El monstruo que nos recuerda el amor: Pinocchio de Guillermo del Toro

 

Especial para En Rojo

Necesitamos más monstruos, de esos que no se adaptan a un sistema, a moralidad alguna, que siguen sus propios pasos y que son condenados por ser diferentes. Esos son los imprescindibles. Su existencia es una explosión de presencia e identidad. Su felicidad es un canto rebelde, especialmente cuando lucen sus bellos cuerpos gordos; se reconocen con una identidad de género que no cuadra con absolutismos binarios (incluyendo aquellos del lenguaje); y se desnudan de una humildad limitante porque son negros o mujeres u obreros. Los sacrificios de esos monstruos divinos desquebrajan el aparentemente impenetrable status quo de una sociedad paralizada. Entre ellos contamos a la octogenaria cuyo deseo sexual la torna en homicida en X (dir. Ti West, EEUU y Canadá, 2022); la criatura anfibia que baila bajo el agua mientras observa a una bella nadadora en Creature from the Black Lagoon (dir. Jack Arnold, EEUU, 1954); y la criatura sin nombre condenada por su padre desde su nacimiento por ser diferente en Frankenstein (dir. James Whale, EEUU, 1931). Esos son los monstruos que Guillermo del Toro insiste en invitar a la mesa. Nos aterran sus impredecibles arranques, su fuerza sobrehumana y hasta sus intentos de conectar con alguien. Pero a del Toro le urge negociar con ellos para coexistir en una armonía compleja e inclusiva. Tal parece que cuando niño, del Toro propuso un pacto a las sombras bajo su cama y en las esquinas oscuras de su cuarto: “si no me comen, seré su amigo.” Esa amistad sincera y fiel lleva a del Toro a ver el mundo a través de los ojos del monstruo y, de esta manera, devela su propia monstruosidad gloriosa.

En su más reciente película, Pinocchio, producida por Netflix y que ya pueden ver en la plataforma desde el 9 de diciembre, vemos a un monstruo de madera cuya existencia y curiosidad atentan contra los crueles adultos que velan el sistema. El Pinocho de Guillermo del Toro es imperfecto. Lo que lo separa de los demás niños no es tan solo estar hecho de madera. Su cuerpo carece de terminaciones porque Gepetto, actuado con una dulzura trágica por David Bradley, lo construyó borracho mientras lloraba por la muerte de su hijo. Sus extremidades parecen estar a punto de quebrarse y su pecho lleva un agujero que refleja un interior hueco, donde vive el grillo que narra la historia (Ewan McGregor). Sin embargo, Pinocho brilla por su propia belleza única. Este no necesita del mameluco del vestuario infantil del clásico de Walt Disney de 1940 ni de la mediocre adaptación de Robert Zemeckis de este año.

En la película de del Toro, Pinocho vive asediado por los mismos peligros que amenazan al protagonista de las películas de Disney. El carnaval de los niños perdidos en la versión de Disney se transforma en una academia de entrenamiento militar regida por el cruel Podesta (Ron Perlman). Los niños no se transforman en asnos, sino en soldados dispuestos a matar por el Duce. Por otro lado, el Conde Volpe (Christoph Waltz) busca explotar la rareza de la “marioneta viva” en su espectáculo ambulante. Su relación es una referencia directa a la explotación de Gelsomina (Giulietta Masina) en manos del cruel Zampanó (Anthony Quinn) en La strada (dir. Federico Fellini, Italia, 1956). Del Toro localiza la novela original de Carlo Collodi en la Italia de la Segunda Guerra Mundial marcando su película con la pobreza y el sufrimiento que caracterizan el Neorrealismo italiano.

La teatralidad del cine de Guillermo del Toro nunca deja de impresionarme. Sus monstruos tienen un lenguaje corporal muy particular gracias al trabajo de Doug Jones. El mover de las manos del Fauno en El laberinto del fauno (México y España, 2007), el caminar de Abe Sapien en Hellboy (2004) y el nadar del hombre anfibio en The Shape of Water (2017) les dan a sus películas una expresión física que siempre asocio con el teatro. Del Toro nos cuenta la historia de Pinocho con personajes tallados en madera. Sus personajes tienen una humanidad que se revela en pequeños gestos, como cuando Podesta se quita el sombrero para arreglarse el pelo o en cada salto del maldito Spazzatura, un mono que solo Cate Blanchett podía darle voz. Inclusive, revisitaré la película tan solo para observar detenidamente los caóticos movimientos de las extremidades de Pinocho. Estos demuestran el arte tan delicado de la imperfección.

Guillermo del Toro reconstruye sus lugares comunes en Pinocho. En ellas se encuentran la relaciones paterno-filiales que podemos ver en su Cronos (México, 1992), los insectos monstruosos de Mimic (1997) y la amenaza fascista de El laberinto del fauno. Diferente a sus demás historias, Pinocchio mantiene una inocencia y es la manera idónea de introducir a un niño a las bellezas de un monstruo. No puedo concluir esta reseña sin mencionar la tierna voz de Gregory Mann, que le da vida a Pinocho. La voz del joven actor transita entre el gozo de cada descubrimiento y la tristeza de cada decepción. Esta navidad, encuéntrese a sí mismo en el monstruo de madera que solo quería ser amado.

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