Mauricio Estrada
Cuando Nietzsche hablaba de estar por encima del bien y del mal no se refería a la validación de una inmoralidad que ultrajara los principios de convivencia hasta el punto de dañar a los demás. El pensador dijo que, por el contrario, hay maneras aún presentes entre nosotros y que son heredadas de otras épocas; dichas ideas sacralizan la desigualdad y la falta de libertades y hacen de la ausencia de criterio una virtud. Por ello, cuando alguien se pone por encima del bien y del mal es susceptible de ser comparado con Nietzsche, pues el alemán lo que quiso fue refundar un mundo sin ataduras, en el cual floreciera la voluntad en toda su potencia, esto es la pulsión de vida y no el impulso hacia la muerte o la destrucción. Bad Bunny, a quien hallamos mucho en los medios y que constantemente intenta transgredir la moral, ha querido replantear muchas cuestiones, pero de una manera que recuerda aquella frase de cierta profesora de filosofía de la universidad —cuando alguien quiso explicar una simplificada versión de la lucha de clases—: “Buen punto, muy claro y sencillo, pero ya eso ni es teoría, ni posee por ende utilidad práctica. Ni es lucha de clases”.
¿La crítica de Bad Bunny a la moral de estos tiempos es utilizable desde algún humanismo? Todo sistema es susceptible de padecer ciertas cuotas de irracionalidad, de inconsecuencia; pero en el caso del cantante puertorriqueño las variaciones van desde declararse feminista, hasta cantar un estribillo como: “Te usé y te boté”. Más que por encima del bien y del mal, el artista parece quedarse en el subsuelo de los fenómenos, con planteos que ni siquiera pasan de la categoría de un exabrupto. Aun así, basados en la popularidad y en el peso de la figura en las redes sociales, hay quienes lo reivindican como líder social y político de la juventud, como mesías que puede guiar el país hacia unas protestas sociales como las de 2019 que traigan la independencia. Tras siglos de coloniaje, Puerto Rico posee, supuestamente, —en la persona del conejo malo— una especie de fórmula populista y avasallante, increíblemente mediocre y con un impacto brutal en inmensos sectores.
Pero, volviendo a la esencia humanista de cualquier sistema emancipador, ¿podemos decir que Bad Bunny con su asalto a la moral va a representar la restauración de todo lo que dignifica la libertad de su país? Es importante recalcar que el independentismo no es solo la independencia, sino un conglomerado axiológico que conlleva a muchos despertares e ilustraciones de diverso tipo, a la transformación y el hallazgo de esencias más allá del formalismo del acta o de la bandera nacional o el himno. Ante este panorama, Bad Bunny es poco más que un balbuceo que no alcanza a comprender o captar el espectro complejo, libertario y humanista de una moral hecha por y para hombres libres.
Bad Bunny no pudiera ser el superhombre de Nietzsche ni el mesías tan esperado, porque de entrada la emancipación es un asunto histórico, que compete al pueblo y a sus líderes. Y no se hace un humanismo independentista a partir de frases soeces ni agresiones verbales o espectáculos de mal gusto. El oportunismo del cantante, como se sabe, lo llevó a vestir de falda y declararse varón deconstruido. El hecho hizo que vendiera mucho más, que se hiciera famoso en todas las alfombras y que el discurso de género lo usara como símbolo. Pero, ¿acaso eso ayudó a las mujeres realmente? Lo que está pasando con la proyección política de la figura es que se confunde farándula con activismo y por ende se banaliza la idea de la libertad y de la transformación de un país desde su estatus actual al de un Estado soberano.
El cantante de lo que entiende es de posicionamiento y si el independentismo lo hace pues para allá va, no quiere ello decir que él sienta real compromiso con la causa. De hecho, es una figura premiada por el gran capital y por la industria, avalada por lo más avasallante del sistema. Las cuentas bancarias y la financiarización de Bad Bunny son en los Estados Unidos, donde se queda la ganancia neta y donde se pagan los impuestos que van a dar a las arcas del Tío Sam. El hombre es un hijo predilecto del capitalismo al que dice atacar. Hay que tener en cuenta que la ideología woke imperante ahora en Occidente, salida de los laboratorios del Partido Demócrata norteamericano, ha usado las luchas de las minorías para redireccionarlas de una manera opresiva y mediocre. Quiere esto decir que, lo que antes era libertario, ahora lo más seguro es que sea un producto del mercado, un arma política que no alcanza a definir ni siquiera los contornos de una batalla real por la emancipación. Ser progre vende, te posiciona, te convierte en celebrity. Si la derecha tiene su toque de irreverencia en un Trump que suelta barbaridades por Twitter y ofende a medio mundo, la falsa izquierda socialdemócrata woke posee el dulce encanto de no cambiar nada, sino de fanatizar a sus seguidores a partir de mecanismos como la cultura de la cancelación o el uso de lo políticamente correcto como bozales para personas incómodas. A tales fórmulas obedece hoy Bad Bunny, en esta era posmoderna, en esta realidad líquida que disuelve lo más duro y firme y lo torna etéreo e inexistente.
Lo de Bad Bunny es estar en el tope. El activismo se convierte en farándula, en ejercicio vacío y carente de sustancia y, por ende, el daño a la causa es mayúsculo. Uno de los mecanismos de la banalización del mercado es restarle gravedad y firmeza a la emancipación, transformándola en una cuestión de subjetividades, de apreciaciones, en un tema para tertulias o una foto en la portada de una revista de vanidades. El cantante no está consciente de que esto sucede; pero sus asesores de imagen, sus comunicadores y publicistas, sí saben cómo conducir el fenómeno y eligen de manera habilidosa los dardos, desde la oscuridad de sus contratos seguramente millonarios. Es un golpe sacar a Bad Bunny en falda, uno que daña el verdadero sentir por la igualdad, ya que utiliza un tema sensible para hacer una operación de mercadeo. Y no es que las causas sociales deban ser aburridas, que usen o no discursos reguetoneros, posmodernos, pegadizos, sino que en el proceso no se pierda el humanismo, no se desvirtúe la esencia y no se niegue el núcleo duro de lo que hace auténtica a una persona. Para quienes saben de industria cultural, ver a Bad Bunny no significa otra cosa que un oportunismo de imagen, un pico de mercado, pero nunca una real conciencia de los problemas.
Si el conejo malo quisiera interesarse por su país, lo haría desde formas efectivas y arriesgadas, desde posiciones que no dependan de las grandes plataformas ni de los conglomerados corporativos. Pero es que el discurso del independentismo dicho desde un centro de poder destruye la independencia y favorece al colonizador, así que la operación está muy bien montada desde el punto de vista del opresor y del sistema capitalista, desde el ángulo del imperio que avasalla y del cual disfruta Bad Bunny las prebendas, los beneficios y las frivolidades. Jugar al Robin Hood no le queda, ya que no le roba a los ricos para darle a los pobres, sino que hace más ricos a los ricos. Entonces la fórmula no solo es un fracaso sino que ni siquiera está por encima del bien y del mal como lo dijera Nietzsche. La sacralización del mainstream hace que la vieja moral prevalezca, aunque se vista de nueva.
¿Qué esperar de la agenda woke y de su nuevo caballero blanco? Bad Bunny está pasando a convertirse en un modelo de vida para millones de jóvenes en el mundo. Las malas prácticas se hacen virales en segundos y él es consciente de su nivel de subordinación al sistema y que ello lo conduce a poseer más dinero. De manera que la hidra no perderá ninguna de sus cabezas por ahora. Quizás luego, cuando aparezca otro bufón que se preste para los manejos de la industria, decaiga el conejo malo. La ingeniería social está siendo potente y se replica en todas partes, ya no es un fenómeno latino. Los políticos no sirven para imponer las agendas alienantes porque ya son una casta desgastada y sin arrastre. Entonces la locomotora será la farándula, en la cual entre perreo y exabrupto se colocan esta y aquella idea que favorecen el mercado, la axiología del corporativismo y de la propiedad, del emprededeurismo y la libre empresa.
¿Se acuerda Bad Bunny de por qué su país quiere ser libre? No se trata solo de la bandera, del himno, del control de las fronteras. Hay una dimensión concreta, la del autogobierno y otra trascendental, la de las condiciones de vida de la gente que no tiene una gota de poder. La independencia debiera ser un proyecto para sacar gente de la miseria y no solo un estribillo o una foto en Instagram que genera seguidores. Ese es el costo de creerle a Bad Bunny. ¿Es un artista o un instrumento? Las fronteras entre la creación y la esclavitud se extinguen ya a estas alturas de la carrera del conejo, un proceso de deshumanización en el cual él no deviene el superhombre de Nietzsche, sino un sucedáneo de hombre, un ser que se esconde en la sombra proyectada por el gran capital y sus comandos políticos de cara al mantenimiento del estatus. Un conservadurismo a fin de cuentas que se apropia de la causa de Puerto Rico y que, por ende, la posterga, la prostituye, la mancha con las máculas del interés, de la mentira y de la grosería elevada al punto de mercadotecnia y de estrategia de community manager.
Como mismo acontece el balbuceo que denigra el español, transcurre la conciencia política de este cantante. Su independentismo obvia la lucha de clases y la subordinación de muchos de sus compatriotas no solo al estatus de Estado Libre Asociado, sino como personas que viven en el tercer mundo y padecen la desigualdad estructural. Las faldas de Bad Bunny no harán que los niños de las madres solteras sin asistencia social tengan una comida digna y alcancen la edad adulta sin implicarse en las drogas. Quien crea otra cosa es porque está hundido en el maremágnum woke que nada aporta a la realidad. Si el estribillo de este cantante dice que “Te usé y te boté”, difícilmente el machismo dejará de ser una de las tantas muestras de atraso y de falta de humanismo en nuestras sociedades. Hay que ser conscientes, hasta para asumir la moral rompedora de un Nietzsche. Las contradicciones son normales, pero el oportunismo es condenable, vergonzoso y típico de tiempos en los cuales todo lo que es sólido se desvanece, se torna una nada sin forma ni destino.
Bad Bunny es un cantante que intenta hoy ser independentista, porque le conviene; pero pudiera ser anexionista si los aires cambian de dirección. Su lealtad ya tuvo un precio y fue comprada; su palabra simplemente no existe y se confunde en balbuceos, por muchos premios que reciba y por muy inscrito que esté en el panorama de la industria (él usó el vocablo, inexistente e incorrecto, “inscribido” en una entrevista). Validarlo es colocar la idiotez al mismo nivel que la genialidad y por ende destruir los paradigmas que convierten una idea en un humanismo palpable, realizable. Cuando las bocinas reproducen sus obras, la reminiscencia al pasado colonial adquiere un tono de reguetón, de posmodernidad, pero no por ello pierde su esencia dañina. El proceso engañoso debería poner al mundo en guardia contra operaciones como esta, que califican como de falsa bandera dentro de la industria cultural. Un hombre salido del pueblo enarbola la causa de la mujer y de la independencia y ello le sirve al gran capital para banalizar dichas ideas y hacer dinero mediante los mecanismos consabidos. Lo que tendría que ser firme ya no lo es; lo que debería tener utilidad es inútil.
Volviendo a la profesora de filosofía, explicar la lucha de clases a través de canciones de Bad Bunny puede ser sencillo, irreverente y hasta popular; pero ni es teoría, ni es praxis, ni se trata de lucha de clases. A lo sumo, un juego del propio capital consigo mismo, intentando un maquillaje que lo deje pasar por libertario cuando su interés y el lobo que lleva dentro están intactos.
Tomado de La Jiribilla, 19/9/2022