Marilola Pérez Rodas
Especial para En Rojo
A Marilyn Rodas, “Titi Mini”
Desde hace días miro a Bolo desde mi ventana. El territorio que ocupa se ha reducido considerablemente y sólo parece interesado en patrullar la casita de servicio abandonada en el patio del vecino. Ocasionalmente, veo que brinca a la caja vacía del aire acondicionado para meterse por la ventana semiabierta. Su cuerpo se contorsiona con trabajo para entrar por un espacio de menos de un pie de ancho. Él, que ya de por sí lleva meses volviéndose nada.
Su siesta la toma debajo del aire acondicionado, pegado a la pared de la casita, al lado de la puerta que nunca he visto abrirse.
A Tuca no la veo desde hace más de una semana. Entonces dormía sobre la caja del aire acondicionado. Ningún ruido la despertaba, ni el trimmer, ni los aviones volando a menos de 800 pies sobre su cabeza.
Cada vez que Tuca desaparece regresa con bebés nuevos, la última vez sólo le vi uno. Idéntico a Bolo. Tuca se hace más pequeña con cada embarazo, este sería el cuarto. Todos de corrido, todos de Bolo.
Ahora Bolo le da vueltas a la casita de servicio como si no hubiese nada más fuera de ese perímetro. Yo desde mi ventana sé que su mundo normalmente es más grande que eso. Yo, persona, incluso recuerdo que el mío es aún más grande que el mundo del gato. Sin embargo, la concentración con la que Bolo reduce su mundo me ha encerrado con él. Si bien el perro tiene la capacidad encomiable de entender nuestras intenciones, el gato logra que las suyas sean las nuestras.
El primero que consideró la relatividad del tiempo lo hizo mientras esperaba que hirviera el agua en una olla. De haber estado mirando un gato, hubiese considerado la relatividad del espacio. A quien observe el sentido de urgencia en los ojos de un gato no le queda más remedio que ocupar su mismo espacio.
La relatividad del espacio también explica que cuando éramos niños el mundo fuera mucho más grande. Confieso que un sentimiento súbito de nostalgia me ha llevado en varias ocasiones a eñangotarme en medio de la que ahora es la cocina de mi mamá para poder estar en la de mis abuelos.
De adulta, al visitar a mi tía siempre me asombraba que el pasillo de su edificio me parecía más estrecho y corto que el de mi memoria. Eso cambió los últimos meses que convalecía de un cáncer que terminó devorándosela. En ese período, el pasillo se hizo el doble de lo que era hace 35 años; de ida medía la cantidad de detalles de un recuerdo y de vuelta se hacía tan largo como la lista de futuros que reproduce el miedo.
Materia al fin, el espacio no desaparece, sólo se traspone. Ahí está el pasillo en cada salto que da Bolo para meterse a la ventana. Lo siento extenderse cortante en mi estómago cada vez que el gato se coloca al filo de la ventana para regresar al suelo.