Alejandro Carpio
Aquí todos hemos leído a Eugenio Hopgood Dávila, hayamos abierto las páginas de Babylon Baby o no, y dudo que él necesite introducción en este espacio. El libro que se presenta en estos días, sin embargo, es su primera obra de ficción. Está compuesto de una narración larga, titulada también “Babylon Baby”, que podríamos llamar cuento largo o novela corta; alguna gente se refiere a este género literario con la voz italiana “novella”, mientras que los aventurados utilizan el término “noveleta”, una de las palabras más feas del español, que traduce el inglés “long short story”. Se trata de una narración de extensión a caballo entre el cuento y la novela, a la que llamaré “novelita” estrictamente porque es corta o “cuentazo” por el hecho de que es un gran cuento. Además de este texto, el libro contiene nueve cuentos que Eugenio viene escribiendo desde las dos últimas décadas.
Siempre he considerado que reseñar y presentar libros de cuentos es una tarea difícil, porque describir brevemente un texto breve requiere mucho esfuerzo, pero aquí voy. La novelita/cuentazo que nos obsequia Hopgood Dávila y que comparte el título de la colección refiere la historia de unos soldados boricuas que reciben la orden de activación y se dirigen a Irak. La contraportada del libro comenta que el autor puertorriqueño Emilio “Díaz Valcárcel estaría orgulloso” de “Babylon Baby”. Ciertamente, aunque el punto de vista de la novelita/cuentazo diverge mucho del que maneja el autor de Figuraciones en el mes de marzo. Los lectores de Díaz Valcárcel recordarán la historia satírica del joven ponceño Cristeto Aguayo, intercalada en el mismo medio de su novela. Cristeto (una parodia de Rambo avant la lettre) se crio descuartizando lechones y, sin haber siquiera cumplido la edad requerida, se enlistó en las Fuerzas Armadas para poder matar seres humanos con impunidad en la Guerra de Vietnam. Esta sección de la novela de Díaz Valcárcel describe las andadas violentísimas de Cristeto con sobretonos carnavalescos, y subraya la fruición del personaje en el arte de picotear vietnamitas con disfrute profundo y fervor casi religioso.
El humor de Díaz Valcárcel llega a ser muy torcido; leemos que Cristeto “solía dedicarles, con su habitual desprendimiento e imparcialidad, múltiples elogios a los anónimos héroes que trabajan sin llegar a ver el producto de su sudor, como era el caso de los aviadores que, a gran distancia de su objetivo, arrojaban fósforo vivo, napalm, bombas de fragmentación y bombas de acción retardada sin que lograran ver cumplida su labor en lo referente al ‘factor humano’” (260).
En cambio, en su narración Eugenio se permite compadecerse de los soldados de origen puertorriqueño; al menos, hasta cierto punto. Aunque son miembros del ejército invasor, llegan a reconocerse en el pueblo invadido y leer su propia situación histórica en una geografía distante, al otro extremo del planeta. La educación vital por la que atraviesan es rápida y vehemente. No quisiera anticiparles giros de la trama y mucho menos al final, pero sí que la anagnórisis de los soldados boricuas se cristaliza a manera de pesadilla. Esto es, el narrador entreteje su historia con compasión, pero sin conceder una fácil impunidad. Los dobleces y juegos de espejo de la trama se posibilitan mediante el horror y el desmembramiento de manera tal que, aunque Eugenio esquiva la rabia satírica de Díaz Valcárcel, en la novelita/cuentazo se lleva a cabo una justicia poética no menos eficaz y no menos antiguerra que la que encontramos en las páginas dedicadas las crueles andanzas de Cristeto Aguayo.
La literatura puertorriqueña ha novelado un tanto sobre soldados boricuas que luchan en el ejército estadounidense y son “héroes de otra patria”: desde el citado Díaz Valcárcel hasta el maestro José Luis González (sobre todo en Mambrú se fue a la guerra), y más recientemente Jaime Marzán Ramos y Raquel Otheguy. Aunque le sugiero encarecidamente a Eugenio que deje el texto tal como está, lo invito a que nos regale otra narración de este tipo más adelante, sobre todo si pretende continuar con su vocación por este tipo de prosa inteligente y colorida. Esperemos, eso sí, y roguémosle a la Virgen, que no nos novele la incursión de soldados oriundos de Coamo y San Sebastián en la guerra terminal que se está cociendo entre potencias atómicas, como habrán sospechado ustedes si leen el periódico a diario.
Debo decir que me quedé con las ganas de seguir leyendo “Babylon Baby”, que rebasa por poco las 50 hojas de esta edición de Secta de los Perros. Lo digo a manera de elogio. En ocasiones, la soberbia y la lujuria —dos pecados capitales— confabulan para que los narradores nos abrumen con páginas innecesarias, incluso los buenos narradores. La queja no es solo mía; Borges les recriminó a los maestros del realismo ruso que le dedicaran tanto espacio a tramas que se podían resolver en narraciones breves. Cuando uno se propone ponerse al día con la literatura puertorriqueña se topa con el mismo fenómeno: novelas de 400 y 500 páginas (a veces en varios tomos) a las que se le pudo cortar, como mínimo, la mitad; si la instrucción de Borges le aplica a Dostoievski, puede aplicársele también —y sin descrédito— a un autor de la isla borincana. En su novelita/cuentazo “Babylon Baby”, no obstante, Eugenio obró de forma opuesta.
Las otras pesadillas que incluye este libro consideran la responsabilidad individual ante un crimen, la forzosa y atroz seducción de las femme fatales, la claustrofobia ineludible de los ascensores, las malditas, malditas drogas que tantas estupideces nos ponen a hacer y la peor pesadilla de todas: el espantoso deseo del cuerpo maternal que enloqueció a Sigmund Freud y que llamamos, en su honor, “edipal”.
El texto que le da título a la colección me sorprendió por el detalle con el que el autor forjó los colores específicos de la topografía isleña y la iraquí. Ese mismo cuidado puede apreciarse en los diálogos de este y demás textos, incluso los que están en boca de personajes «cacos»; importante decir además que cuando la fantasía literaria le permite (incluso le requiere) a Eugenio jugar con las palabras, no cae en sarcasmos fáciles, típicos de la insoportable comedia popular puertorriqueña.
Quiero advertirles, por consiguiente, que el título del cuento “Sharineshka la voladora” no debería predisponernos a leer una burla de la sociedad boricua contemporánea en donde existe ese tipo de nombre imposible, sino todo lo contrario: Sharineshka es una pieza triste (la única triste del libro, en mi opinión), pero va redactada con la delicadeza inverosímil y formidable que se puede encontrar en el animé japonés más dulce, como el de Miyazaki. Consideremos este pasaje que describe cómo Sharineshka la voladora detiene su acrobacia por los aires brevemente: “En un instante ya se encontraba encima de la copa de un árbol de aguacate o de un palo de limón, luego se posaba suavemente, como si aterrizara una pluma, sobre la acera, el duro concreto que pisaban los demás con sus pasos pesados y cansados” (161). De manera casi imperceptible, el narrador supo contraponer imágenes de ligereza con imágenes de pesadez. Sugieren ligereza los términos instante, encima, copa de árbol, palo de limón, posarse, suavemente, aterrizar y pluma; demandan leerse con pesadez los términos acera, duro, concreto, pisar, pasos pesados y cansados. Escogí este ejemplo un poco al azar para comentar el esmero con que se propuso fabular Eugenio, pero este cuidado estilístico (quizás heredero del maestro Cortázar) puede encontrarse a lo largo de los textos de Babylon Baby.
Insisto: no hay burla, sino ternura, en el trato de los solados boricuas en Irak, así como no hay burla en la selección del nombre de la niña voladora que se posa sobre un palo de limón. Tampoco hay intención burlona en la recreación de quien ha venido a ser el estereotipo por excelencia que nuestra contemporaneidad ha escogido para representar nuestra cotidianeidad. Ya parece obvio que nuestra literatura (incluyo el teatro y el sketch de televisión) reconoce en “el caco puertorriqueño” una clave de identidad nacional que en otra ocasión identificó en el cocolo y que, en un principio, intentó ver en el campesino. En los cuentos “Amigo de qué” y “La vecina”, concretamente, los personajes pertenecen a lo que en otras sociedades se describe como “el bajo mundo” y que aquí en la isla nos resulta tan familiar que reconocemos simplemente como “el mundo de todo el mundo”. El narrador no parece haberse propuesto contarnos relatos realistas, nitty gritty, de la sociedad urbana puertorriqueña (todo lo contrario: diría que todos estos cuentos son, a su manera, fantásticos); las coordenadas espacio-temporales, no obstante, y la lengua que hablan los personajes son tan reconocibles como las conversaciones que suelen tener los muchachos y muchachas en esta calle que tenemos aquí al frente y que alguna gente —tengo entendido—insiste en llamar Ponce de León.
Así, por más misterio, horror y fantasía, advertimos el contorno de una realidad que es nuestra. En la mayoría de los cuentos la escena transcurre en la ciudad capital, con alusiones específicas a Miramar, Santurce y el Viejo San Juan. Por ejemplo, en “La ofensa”, el cuento de ambientación más bohemia, se nos narra el insulto racista que lanzó un colorao borracho en las inmediaciones y cercanías del bar sanjuanero Aquí Se Puede, al que asisten “buscando sexo, adrenalina, ron, cocaína, buscando despejarse y despojarse de las penurias y el hastío de la vida diaria” una gama de tecatos, alcohólicos, bailadores de salsa e imprudentes de la vida. Otro colorao (esta vez no borracho, sino arrebatao con LSD) llega a volar más alto que Sharineshka, no sin antes deambular frente a Perpetuo Socorro, bajar por la Miramar y cruzar la Baldorioty. Reconocibles también (pero igual de viajosos y no menos imbuidos en la fantasía que el resto de los personajes) son José Esteves, Margarita Aponte y Yolanda Vélez Arcelay, quienes tienen una suerte de cameo en el texto (Vélez Arcelay también aparece en la novela más reciente de Pedro Cabiya porque, si de retratar la realidad puertorriqueña en clave fantástica se trata, sería imperdonable ignorar a esta periodista). José Esteves, Margarita Aponte y Yolanda Vélez Arcelay aquí reportan la realidad dentro de un sueño, o desde otra realidad que cruza por encima de la nuestra; una especie de consuelo que recibe otro de los pobres protagonistas de estas pesadillas que escribió Eugenio a lo largo de los años. José Esteves, Margarita Aponte y Yolanda Vélez Arcelay, debo añadir, son algunos de los forjadores de eso que llamamos “la realidad puertorriqueña” y que se genera delante de las cámaras de Wapa y Telemundo; quizás por eso sean los personajes perfectos para recordarnos que la única realidad garantizada, no solo para los borincanos, es nuestra propia muerte, que puede pillarnos en el sitio más inesperado, como le sucede al pobre protagonista de este cuento claustrofóbico.
Finalmente, quisiera comentar que este pulseo entre lo onírico y lo cotidiano me tocó de cierta forma que aún no entiendo. En más de una ocasión la vida y las desdichas me han ubicado en situaciones de un extremo peligro, de un peligro específico y concreto que pude reconocer en uno de los cuentos de Babylon Baby. Hay cierto tipo de belleza extraña (que en ocasiones no reconocemos como belleza de forma inmediata), hay cierto tipo de seducción atroz, de la que he escapado con vida por pura suerte o protección de algún ser astral. Me niego a dar detalles de estas vivencias íntimas de mi vida y me niego todavía más a contar detalles de este cuento en específico, pero anuncio que se trata de una variación muy específica del arquetipo de la femme fatal de las películas de Humphrey Bogart, solo que de matiz borincano; una variación muy reconocible y boricua, enloquecedora y poderosa, de la cual conviene huir en todo momento por razones que el tiempo se encarga de aclarar. Este tipo de carnada mortal y tentadora viene de todos los géneros, colores y sabores, pero el resultado de caer en sus garras siempre es el mismo. Cuando lean “La vecina” entenderán a lo que me refiero.
La literatura puertorriqueña recibe con beneplácito la obra literaria de Eugenio Hopgood Dávila. Estos cuentos (y el cuentazo) les agregan sofisticación a nuestras letras. Espero muy sinceramente que ustedes disfruten este libro tanto como yo y que Eugenio nos regale dos o tres más.
Eugenio Hopgood Dávila. Babylon Baby. La Secta de los Perros, 2023. 188 pp.
*Esta es la presentación del profesor Carpio realizada el sábado 14 de octubre en la Librería Mágica.