BURÉN: La crónica de los sabores

 

 

 Tembleque

I

El tembleque es una de mis primeras memorias en el fogón de Camelia. Solía darme una porción, caliente todavía, sobre un platillo. Esto a regañadientes, advirtiendo de su efecto intestinal, el que nunca experimenté. Con el platillo venían también las instrucciones de consumo: siempre desde las orillas hacia adentro para no quemarme.

Ayer compré unas cuantas latas de leche de coco para mis preparaciones menos significativas, como algún curry, un pescado o una sopa de lentejas. Y como tengo comilona criolla-navideña y socialista el sábado, me pasó por la mente la idea de aprovecharlas en un tembleque. Entonces pensé en las horas de preparación que este le requería a Camelia y que se retorcería en su tumba si me viese abrir una con ese fin. De inmediato comenzaron los cálculos y ajustes para lograr tumbar algunos cocos esta semana y si los vi listos para sacar la leche, como dios manda. Y con la imagen de Camelia y sus botas de hule tumbando cocos, me dormí.

Mientras me tomo el puya decido ojear mi libro favorito. Busco el índice y me topo con esta receta (ver imagen). La mitad de mis amores, pasiones y obsesiones están reunidos en esta imagen porque la misma está escrita por la mano laboriosa de Lydia Cosme, esposa de Emilio Díaz Valcárcel, en la parte posterior del Cocinero Puertorriqueño de 1859.

Mañana es día de bajar cocos. Es lo menos que esas dos mujeres se merecen a manera de homenaje.

II

Casi un siglo después del Cocinero puertorriqueño de 1859, cuya segunda edición se desconoce y la tercera aparece en 1890) se publica el segundo recetario popular: Cocina Criolla de doña Carmen Aboy de Valdejuli ( 1954).

En el libro decimonónico no se registra una receta de nuestro “postre rey”. Incluso acabo de buscar todas las recetas que pueda relacionar con este, pensando que tal vez cambiara su nombre. Hace tiempo aprendí, por ejemplo, que en Brasil, “manjar blanco” es un postre muy parecido al tembleque, aunque con algunas variaciones. El Cocinero registra un manjar blanco y otro criollo pero nada tienen que ver con el coco. La crema de coco que propone, tampoco. Y aunque hay una sección entera dedicada a postres populares, ninguno hace referencia al tembleque. Busco entonces entre las recetas del libro de Valdejuli y allí lo encuentro. Es, de hecho, casi idéntica a la receta que apunta Lydia al dorso de El Cocinero. Entonces se me ocurre lo lógico: el tembleque se elabora con maicena,un producto procesado del maíz. Un poco de investigación me lleva a descubrir que fue registrada en 1854 para su uso culinario pues previo a esta fecha solo se utilizaba para almidonar la ropa. No fue hasta el 1900 que esta harina se comercializó a nivel mundial cuando la patente fue adquirida por la Corn Refining Co.

Y ahora, me excuso; tengo que hacer sofrito, preparación que tiene igualmente, una historia asociada a la modernidad y a la intervención de cierta máquina eléctrica de marca comercial que terminó por convertir la base de nuestra cocina en un caldo insulso y amargo.

Fogón

Desperté a las cuatro de la madrugada con un golpe sinestésico en la cabeza. Era una olla tiznada aun borboteando funche como lava de volcán, desparramando su contenido sobre un mesón de madera recubierto de papel de periódico. Entonces surgieron otras memorias: como el vaho de las plumas humeantes y mojadas de las gallinas recién sacrificadas que inundaba al inicio el atrio que era aquel fogón de abuela, para tenuemente ser sustituido por el sustancioso perfume del caldo saborizado con el culantro que acababa de arrancarle al patio y las cebollas que impregnaron la tarde anterior, mi ruta en la pisicorre de Rio Piedras a Lomas-El Lago. Las pequeñas yemas extraídas con mis propias manos de los cuerpos tibios de las aves, que a veces tuvieron nombres, flotaban sobre el caldo que se servía en tacitas de metal con baño de porcelana y se degustaba mientras continuábamos con las tareas. Todo se impregnaba con un casi imperceptible sudor de tinta del Vocero cada vez que Camelia colocaba sobre la mesa alguna cosa caliente o mojada. Incluso el tembleque, que iba transfigurándose en múltiples texturas según iba cediendo su temperatura, llegado un punto, era una suerte de goma impresa a la inversa con las noticias de ayer. Yo raspaba esas pequeñas porciones y me las llevaba a la boca agradecida de que en el proceso no se habían manchado también con «la sangre que se le podía exprimir» a aquel rotativo, según se quejaba abuela.

.Sin ánimo de alardear de mi vívida memoria gastronómica, debo señalar con cierta decepción y melancolía, lo mucho que se ha romantizado en los últimos años la cocina ancestral. El fogón se ha convertido en un escaparate de ventas de experiencias que, en la mayoría de los casos, no son otra cosa que las de las tardes de domingo en el comedor ya dispuesto y servido de la abuela o la visita navideña a las tías del campo. Pero despertar con esa experiencia de sentidos todos amalgamados en un solo sueño, es otra cosa. Porque en casa de Camelia yo formaba parte de aquel ciclo ininterrumpido de procedimientos y saberes. Lo tengo todo tan vivo que aun puedo recordar la temperatura sutil de las vísceras envueltas en periódico, los pedazos de papel de cartucho calcinados en el cielo de mi boca, elevando el gusto de la arenque ahumada recién sacada de las leñas ardiendo, la costra tostada de tembleque que se quedaba recubriendo el fondo del caldero negro y que Camelia ponía en el suelo junto con unas cuantas cucharas, como quien no quiere la cosa, para que nos pelearemos los primos.

Esa memoria que me hizo saltar de la cama hace apenas unas horas, de pronto se transforma y choca con lo que he ido aprendiendo de otras cocinas a través de años de curiosidad gastronómica. El funche lavoso y burbujeante se desparrama ahora sobre una mesa italiana y luego se bautiza con guisos y carnes variados para que cada quien se sirva su porción. El papel carbonizado de cartucho deja al desnudo, al soplarse un poco, una porción de salmón ahumado, marinado en jengibre y aceite de sésamo, coronado de cebollas y pimientos caramelizados y chamuscados. El tembleque aun tibio se desliza sobre un platillo plano y se arropa con una granita de piña, la que va transfigurándole la textura inicial, mientras se vuelven una simbiosis cremosa con el vago recuerdo de la piña colada. Llevo catorce posibles recetas. Esas, las de hoy. Todas ellas son el resultado de la reinterpretación de alguna memoria de aquel fogón que era la cocina del día a día y de la que yo era tan parte como las piedras sobre las que descansaban los calderos en su alquimia interminable.

Algún día tendré mi propio fogón: un laboratorio en el cual repetir y trasladar esas memorias para fundirlas con otras experiencias y saberes culinarios. No es una metáfora; sueño con eso y con que sea pronto. Y si ahora es a mí a la que le perdonan el exceso de romanticismo gastronómico, debo decir que es casi un asunto de salud; porque ya estoy llegando a la edad en la que es necesario el descanso sin que tanta memoria te interrumpa el sueño.

 

BURéN es un espacio en el que Gretchen López nos deleitará con sus investigaciones y experimentaciones haciendo énfasis en la gastronomía puertorriqueña. López es maestra, y coordinadora en Centro Literario Emilio Díaz Valcárcel. Ha publicado Nueve (microrrelatos), Otsukimi (relatos de ciencia ficción), ha editado los primeros cuentos de Díaz Valcárcel y ha sido finalista del certamen de literatura juvenil  Barco de Vapor de la editorial SM, el más importante del Caribe. Gretchen es una alquimista de la cocina y una investigadora sin descanso. Al combinar ambos sabores, la literatura y la cocina, todo resulta delicioso. ER
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