Necesitamos un país…  “amigo, date cuenta”  

Especial para En Rojo

La puertorriqueñidad es una identidad
que siempre está en entredicho.

Pedro Reina, historiador.
Cita obtenida de Voz de América

 

Son las siete de la noche en Puerto Rico. Telemundo presenta un programa llamado La Casa de los Famosos 4. El espectáculo comienza con una discusión entre la puertorriqueña Maripily Rivera y un grupo de supuestos “famosos”. Con asombro observo cómo ambas partes se gritan, se ofenden y hablan de una supuesta traición. Entre reclamos, la puertorriqueña asegura contar con un público puertorriqueño afuera y que ese público la salvará.

Al parecer, la boricua no se equivoca. A pesar de los insultos o malas palabras emitidos a lo largo del tiempo que lleva ese programa, me entero de que la empresaria ha regresado a la casa varias veces luego de cada nominación para sacarla. Los habitantes, incrédulos por su regreso, desconocen que hay algo que no tolera el que haya nacido en este archipiélago nuestro, y es sentir que pisotean, en el extranjero, a un puertorriqueño (claro, con algunas excepciones), aunque ese puertorriqueño sea Maripily Rivera. Al menos, eso parecen confirmar los comentarios en las redes sociales.

Si realizamos un breve recorrido por estas páginas de entretenimiento, veremos que están plagadas de cortos de este programa, así como otros tantos videos en que los habitantes se burlan o menosprecian a la puertorriqueña. Junto a estos fragmentos, se encuentran las disertaciones más intensas de identidad y orgullo nacional que ya hubiesen querido leer los políticos más nacionalistas y patriotas de nuestra historia.

Del otro lado, haciendo alusión a este programa, los habitantes y las personas en las redes sociales les llaman a los puertorriqueños “intensos” y “malhablados”. A ninguna de estas personas que comentan en contra nuestra les importa mostrar total desconocimiento histórico, político o geográfico de nuestro país. Creen que estamos ubicados en Centroamérica, tal vez porque nos confunden con Costa Rica. No saben cuál es nuestra capital. Hablan de nuestro “presidente”, sin tener idea de cuál es la situación política nuestra.

En fin, la Casa de los Famosos es, entre otras barbaridades, una representación en miniatura de la sociedad. También es una muestra de lo que vivimos cada puertorriqueño a diario cada vez que intentamos explicar el enredo de nuestro estatus político. Una de las preguntas que más nos formulan es por qué, a pesar de que somos ciudadanos estadounidenses, no tenemos voto presidencial.

Desde 1952 hasta hoy, los puertorriqueños intentamos explicar, sin éxito, cómo llegamos a ser una colonia estadounidense. ¿Por qué no tenemos país, a pesar de sentirnos tan orgullosamente puertorriqueños? ¿Cuándo fue que nacimos teniendo que defender lo que somos o lo que pensamos que somos ante otros? ¿Por qué Latinoamérica nos echa a un lado por asociarnos con los estadounidenses y por qué los estadounidenses nos señalan por ser, para muchos, unos mantenidos?

Con el respeto que merecen los estudiosos del tema, me atrevo a asegurar que esa carencia de ser es lo que nos obliga a tener que reafirmar y defender ante otros cuando se nos pisotea o humilla con la misma pasión que celebramos nuestros logros ante el mundo. Nos pintamos el pelo de rubio para mostrar unidad deportiva. Llegamos a paralizar actividades del día cuando hay peleas de boxeo con puertorriqueños como Tito Trinidad, Miguel Cotto o Amanda Serrano. Comenzamos a ver tenis de campo, lucha olímpica, tenis de mesa y pista y campo, gracias a Mónica Puig, Jaime Espinal, Adriana Díaz y Jasmine Camacho Quinn, respectivamente. Tomamos como propias luchas que no deberían importarnos como las que se suscitan en la casa en cuestión. Aprovecho para aclarar que, al hacer esta comparación, no busco apoyar este programa, pues nunca estaré a favor del contenido morboso, ofensivo, contra minorías de todo tipo y de comentarios a diálogos crueles y enajenantes que este programa promueve. Más bien, mi intención es destacar hasta qué punto es impensable para un puertorriqueño dejar de apoyar a otro que esté siendo humillado por ser cómo es o, simplemente, dejar de sentir orgullo por los triunfos de compatriotas fuera de la Isla.

Me tomo como ejemplo: justamente cuando estaba redactando este artículo, noté que una de las búsquedas que más han hecho de los boricuas en Google es “por qué los puertorriqueños hablan tan mal el español” o “por qué los puertorriqueños no pronuncian la r”. Esas dos generalizaciones y comentarios de burlas constantes entre hermanos latinoamericanos o españoles hacia nuestra isla trazan la raya entre lo que algunos hermanos opinan de nosotros. Por supuesto que hay excepciones y no quiero caer también en el tema de las generalizaciones. Sin embargo, de seguro, como a mí, se les ha preguntado a muchos puertorriqueños: “Ah. ¿Eres de Puelto Lico?”. Ni una sola vez he podido esconder el enojo que esa pregunta burlona me provoca. Sobre esta mofa decía la lingüista cubana Roxana Sobrino, en un reportaje de BBC News, que «El problema es que, al estereotipar, muchos suelen cambian la erre por la ele en lugares donde jamás lo haríamos». Aunque no estamos aquí para hablar de estos asuntos lingüísticos, sí sirve para subrayar cómo se nos señala como diferentes, a pesar de que en todos los países hay una variabilidad de la lengua castellana. A lo que voy es que, desde siempre, el puertorriqueño ha tenido que defender y justificar antes otros las razones por las cuales somos como somos.

Por ejemplo, la primera vez que fui a Europa, en 2004, Puerto Rico celebraba el triunfo del equipo nacional de baloncesto ante el Dream Team de Estados Unidos. Ese día, mientras mi hermano y yo celebrábamos la victoria, un venezolano nos arrinconó: “Pero vengan acá: ¿por qué, si ustedes son ciudadanos estadounidenses, celebran ganarles a los Estados Unidos? Entonces, ¿tienen soberanía deportiva?”. El fenómeno puertorriqueño es difícil de explicar.

Cuando nuestros próceres hablaban de nacionalidad o identidad, aludían a luchas, orgullo, solidaridad y valentía. Estoy segura de que ninguno imaginó hasta qué punto alcanzaríamos ese orgullo, a pesar de las cadenas de cientos de años de opresión. Habría sido inimaginable pensar que la necesidad de coincidir, al menos en el deporte o la cultura, nos llevaría a unirnos en apoyos masivos por los nuestros, a pesar de que a quien defendamos sea a Maripily Rivera. ¿Por qué Puerto Rico tiene que tomar personal lo que suceda con esta puertorriqueña? ¿Por qué tenemos esa necesidad de ponernos en el centro de un juego del que no somos parte?

La respuesta que viene a mi mente es que no importa quién sea ni cómo actúe, hay una necesidad de apoyo nacional. Hay un lazo que nos une como familia hacia aquellos que sienten esta isla como suya. Coincido con tantos expertos en el tema que aseguran que, carecer de un país con verdadera autonomía, nos empuja a defendernos de todos como lo hacemos. No tener derechos totales en tu casa te empuja a reafirmar lo que eres, pero también lo que no eres, pues estás en continua amenaza.

En una columna de Ana Lydia Vega, la escritora comentó que “nacer en un país de estatus resuelto debe ser una grandísima bendición”. Estoy de acuerdo. Me atrevo a asegurar, además, que los puertorriqueños no saben que estos reclamos de identidad son el resultado de una gran necesidad de ser dueños de nuestra tierra. Anhelamos con urgencia tener un país que no tengamos que explicar o justificar, una patria libre de ataduras políticas, un país donde tomemos nuestras propias decisiones. Necesitamos, sin saberlo, un país en el que no haya que explicarle a nadie lo que somos porque ya lo tenemos claro. Tal vez, si al fin lo obtenemos, nuestras luchas serán distintas y podremos extender nuestra hoy celebrada unión puertorriqueña a reclamos más importantes, como alcanzar una mejor educación, disfrutar de una calidad de vida óptima y desarrollar mayores accesos a servicios de salud. Es necesario que Puerto Rico sea ese país, con soberanía plena, no solo deportiva o cultural. Nuestro subconsciente anhela ese país. “Amigo, date cuenta”.

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