Crónicas de Ricardo A. Vega

Rainy season

Mejorar en busca de la felicidad es un asunto de tristezas. Queriendo ser bueno le echaba cáscaras de fruta a las cabras, y ahora se la pasan en mi ventana exigiendo más. Mi esposa abandonó la sal, el azúcar, el arroz, la pasta y las frituras en la comida que con tanto amor me prepara. Llevaba años sugiriéndolo. Tomó pasar tres días en el hospital al borde de un derrame. Ahora me veo y me siento bien, libre para pasar mas años de aflicción, buscando el verso culminado. Como si la eternidad pudiese ser capturada a riesgo que deje de serlo y entonces sí que nos fastidiamos, pues quién puede soportar un tiempo largo sin esperanza. Algo así como los insufribles calores que buscan el abanico eléctrico, quemando hidrocarburos que traen más calor. Pues si no fuera por el dolor, me hubiera muerto de hambre sin tener que negociar la esclavitud. Una vez intenté la conciencia y aunque no le dije a nadie, continué practicando el teatro de manera casi espectacular. Sus miradas se esforzaban por comunicar que no sabían, pero fue inútil. Así hallé fuerzas frente un final que tan seguro de sí llamaba desde el fondo del lago. Nadé sin esperarlo hasta la otra orilla, para luego por siempre andar pensando qué pudo haber ocurrido con la energía de tantos amigos que allá abajo vieron raíz. ¿Acaso permanecer no equivale a estar solo? Mayo es como la esquizofrenia que no sabe si llueve o aun es sequía y sin el vaivén del arco solar, juraría que ya había estado aquí antes. Suerte que hace algún tiempo me dio por hacer sillas de varios colores que aunque los fríos han terminado quebrando, aun sostienen un peso cada vez más liviano e indescifrable de sí mismo.

Deslumbrante amarillo

Siempre y cuando mis acciones y sus productos cambien mi pasado, sé que estoy en lo correcto. Así permito que la realidad esencial de lo que hice y lo que fui adquiera su mejor forma. Hay un hermoso pájaro filipino de deslumbrante amarillo y brillante pico anaranjado que he visto solo unas cuatro o cinco veces en los pasados quince años. Pero en la última semana nos ha visitado cada día en el árbol de mangó que ha hecho su favorito. Su cantar es único y así me avisa de su presencia. Voy enseguida corriendo a la ventana apropiada y ajustando mi camera, espero con paciencia poder capturarlo. Pero es elusivo y por más que me escondo, siempre me percibe y huye. Su cantar lo acompaña el de otro centenar de aves comunes que revolotean azoradas toda el area, haciéndome pensar que nuestro exótico visitante, de tamaño considerablemente mayor que los demás, es un cazador de nidos. Tanta belleza, debí sospecharme, estaba hecha para matar, y su rareza, señal de que los humanos hemos devuelto el proceder.

Los niños querían un pajarito y yo rehusaba, sabiendo que sus promesas de cuidarlo se irían por el mismo camino que hicieron las del perro y el gato. Pero una vecina que oyó la historia apareció sin aviso con un periquito en su jaula para los nuestros hijos. La tristeza del encierro junto con su futuro de juramentos rotos pesaron como brea sobre mi alma al verla. Por años y cansados de alimentar y limpiar la pajarera, intenté convencer a mi esposa de dejar la puerta del encierro abierta. Nunca me escuchó. Hasta que luego de mucho tiempo y conversando, llegamos a la posibilidad de que el animalito, acostumbrado a tener su comida, luego de un paseo para estirar las alas regresara a reclamar lo suyo. La idea nos entusiasmó y así se hizo. Por horas observamos el ave que, en nuestro balcón, su lugar de siempre, observaba su salida con sospecha, siguiendo su acostumbrada rutina de enjaulado. Otros menesteres requerían nuestra atención y cuando regresamos a mirar antes de que cayera la noche, nos recibió el espacio vacío y un ser que jamás regresó por su comida.

Es posible que su vida de domesticación le impidiera desarrollar su habilidad de subsistir afuera. Es algo que jamás sabremos. Pero luego de tantas temporadas de angustias al ver unas alas que nunca pudieron ejercer a cabalidad su naturaleza en el encierro, me consolaba pensando que si no sobrevivió, por lo menos conoció, aunque fuera por breve, el sabor de volar libre y sin barreras que lo detuvieran.

 

FEAR AND TREMBLING

Difícil haber nacido a mediados del siglo pasado y no tener sentimientos hacia el Japón. Terminada una guerra que no se vivió, pero que se mantenía fresca en las ideas de los adultos, se nos obliga de niños a tener que enfrentar sus resabios escondidos, sin intención de pasar por subliminales, en sitios tan comunes como los muñequitos de Bugs Bunny. Un odio que se alimentaba en lo ridículo de los personajes nipones que, en cualquier diminuta isla del Pacífico, insistían inútilmente en pintar su bandera en las palmeras.

Fuera de la televisión, aunque aun a través de esta, la desesperación de una industria automovilística que perdía terreno ante los modelos compactos del Japón se permeaba, en la colonia norteamericana que me tocó nacer, como un problema nuestro, mezclado con padres y tíos que, como cualquiera otros de mediana edad en Ohio, preferían su Toyota ante cualquier Chevrolet. Así se desarrolló una especie de emoción donde la admiración por el rápido resurgimiento luego de la destrucción casi total y el odio se alternaban sin mucha explicación, preparando el camino para una vida en donde lo japonés permanecería inevitable, con su dicotomía de calma que insiste en la belleza y su irracionalidad que persiste en la xenofobia de su autoproclamada perfección.

Las vueltas de la vida que me lanzan a una presente residencia en Asía, acentúan aun más el fantasma japonés, en especial cuando mi dedicación a la literatura ha añadido una interminable lista de autores que desde la ahora cercana tierra del sol naciente, han marcado mi estilo hasta el punto de titular mi primer poemario “Zuihitsu” en referencia al género literario que permea mi trabajo. Pero la proximidad de mi hogar en Las Filipinas con el Japón hace que las historias que nutren el trauma perduren verdaderas.

No es poco común que la necesidad fuerce a decenas de miles de mis vecinos del presente a buscar trabajo en las fuertes economías del área, siendo el Japón uno de sus más frecuentes destinos. Las historias son legendarias por su consistencia en lo duro que es para un extranjero encontrar acomodo en una sociedad tan cerrada como la del Japón. Esto de por sí no es sorpresa y resulta cierto para prácticamente todos los países hacia donde los trabajadores filipinos llegan en busca de ingresos. Sin embargo, la crueldad japonesa de los empleadores y supervisores es legendaria y muchos son los que regresan afectados de manera profunda, confundidos por el deslumbramiento de un empuje económico que jamás pensaron le traería tantas pesadillas.

Luego de 15 años viniendo en Las Filipinas y 6 de tener residencia permanente, he logrado conocer un sin número de ancianos que eran niños durante la ocupación del país en la Segunda Guerra Mundial y las narraciones del abuso verbal y físico a que eran sometidos por los soldados japoneses que los obligaban a la obediencia absoluta y a la reverencia, mientras iban a las escuelas que el ejército construyó y que aun hoy, por la calidad de la mano de obra de sus ingenieros persisten y son continuamente usadas como ejemplo a seguir por los albañiles locales. Es aun común hallar grupos haciendo hoyos de gran profundidad en los campos de arroz, siguiendo las “fabulas” pasadas de generación en generación, sobre los grandes tesoros de oro que en su inmensa sabiduría los japonés enterraron por todos el país.

Escribo estas notas luego de una vida de fascinación por lo japonés que, mientras intenta perfeccionar el arte de cultivar bonsáis, se sigue preguntando como son estos capaces de ejercer su impecable búsqueda de la gracia y la magnificencia, junto con la malsana violencia a que fueron aptos en la guerra y aun hoy en día. Es así como me topo con la obra de la escritora belga Amélie Nothomb y su novela corta “Fear and Trembling,” donde en poco mas de 100 páginas que se leen “a la soltá,” por su fluidez narrativa digna de admiracion, es capaz de capturar la experiencia de una casi extranjera —pues nació en Japón a pesar de haber salido de niña— que regresa luego de haber hecho estudios universitarios en japonés, a trabajar en una gigantesca empresa de importación y exportacion. Una mirada íntima de la dinámica corporativa a la que se someten millones de locales y de como ella se enfrenta y maneja en carne propia el funcionamiento opresor y a la vez orgulloso de sí mismo que ofrece el país. Un retrato que con sus raíces milenarias nos muestra una actualidad que aun acarrea con fortaleza el ultra nacionalismo, junto con el desprecio racionalizado hacia lo otro. La interacción de una imposible conversación entre sordos, que no ofrece mucho progreso desde un pasado que se desarrolla fuerte en el presente y que nos deja frente a un problema de carácter internacional que, en su demanda imperante de solucion, parece no ver ninguna en el horizonte. El retrato literario de una nación que en su abrazo del sistema capitalista, ha integrado el orgullo por una identidad llena de abusos humanos impensables para la mente occidental y que en su justificación parece hacer una crítica válida que nos deja en la disyuntiva de lo primitivo que somos todos, cuando de entender al otro se trata. Una novela que lleva a la reflexión sin caer en el cliché de ofrecer soluciones, a pesar de dejar esparcidas algunas pistas por el texto. En fin, una nueva autora en mi repertorio que se ha ganado mi respeto y mi gran deseo por continuar estudiando su obra.

 

El autor es un escritor puertorriqueño que reside en San León, Pagasinan, Filipinas. Estudio en la Margarita Janer en Guaynabo y en la UPR, en medio de luchas estudiantiles, estudio Ciencias Naturales. De ahí a Harvard y a Umass, donde estudió ciencias, matemáticas y educación, respectivamente. Por décadas fue maestro de matemáticas en las escuelas públicas de Boston. Hoy está “criando a mis hijos, amando a mi esposa y leyendo”. Por supuesto, también escribe.

 

 

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