El amor en los tiempos del Alzheimer

 

Especial para En Rojo

Cuando lo vi en la mesa de novedades en la librería pensé que ese no era un libro para mí.  Es que no me llaman la atención los libros sensacionalistas y me imaginé que uno sobre los últimos días de Gabriel García Márquez y de Mercedes Barcha, su esposa, tenía que serlo. Pero el hecho de que el mismo fuera obra de uno de sus hijos (Rodrigo García, Gabo y Mercedes: una despedida, traducción de Marta Mesa, Barcelona, Penguin / Random House Grupo Editorial, 2021) me hizo pensar que quizás así no fuera. Lo cogí y lo hojeé.  Es breve, muy breve, sólo de unas cien páginas de texto, y trae como apéndice un álbum de fotos familiares.  El libro es elegante, de buen papel y amplios márgenes que invitaban a hacer apuntes, a leer con un lápiz en la mano, como me gusta y como casi siempre lo hago.  Descubrí que fue escrito en inglés.  Eso picó mi curiosidad. ¿Un hijo de García Márquez que no escribe en español?  Decidí comprar el libro y lo leí de inmediato y con gran interés, hasta con fruición. No me arrepiento de la compra y menos aún de la lectura porque, además de presentar un cuadro de los últimos días del gran novelista, el libro me hizo pensar y repensar hechos personales, íntimos: los últimos días de mis propios padres.

Pero pongo a un lado lo personal y voy al libro mismo. Como decía, es breve y está escrito desde la perspectiva del hijo, quien apunta en gran parte del texto sus impresiones y sentimientos sobre los últimos días de su padre. Son mucho menos las páginas dedicadas a la madre. Quizás así sea porque el autor sabe que sus lectores están más interesados en el novelista, en el personaje famoso. Por ejemplo, poco se cuenta del funeral de la madre mientras que hay páginas que detallan las ceremonias fúnebres del padre. Quizás sea porque el autor no estuvo tanto tiempo cerca de su madre en esos últimos días y por ello – quizás, insisto – no pudo recrear ese momento tan bien como el final de la vida de su padre. De todas formas sorprende la diferencia entre los dos relatos.

Pero, para mí, la diferencia mayor está en la atención que Rodrigo García le presta a la muerte y el funeral de su padre frente a la que dedica a su enfermedad, a su proceso de deterioro. En esta diferencia, para mí, se centra no una falla del libro sino lo que falta y hubiera querido que el libro me diera. Sólo vemos el proceso de deterioro mental del gran escritor muy esquemáticamente y ese proceso, tan doloroso y tan difícil de presentar, era lo que quería ver.  Pero, recalco, esta no es una falla del autor sino una limitación de quien no estuvo presente día a día mientras tal triste proceso se daba o quien siente tanto dolor ante el proceso que no lo puede narrar.

Como digo, son escasas las descripciones de la decadencia mental de García Márquez; son escasas pero fuertes y contundentes.  Los síntomas de la enfermedad que más se destacan son la pérdida de la memoria y la incapacidad de escribir:

Al final, por primera vez desde su publicación, releyó sus libros y era como si los leyera por primera vez.  “¿De dónde carajo salió todo esto?”, me preguntó en una ocasión.  Seguía leyendo hasta el final, en algún momento reconociéndolos como libros familiares por la cubierta pero con una pobre comprensión de su contenido.  A veces cuando cerraba el libro se sorprendía al encontrar su retrato en la contraportada, de modo que lo volvía a abrir e intentaba volverlo a leer.  (47)

Hay otros pasajes en el libro donde se describe la caída mental de García Márquez, pero este, precisamente este, tratándose del escritor y sus libros, me pareció el más doloroso y significativo.

Como en tantos otros casos de demencia o de Alzheimer, García Márquez tiene una especie de memoria selectiva y, por ello, puede recordar poemas o canciones si se le recitaba un verso o se le cantaba una frase.  Esta dolorosa realidad afecta a toda la familia ya que los roles se invierten o se confunden: “…me siento a la vez su hijo (su hijito) y su padre” (45), apunta certeramente el autor.  Pero por un profundo sentido del pudor y por la conciencia de la creación de su propio texto, Rodrigo García no se regodea en ese dolor que lo podría llevar a pasajes sentimentales y hasta cursi.  Este, por suerte, es un libro escrito a partir del dolor contenido.

No solamente el sentido del decoro, sentido compartido con toda la familia – “…mi madre imparte sus órdenes marciales: ‘¡Aquí nadie llora!’” —, lo lleva a no caer en la trampa de la sensiblería sino que su propio rigor literario le sirve de guía o de barrera para no desembocar en el exhibicionismo.  A todo lo largo del texto el autor medita sobre el texto que está escribiendo.  Esta meditación demuestra que ejerce control no sólo sobre su estilo sino sobre su reacción al dolor que le produce presenciar el decaimiento y la muerte del padre.  La insistencia de la manifestación de su conciencia como escritor es otra forma de impartirle al texto un gran sentido de control, emocional y estético.  Vale la pena indagar un poco más sobre este aspecto del libro.

Ya apuntaba la sorpresa que sentí al saber que el libro fue escrito en inglés.  Rodrigo García está consciente del hecho:

No me di cuenta hasta bien entrado en mis cuarenta que mi decisión de vivir y trabajar en Los Ángeles y en inglés fue una elección deliberada, aunque inconsciente, para hacer mi propio camino lejos de la esfera de influencia del éxito de mi padre. (73)

El libro, que presenta la relación del hijo con su padre, hace claro que en esta decisión no hubo caricaturesco antagonismo sino un sentido de autoprotección.  Para afirmar su personalidad y su propia obra, el hijo se distancia del padre al seleccionar su profesión y el lenguaje que emplea para crear. Se distancia del padre, sí, pero no lo odia, ni lo mata simbólicamente.

El estilo de Rodrigo García le debe mucho a García Márquez: es casi imposible que fuera de otra forma. Hay pasajes que recuerdan la estética del realismo mágico (un pájaro negro que choca contra el cristal de la ventana y muere, como si saliera de una página de Cien años de soledad), otros que muestran el acertado empleo de la intertextualidad a través de referencias a la obra del padre mismo, del uso de una frase innovadora basada en una metáfora sorpresiva, del empleo del sentido del humor aún en presencia de la muerte, o, en general, del elegante manejo del lenguaje.  Habría que leer el original en inglés para sustentar esta aseveración. Pero aún en la traducción podemos ver estos rasgos estilísticos que emparenta al hijo escritor con el padre modelo.

Como apuntaba, para mí el gran vacío en el libro es la ausencia de una más detallada descripción del proceso de decadencia por el que pasó García Márquez.  El hijo habla de demencia y no de Alzheimer.  Pero las líneas entre una y otra enfermedad son muy tenues y a veces es muy difícil demarcarlas con precisión.  ¿Sufrió el gran escritor de un mal o del otro?  Eso lo sabrán los médicos y en el momento no importa.  Lo que aquí importa es la relativa falta de detalles sobre ese proceso mismo.  O quizás sea que la contundente realidad de la muerte es más impactante e importante para el hijo que el proceso de deterioro del padre.

Al padre se le protegió de los otros mientras decaía, pero pasó a pertenecer a todos tras su muerte, “…como si la muerte fuera una propiedad colectiva”.  (57)  En el fondo, el proceso de deterioro es privado y culmina con la muerte, que en este caso se tenía que convertir en un acto público que importa a la colectividad y pertenece a ella.  Aunque Rodrigo García parece establecer que el gran dolor viene con el final del padre – “La muerte no es un suceso al que se pueda uno acostumbrar.” (57) –, creo que el libro prueba de manera indirecta o, mejor, por ausencia que el proceso hacia la muerte es más duro que su conclusión, que la muerte misma. Es más fácil y menos doloroso presentar la muerte que describir el triste proceso que culmina en esta.  Por ello creo que la falta es mía ya que al leer el libro le pedía al autor lo que no quería o no podía dar.

Pero es posible que haya otra solución a este problema;  quizás sea que en todo este duro proceso se esconde una idea optimista y hasta altruista.  El mismo García Márquez nos da la clave para resolver a partir de esa idea este conflicto: “…es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.”

Sea como sea y a pesar de que injustamente le pedía al libro algo que su autor no quería o no podía darme, el mismo tienen el mérito de presentar los últimos días de García Márquez y Mercedes Barcha con honestidad y ternura.  Además, el libro nos hace revivir y repensar el doloroso proceso por el que muchos de nosotros ya también hemos pasado.  Por eso todos los lectores de este libro – a al menos yo – tenemos que estarle agradecido al hijo que medita sobre el final de sus padres.

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