio, un conjunto de techo, piso y paredes. A ese lugar lo llamamos “techo”.

Cuando yo tenía unos tres, cuatro años, vivimos en un vecindario producto de los rescates de los sesenta y setenta, Villa Margarita. Nuestra casita no era de las mejores, pero tampoco de las peores. Las casitas mas “lujosas” y antiguas tenían letrina, por ejemplo: La nuestra no. Su construcción–paneles, vigas– era sólida. Había cocina y dos cuartitos. En  uno dormíamos. En el otro–con perdón– estaba “el cubo”. El cubo de cagar.

Ya sé: podría decir algo como “defecar” o “eliminar” o incluso un eufemismo tipo “higiene”, o “ir al baño”. Este último es muy popular. La gente “va al baño” en las esquinas, en los matojos, en las cunetas. Pero el asunto es que para enfrentar esto de la falta de vivienda y todas las implicaciones de esa falta, a veces necesitamos un lenguaje particularmente directo.  No siempre, que quede claro. Como escritora, soy de las que por lo general piensa que si hay drama en la trama, por lo general no hay que añadir drama en la selección de palabras. Pero en este caso, me temo que hay que decir “cagar”, no hay de otra.

¿Por qué? Porque esa brusquedad es parte del argumento. Porque vivir sin un techo seguro se traduce en cosas que atentan contra nuestro pudor, nuestra privacidad, nuestra dignidad, y en esos casos, decir “defecar” o “ir al baño” suaviza el impacto que debería tener esa verdad. ¿Y los tiempos no están para suavizar, cierto? Eso, suavizar, es algo que hacemos a veces, las personas que trabajamos con la pobreza:caemos, sin quererlo, para sobrevivir o para ayudar, en el romance. Y si bien es acertado enfatizar cosas como comunidad, belleza y solidaridad en los espacios de mayor pobreza, también es cierto que es importante decir que no hay agua para bajar el inodoro y a veces, si es el caso, que no hay inodoros, punto. No es necesariamente el mejor ejemplo pero es el que tengo a la mano porque en mi vida, en su momento, no hubo inodoro sino cubo. Me sirve para recordar que si bien puede haber belleza en la comunidad, y que esa comunidad puede ser pobre, la precariedad en sí no es bella, y me sirve para entender esa precariedad de otra manera. O más bien, pensarla.

De regreso a Villa Margarita: Lo peor no era el cubo de caca. De hecho, ¿saben qué? El cubo no me molestaba particularmente. Cuando uno es pequeño suele ser flexible, eso que dice la gente de “no sabíamos que éramos pobres” es cierto, por lo general. Hasta cierto punto. Y ese punto, ese que marcaba el borde que hay que atravesar para saberse “pobre”, cuando niña, para mí, no era tanto el cubo como el techo. El techo en el sentido de casa, de hogar, de hogar seguro. Yo sabía que éramos pobres, pero lo sabía porque perder el techo era una posibilidad todo el tiempo. Nuestro techito, el físico, era sólido y fue construido con amor, solidaridad, destreza y hasta madera de buena calidad: lo que lo convertía en un techo de gente pobre (y en pobres, por lo tanto, a nosotros, sus habitantes) era la amenaza de perderlo. Villa Margarita era un terreno rescatado (o invadido, depende de a quién le preguntes, aún hoy), y podían botarnos de allí en cualquier momento. Recuerdo que las niñas/os teníamos un juego que era juego sólo a medias, mitad juego y mitad brega con la realidad: el rol de vigía. Nos la pasábamos velando a ver si venían los guardias, para avisarle a los adultos.

El punto es que esto del techo no es sólo una necesidad material: es una cosa existencial, parte no sólo de la experiencia material de vivir allí sino de ser parte de esa categoría de personas que vivía allí y parte también de nuestra sustancia misma, de nuestra esencia. La palabra techo ya, de por sí, es sinécdoque, porque incluye piso paredes y demás; pero es también una necesidad que va mucho, pero que mucho más allá de lo material (yo soy así, medio marxista, qué decir, se me ha hecho hábito, ni modo, así que no digo “meramente material” nunca) pero ustedes me entienden: si no tienes donde vivir, o si tu techo está constantemente amenazado, eso le hace algo no sólo a tu vida o al momento sino a tu mismo ser, y eso es para siempre.

Botados eventualmente de Villa Margarita, buscamos suerte en Luquillo (hubo otros eventos de por medio, pero vamos a Luquillo.)  Esto lo recuerdo mejor, era más grande.  De Luquillo nos botaron de dos apartamentos distintos por no poder pagar el alquiler del mes. Y esto es clásico Mills, porque le pasaba a muchas familias:  juntan para el depósito, para el primer mes, el segundo, pero si algo se tranca–menos horas en el trabajo de mi padrastro, una enfermedad, o el gasto de alguna cosa, justificada o no, no sé, (uy, de nuevo, las palabras, eso de “gasto justificado” es un adjetivo con el que los ricos no tienen que bregar pero los pobres ay, todo el tiempo) – y fallas un mes, ruegas, te esperan, fallas el segundo, te escondes, te encuentran, te botan.  La botada es traumática, pero el temor cotidiano, la sensación de que en cualquier momento te van a botar, es peor.

Recuerdo que la gente entonces siempre decían  “evictar”, no “botar”. Un anglicismo que probablemente cargue algo de información e historia. Carga, cuesta, contiene. Una de mis primeras experiencias de Spanglish, igual por ahí aprendí a apreciar ese mejunje a veces irritante, a veces encantador, que es el Spanglish, quién sabe.

Cuando pensamos en “homeless” nos viene a la mente una figura muy particular, ¿cierto? Una figura que no tiene donde dormir o bañarse (o cagar) excepto, con suerte, en un albergue o “shelter”–y de esos hay muy pocos.  Pero para mucha gente ser homeless no funciona exactamente así, o no funciona así todo el tiempo. Hay un espacio gris, un gris semántico y a la vez anímico. En Luquillo, por ejemplo, quedarnos “homeless” se tradujo en pasar algunas noches en el carro, y luego un par de meses en casa de unos amigos, mi mamá y yo en la habitación de un hijo que estaba de momento fuera, mi padrastro en el sofá. ¿O quizá era yo en el sofá? No recuerdo. Lo que sí sé es que hubo más de un sofá de esos en mi infancia, y que el sofá ajeno es una parte muy común de la experiencia del homeless, y una que es muy, muy difícil de contar. Porque si tienes sofá, aunque sea ajeno, ¡no vas al shelter!!! Al shelter, aprendí temprano, lo evitamos a toda costa, ese es el último recurso.Y es, curiosamente, con la ocupación de los shelters que muchas veces se cuenta (cuando se cuenta, porque ese es otro issue) la proporción de homeless.

Por cierto: esto de que el estado cuenta cosas es una de las grandes mentiras de la modernidad. Esto de los datos casi que se ha convertido en otra forma más de autogestión. Organizaciones como Kilómetro Cero, Ayuda Legal o el Centro de Periodismo Investigativo se ven obligadas a contar, porque el estado les niega los datos. McKinsey nos cobró una millonada por contar y calcular y todavía no hemos visto el resultado de su carísima y espectacularmente corrupta matemática. Pero regreso al tema del techo.

¿Por qué evitábamos el shelter? Bueno: Al que le guste Foucault y quiere ver todo ese asunto del cuerpo y la vigilancia en acción, lléguele al shelter si no ha tenido la experiencia. Aún los mejores por lo general funcionan de esta forma: Puedes ir solo de noche; debes llegar antes de las 8PM pero después de las 6PM, irte bruscamente a las 7 AM.  De día hay que irse a “buscar trabajo”. En los mejores albergues, que son los menos, hay lockers y hasta camas asignadas, pero en los demás, que son los más, pues te llevas todo a cuestas y consigues cama, si puedes, todas las noches. Tal vez limpia, la cama, tal vez no.  Por cierto: la cama, como materia y concepto, es parte del significado que hace del “techo” no un mero espacio sino un lugar. De ahí que tanto homeless en Nueva York o Washington DC ande (en Puerto Rico diríamos “deambule”) con bultos, bolsas plásticas, tres abrigos,  carritos de compra, etc.

Los huéspedes del shelter están a la merced de vaivenes y caprichos histórico/políticos, encima. Por ejemplo: La frágil paz entre el presidente Clinton y los republicanos en los noventa, se logró en parte prometiendo a los conservadores que el gobierno le metería mano a lo que aquí llamarían la “vagancia de los cuponeros”. Esto se convirtió en lo que llamaron popularmente “workfare” (personal responsibility act 1996.)  Para los homeless que yo conocía en ese momento (yo estaba en escuela graduada) se convirtió en una nueva pesadilla que se sumó a las que ya vivían, una cosa a veces super Kafkiana: si dormían en un shelter pero no tenían trabajo, tenían que levantarse temprano, montarse en una van con un “crew”, y ser transportados a distintos parques, avenidas y espacios públicos a pinchar basuritas y echarlas en una bolsa. Muchas mujeres vivían en constante temor, un temor muy real, de violación o abuso sexual. El crew boss no era homeless, y algunos explotaban abiertamente la ventaja que eso les daba sobre esas personas que trabajaban bajo sus órdenes pero no llegaban a la categoría de “empleados”. Tal vez, en su cabeza, tampoco llegaban a la categoría de “personas”.  Francamente, narrando esto ahora, se me ocurre que el asunto era una forma moderna de esclavitud. Una esclavitud endeudada. El shelter y los cupones te convierten en deudora así que recoges basura y te expones al peligro.

Pero basta de cuentos de shelters: vamos de regreso al Luquillo de mi biografía: De un apartamento al carro, del carro al sofá ajeno, del sofá al carro, del carro a otro apartamento, de ese apartamento a….ser propietarios! Sí!!! Una pequeña herencia, y compramos dos cuerdas!!! Los prometidos pan tierra y libertad de la modernidad muñocista (otra mentira) nos llegaron un chilín tarde, en los setenta, pero llegaron!! En esas dos cuerdas, mi padrastro construye una casita de madera, una cosa rápida, frágil y muy mona (que hoy llamaríamos tal vez un “tiny house”, pintaríamos de azul y quizás convertiríamos en AirBnB, no sé…El anuncio podría decir “tiny house ecológico! ¡a quince minutos del yunque! ¡Viva en la naturaleza! #LiveBoricua!!)  La mesa del comedor se transformaba de noche en cama doble. Mi cama era una tablilla (hoy que tengo más mundo,le puedo decir “loft”). No tenía baño ni agua corriente, la casita: para número uno y número dos (¿vieron que fina me puse? La palabrota no hace falta ya, cumplió su función, creo) contábamos con una letrina, que en mi inocencia yo encontraba también muy mona porque “pegaba” con la casita (es decir, la misma madera y el mismo color, como una mini-casita). Para bañarse estaba el río, más bien riachuelo. De ese mismo río, gracias a otro invento diseñado por mi padrastro, obteníamos agua de manantial para tomar.

Pero esa casita, aunque muy mona, era temporera. Esa era su definición. No anidamos en ella, no realmente. Era un techo suficiente en lo que construimos lo que sería, finalmente, NUESTRA CASA. La casa de nuestros sueños. Algunos años más tarde, recuerdo,ya pasados estos eventos y viviendo en otra parte, leí 100 años de soledad y lloré al leer “la casa nueva, blanca como una paloma”, porque así  imaginaba, pocos años antes, a esa casa nuestra de Luquillo que iba haciendo mi padrastro: De cemento, poquito a poco, a veces solo y a veces, si había chavitos extra, chavitos que obtenía chiripieando en otras partes o vendiendo vegetales de nuestro huerto (huerto que me estaba, por cierto, medio prohibido, porque desde siempre, yo mato sin querer a todas las plantas) pero nada, el hombre construía, acompañado por vecinos del área, unos bloques por aquí, una liga de cemento por acá…No recuerdo qué pasó, o si fue un huracán que se llevó la casita de madera, pero algo ocurrió y nos mudamos a la casa, NUESTRA CASA. Pero NUESTRA CASA tampoco se sentía como casa, no realmente. No estaba lista, tal vez por eso es que, aunque no me quejaba y tampoco lo pensaba así, en estos términos, me sentía, de nuevo, temporalmente albergada, no “viviendo” en un sitio.

Era un espacio con vocación de lugar, una estructura con potencial de “casa”. Pero le faltaba algo.

La casa no tenía agua corriente – teníamos una pluma cerca, y llevábamos el agua para bañarse, bajar el inodoro, cocinar, fregar, todo eso, en cubos. Esa era una de mis tareas principales (buscar agua y mantenerme alejada del huerto para que las plantas no se murieran nomás de verme llegar).  Las paredes de la casa no estaban empañetadas: la prioridad era terminar el techo. (Por algo “techo” y “hogar” se usan como sinónimos con tanta frecuencia-el techo es bien importante.) El nuestro, que celebramos con gran alegría, era de zinc. No era ese el plan original, pero había prisa. El suelo no tenía losas, era áspero, nos raspaba las rodillas a mi hermanito y a mí. Igual todo eso hubiera sido un lujo de casa, y yo estaba viviendo como una duquesa, ¿pero del siglo 12?

A los diez años me mudé con mis abuelos y he vivido una existencia consistentemente clasemediera y relativamente segura desde entonces. Les cuento todo esto para hacer el ejercicio de Mills: entender la ausencia de techo, el homeless-ness que nos hace existencialmente menos, en la intersección de biografía e historia. “Homeless” es un estado, en algunos casos crónico, y en otros (como el mío, en este caso) temporero.

Pero también puede convertirse en otra cosa.

Conozco a una persona,  homeless durante años, que tiene ahora un apartamento no exactamente propio pero con garantías, protecciones legales. Nadie la puede sacar. Y el sitio es hasta bonito. Pero igual ella dice, inconsolable “yo soy homeless”, y no lo dice porque no tiene propiedad, o porque alquila, no se trata de eso, de poseer: es otra cosa. “Siempre seré homeless”, dice.

Se trata de que la sensación de desamparo se le ha metido en los huesos, y es parte de quién es, parte de su ser.

Foto Archivo CLARIDAD

Supongo que por ahí, en mi infancia, está el origen de una de las figuras recurrentes en mi escritura, entonces. Yo no empecé a escribir de manera literaria hasta casi los cuarenta años, pero estuve en contacto con personas homeless, por muchas razones y por ninguna, desde siempre. En mis diecipico y veintipico, pasé tiempo con homeless en el parquecito del VSJ; conocí homeless en Río Piedras; En Virginia, Washington DC, Nueva York. Los visité en la calle, en el balcón de algunos shelters, y en espacios precarios de todo tipo: apartamentos sombríos en edificios a punto de ser derrumbados por las autoridades, donde vivían como “squatters”, “invasores”; apartamentos ligeramente menos sombríos donde vivían con ayuda de cosas como plan 8. Ese plan 8, por cierto, es hoy una especie de unicornio. Casi no se consigue y cuando se consigue, no puedes pagar casi nada con él.

Cuando digo que el techo, en su sentido más pleno, es una necesidad que va mucho, pero que mucho más allá de lo material: si no tienes donde vivir, o si tu techo está constantemente amenazado, eso le hace algo a tu mismo ser. A tu esencia.  ¿Cómo?

De niño es bastante sencillo: miedo crónico, normalizado. Pero para los adultos puede ser hasta peor. Los homeless están a merced de una burocracia que es, en el mejor de los casos, condescendiente y paternalista, en el peor, cruel, y en el medio (y la norma) sencillamente disfuncional e ineficiente. Un sistema donde te entregan folletos y te exigen tomar clases sobre cosas como escribir tu resumé o cuidar a tu bebé, pero no te dan folleto o clase alguna para las cosas realmente ininteligibles: cosas como cómo navegar la misma burocracia que ellos representan. ¿Que hago si no guío, y por ende no tengo licencia? ¿O guío, de hecho busco trabajo como conductor de camión, pero no tengo dirección física porque soy homeless? A veces los requisitos son tragicómicamente circulares: ¿Cómo consigo una identificación oficial con foto si no tengo identificación oficial con foto pero me piden identificación oficial con foto?

Y vamos, todo esto no es para que saquéis los pañuelos y los violines, en serio, casi que lo contrario: se trata de reconocer que esta historia tiene poco de única, que casi todas ustedes leyendo esto han sido homeless, o han estado cerca de serlo, o han conocido a alguien en esa situación, con o sin saberlo. Y esas biografías crean la intersección de la que habla Mills: decir que “otra gente está peor” o “es peor en otras partes” no puede, ni debe, servir como excusa para ignorar el problema local, sino todo lo contrario: para conectar con lo que claramente es un issue global que se desprende de procesos y sistemas globales: el colonialismo/colonialidad, el capitalismo financiero, la deuda como ideología, y tal.  Al final, pensar en historias como éstas me sirve, nos sirve, para entender o pensar, sirven de gancho para las famosas neuronas espejo, o para la narrativa, o la literatura, lo que sea que nos sirva para ubicarnos en el espacio de la imaginación sociológica, en la intersección entre biografía e historia.  En ese espacio hay empatía, y en la empatía hay una forma esencial de “saber”.

Hoy que nos arrancan, con prisa y descaro, ese otro techo que son el país y su paisaje, escucho en mi cabeza el eco existencial del homelessness y el deambular. Que el coloniaje en su versión de asentamiento contiene también el desamparo existencial, el desplazamiento no sólo de casa sino de pueblo, escuela, y país, y el destierro, una palabra que está definitivamente en el zeitgeist y que parece ser la solución final del capital y sus representantes.

 

[1] Inspirado en mi conferencia plenaria en el encuentro “Derecho al techo”, de Ayuda Legal,2022. Puede ver el video de la plenaria completa en https://www.ayudalegalpuertorico.org/plenaria-derecho-al-techo-2022/.

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