Otros Betances: una teoría de la libertad y la revolución

 

 

La concepción de la “libertad” en Ramón E. Betances era inseparable de la idea de la “revolución”. Esa es una de sus peculiaridades más visibles. En ese sentido, convergía más con los separatistas anexionistas que con los liberales reformistas y los autonomistas.   La revolución para la libertad poseía su especificidad. Su formulación había sido resultado de una compleja praxis política realizada entre los años 1856, cuando regresó a Mayagüez y se insertó en la vida pública de la ciudad en medio de la epidemia de lera morbo, y 1875 cuando discutió con Gregorio Luperón y Eugenio María de Hostos en Puerto Plata un proyecto conspirativo para continuar “lo de Lares”, el cual nunca cuajó. He discutido el primer extremo de ese proceso con mucho detalle en un estudio biográfico y microhistórico en torno a Ruiz Belvis durante su estadía como síndico, abogado litigante, juez de paz e inversionista en el campo de la educación en la ciudad de Mayagüez que publiqué en 1994[1].

La revisión cuidadosa de la Insurrección de Lares informa que los mecanismos básicos de su teoría eran la sociedad secreta, el agente revolucionario, el tráfico de armas, la propaganda mediante proclamas y la prensa clandestina, y la guerra como culminación de la acción de aquellos elementos. La vinculación del abajo social, representado por esclavos, jornaleros, jíbaros, arrimados, arrendatarios, sin tierra, entre otros, se presumía forzosa o inevitable. Era, en realidad, un ejercicio discursivo con poca probabilidad de concretarse. La impresión de “optimismo” o de “elitismo iluminista” que a veces muestra su discursividad de 1867 y 1868, respondía a la concepción premoderna de la masa como un agente secundario inerte o subsidiario en el proceso de cambio. La sutil nota voluntarista de aquella concepción era comprensible por el hecho de que el ideólogo consideraba que, a la altura de la década de 1860, las condiciones materiales y espirituales para la revolución estaban dadas. El activismo y las circunstancias debían combinarse para asegurar un levantamiento popular grande o pequeño de carácter insurreccional que, respaldado por una invasión militar mínima, asunto de cual debía encargarse Segundo Ruiz Belvis, facultara la generación espontánea de focos de combate sostenibles que garantizaran la posterior generalización de una guerra contra los españoles y sus aliados criollos.

El otro componente de su teoría era una lectura cuidadosa de la época. Durante la década de 1860 al 1869, se habría de aprovechar un escenario internacional plagado de crisis políticas que debían facilitar la consolidación de pactos con otros poderes extranjeros interesados en minar la presencia española en el Caribe y el Pacífico. La debilidad de España, su desenfreno neoimperialista fracasado en el cono sur, la emergencia de Estados Unidos como un poder respetable antes y después de su guerra civil, el retroceso de las prácticas del Antiguo Régimen a nivel internacional en ciertos escenarios de vanguardia en Europa, convencieron a un intelectual de formación francesa como lo era el caborrojeño de lo apropiado de la ocasión. La crisis del orden azucarero internacional por las inflexiones del mercado desde 1850, le decían que la revolución era factible en aquel preciso momento. El investigador se encuentra ante una conceptualización que debía mucho a las luchas separatistas que se desarrollaron entre 1808 y 1826 en una Hispanoamérica de la cual ciertos sectores de la intelectualidad antillana militante se sentía parte.

Aquella estrategia requería el apoyo de una burguesía criolla, fuese azucarera o cafetalera, para su financiamiento y legitimación social. En el caso de Puerto Rico, la burguesía azucarera estuvo menos dispuesta a colaborar que la cafetalera por el hecho de que la situación de una y otra en el mercado hispano e internacional no era la misma. El contexto en el cual Betances Alacán formuló su teoría, estaba dominado todavía por un esclavismo institucionalmente en crisis y un régimen de trabajo servil, ambos validados por una monarquía absoluta que cada vez significaba menos en la política internacional. Sobre el papel, la década de 1860 al 1869 era ideal para concretar un proyecto revolucionario exitoso. Su “optimismo” estaba bien fundado. El caso de Cuba después del Grito de Yara, el cual condujo a una guerra larga inconclusa, podría ser una prueba al canto de que no se equivocaba. Pero el teórico no estaba en posición de considerar los efectos de azar o los reacomodos imprevisibles de los agentes activos en procesos de ese tipo. Lo que sucedió después de Lares fue otra cosa. Betances Alacán no podía contar con que los liberales reformistas primero (1867), ni los separatistas anexionistas después (1868), fuesen a respaldar el esfuerzo insurreccional que, si bien debía iniciarse en Camuy, terminó por comenzar en Lares y fracasar militarmente en San Sebastián.

Entre 1874 y 1876 las condiciones materiales y espirituales en Puerto Rico cambiaron. El mercado laboral fue reformado desde arriba en 1873 para gloria de España. La promesa de que una reforma (la abolición) produciría el capital necesario para modernizar la industria azucarera (indemnización), canceló cualquier posibilidad que el separatismo independentista hubiese albergado de entrar en un entendido con los sectores liberales reformistas en el futuro. La abolición de la esclavitud y de la libreta de jornaleros, sin que ello implicara la institución del trabajo libre pleno, arrebató dos importantes argumentos que los separatistas independentistas habían esgrimido contra España hasta aquella fecha. El hecho de que Betances Alacán fuese un duro crítico de la abolición de la esclavitud en 1873, asunto que nunca se debate con propiedad ante la munificencia del festejo público abolicionista, es demostrativo de ello[2].

Lo más sorprendente fue que, a pesar del cambio en el escenario social, Betances Alacán insistiera en enfrentar el problema de la revolución en la década de 1890 con los mismos instrumentos ideológicos de la década de 1860. Un elemento que debe tomarse en consideración a la hora de emitir un juicio sobre la referida actitud es que el cambio en el escenario era resultado de condiciones y fuerzas fuera de su control. La Gran Depresión (1876-1896) acabó por alterar las reglas del mercado internacional de un modo dramático. Como se sabe, la respuesta europea a aquella debacle estructural fue la “rapiña africana” de la cual la Conferencia de Berlín en 1885 puede verse como un programa o guía de acción; y el intento de establecer su control sobre el gigantesco mercado chino. La respuesta de Estados Unidos fue la expansión ultramarina hacia el Caribe y el Pacífico desde la década de 1890 bajo el auspicio de un republicanismo renovado que terminó por fundar un nuevo imperialismo. Ese proceder marcó a Puerto Rico hasta el presente. El multiforme imperialismo moderno que dominó el panorama internacional hasta después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), se consolidaba. Las tácticas de la revolución debieron haber sido revisadas a la luz del nuevo diseño social y de mercado local e internacional. Pero el Betances Alacán de 1876 no parece haber hecho los ajustes interpretativos necesarios. Ver a su país desde el exilio, ya sea desde las Antillas o desde Francia, producía un efecto distinto al que podía provocar verlo desde adentro.

Todo sugiere que, bajo aquellas condiciones, algunos sectores del liberalismo reformista y el autonomismo dentro de Puerto Rico revisaron de modo original las tácticas de la resistencia en la búsqueda de la meta de la “libertad” y del “progreso”. Aquella reflexión no alteró la actitud que adoptaron en 1867: insistían en prescindir de la revolución tal y como la habían pensado los separatistas independentistas como Betances Alacán. Es bien probable que algunos de los defensores de aquellas posturas considerasen que la Confederación Antillana, pensada con el propósito de asegurar la independencia ante potencias foráneas agresivas, no fuese una opción viable o posible, tal y como se deriva de las memorias de los hermanos Francisco Mariano y José Marcial Quiñones. Un texto narrativo de Salvador Brau Asencio escrito a principios del siglo 20 y difundido en la Antología puertorriqueña de Rosita Silva publicada en 1928 por la Imprenta Venezuela de San Juan, confirma en parte esta intuición. En aquel poco comentado texto, el autor se burlaba con fina y agresiva ironía de la idea de la confederación antillana, ideal betanciano del siglo 19, que había vuelto a expresarse como una opción deseable en el marco de las protestas contra la Ley Foraker del 1900 y el desarrollo del unionismo desde 1903[3].

Betances Alacán reconoció el giro que estaban tomando las cosas, pero interpretó los avances del reformismo liberal y los autonomistas en 1876 como una “traición” o un repliegue hacia la moderación, tal y como había hecho con los diferendos de 1867. Las pasiones de la militancia se impusieron a la evaluación sosegada de las eventualidades en el pensador de Cabo Rojo. La decisión de los reformistas y los autonomistas atenuó los reclamos políticos ante España en lugar de conducirlos al separatismo independentista revolucionario. A pesar de que unos y otros tomaban en consideración la situación de Cuba y los roces entre España y Estados Unidos en la región, diferían en cuanto a la concepción de la “libertad” posible. Por eso, me parece, el regreso del absolutismo en lugar de propiciar una alianza liberal amplia e inclusiva, segregó a los liberales no revolucionarios de los que afirmaban serlo. A fines de la década de 1880, la incomunicación entre ambos sectores ideológicos era innegable y Betances Alacán no podía más que afirmar: “por el momento no espero nada ni en una ni en otra colonia. Los autonomistas han matado la revolución”[4].

La incomunicación aludida se sostenía sobre el hecho de que los liberales reformistas y los autonomistas hacían una evaluación más sobria de España y mostraban más tolerancia ante sus políticas autoritarias. Su argumento era que una cosa era rechazar la opresión hispana, manifiesta en gobernadores como José Laureano Sanz, Romualdo Palacio o Manuel Ruiz Dana, y otra muy distinta rechazar la hispanidad compartida. Sus protestas no debían ser confundidas con antiespañolismo ni, mucho menos, con un acto de sedición. Aquellos sectores se habían hecho a la idea de que España era una “Madre Patria” y un modelo de civilización, y no una “Madrastra Patria” y un ejemplo de barbarie como en varias ocasiones afirmó Betances Alacán a sus corresponsales o a la prensa francesa. Exteriorizaban además un optimismo político que resultaba incomprensible para los separatistas independentistas y anexionistas por igual. Para los liberales reformistas y los autonomistas un cambio en España, ya fuese hacia una monarquía limitada o hacia la república, significaría beneficios políticos, económicos y culturales para Puerto Rico sin que tuviesen que apartarse de ella o tomarse riesgos mayores como la violencia.

Los beneficios del “progreso” a los que aspiraban se daban en el marco de un pragmatismo que justificaba la tolerancia. Concretamente buscaban asegurarse el derecho a enviar diputados a cortes en proporción a la población, las garantías de participación que sancionaba una Diputación Provincial que fuera escuchada por la Capitanía General, los Ayuntamientos electivos como base del poder en un orden descentralizado y la posibilidad de una reducción de las tasas aduaneras que redundara en beneficio de algún sector de la burguesía criolla colonial. Todo ello se podía conseguir al lado de España. Por lo regular, confiaban en que los espacios de participación dentro de la colonia ofrecían alternativas reales para el cambio y había que aprovecharlos.

Estaban de acuerdo con los separatistas independentistas y anexionistas en que el destino de Puerto Rico estaba atado al de Cuba, provincia de la cual éramos como un apéndice; y reconocían que, si España cambiaba la relación con aquella, se vería en la necesidad de cambiar la relación con nosotros. En esto, me parece se equivocaban. La abolición de la esclavitud se adelantó en Puerto Rico y se retrasó en Cuba en parte por la necesidad de España de asegurarse la fidelidad de los sectores liberales reformistas que habían apoyado la abolición en Puerto Rico y, en parte, para enajenar a los puertorriqueños de la causa separatista. Por eso, en cierto modo, los liberales reformistas y los autonomistas fueron abiertamente antiseparatistas y usaron argumentos similares a los de los conservadores, integristas e incondicionales para enfrentar al adversario común de la hispanidad.

Varios eventos ocurridos a mediados de la década de 1880 habían alentado el optimismo de los liberales reformistas y autonomistas y profundizaron su distanciamiento del separatismo. Los mismos pueden resumirse en tres acontecimientos claves. La primera, 1884, cuando se legalizó la discusión pública del autonomismo por medio de una decisión del Tribunal Supremo del Reino. La segunda, 1886, cuando se celebró la Junta o Asamblea de Aibonito de 1886 en la cual se debatieron los efectos de la Gran Depresión (1873-1896) en la colonia. Y la tercera, 1887, cuando se llevó a cabo la Asamblea de Ponce que concluyó con la fundación del Partido Autonomista Puertorriqueño sobre la base de un programa moderado que rescataba la asimilación como prerrequisito de una autonomía administrativa poco exigente.

Sólo avanzada la década de 1880, las tácticas agresivas del boicot, el ostracismo y la exclusión alrededor de la sociedad secreta “La Torre del Viejo”, comenzaron a imponerse en un segmento más riguroso de aquel grupo ideológico. Debo aclarar que el hecho de que el boicot desembocara en la violencia no los hacía “revolucionarios” en el sentido en que Betances Alacán definía ese concepto. Si hago una lectura de la experiencia de 1887 desde al autonomismo, la creación de la “Sociedad del Boicot” sugería que la idea de la “revolución” tal y como la había pensado Betances Alacán entre 1856 y1875 había sido, en efecto, dejada atrás. El boicot, ostracismo o exclusión que se impuso como táctica, apelaba a la tradición irlandesa de Charles Cunningham Boycott (1880) en su lucha contra el dominio de los ingleses. A pesar de que ése era el referente inmediato de la práctica, también poseía antecedentes estadounidenses, manifiestos en el boicot a la Ley del Sello (1765) o al te chino (1773) en el contexto de la separación de l as 13 colonias.

El Epistolario histórico (1999) de Félix Tió Malaret (1855-1932), editado por René Jiménez Malaret, y algunos testimonios de Román Baldorioty de Castro, han confirmado la voluntad no-violenta y el carácter de resistencia pasiva que los autonomistas radicales comprometidos imprimieron a aquel activismo innovador. La única vinculación de aquel proyecto con el separatismo independentista y con Betances Alacán proviene de unos apuntes casuales del autor. Éste sugería, tras reconocer que el autonomismo estaba siendo “promovido” por el mismo gobierno español para frenar el separatismo en Cuba[5], que en Puerto Rico el movimiento estaba siendo penetrado subrepticiamente por elementos separatistas. El boicot, activismo que autorizó la razia de los compontes, fue promovido en Ponce por “elementos separatistas que se aprovecharon de esa asamblea de puertorriqueños amantes de la libertad de su nativa tierra (la Asamblea de Ponce) para hacer propaganda a favor de una sociedad secreta que venía funcionando desde hacía ya algunos meses, ideada, según se dijo, (énfasis mío) por el nunca bien llorado patriota Don Ramón Emeterio Betances, residente, para entonces, en Santo Domingo”[6].

La afirmación se apoyaba en un rumor y estaba llena de imprecisiones. El médico vivía en París por esa fecha y nada sugiere que tuviese conocimiento del boicot hasta el momento en que se internacionalizó la noticia sobre los compontes. El tono del texto de Tió y Malaret demuestra cuán alejados estaban los autonomistas de Ponce del separatismo independentista y, a la vez, corroboraba la intención oculta de responsabilizar por las consecuencias inesperadas del boicot, los compontes, a la “gente de Betances”. Las aclaraciones del autor en el sentido de que “odiábamos a la España colonial, pero queríamos a la España peninsular” o “trabajábamos secretamente por la redención de nuestro país, pero queríamos a España”[7], son importantes para calibrar las posturas políticas del movimiento al cual representaba y las pocas posibilidades de una alianza con el separatismo a la altura de 1887.

La apelación al recurso del boicot confirmaba el reconocimiento, de acuerdo con Tió Malaret, de que “no podíamos hacerlo (vencer a los españoles) por medio de la fuerza, por medio de una revolución armada” como aspiraba Betances Alacán[8]. En ese sentido, el boicot significaba el reconocimiento de la debilidad de la resistencia antiespañola en Puerto Rico y el rechazo a la “revolución”. Los métodos de “resistencia pasiva”, “legítima defensa”, la “solidaridad” y “fraternidad” nacional y social o de clase, al lado del reconocimiento de la inutilidad de la “revolución” en el sentido que el separatismo independentista la definía, eran la innovación táctica más visible. En general, el boicot parecía más afín a las luchas económicas propias del anarquismo individualista o pacifista que al separatismo independentista o anexionista decimonónico en general. La resistencia pasiva, como se sabe, tuvo sus teóricos más significados en figuras como el estadounidense William Harvey y el intelectual ruso Lev Tolstoi durante uno de los peores momentos de la Gran Depresión (1873-1896) del capitalismo internacional. En general, la discursividad del boicot patrocinado por los autonomistas tenía un fuerte contenido social y práctico. Ello ensanchaba su distancia del separatismo y ponía en entredicho su retórica, propensa al tono mesiánico sacrificial y a la concepción de la libertad como un telos, promesa o destino de la historia. Para un separatista la guerra era, a fin de cuentas, un escenario idóneo para la formación de hombres dignos.

No se puede pasar por alto que, al igual que el separatismo independentista y confederacionista y, luego, el nacionalismo, el boicot aplanaba los intereses económicos de los colonos identificándolos con los de la burguesía criolla, el capital agrario y comercial puertorriqueño. El lenguaje del boicot adelantaba actitudes populistas capaces de vincular a los productores directos con el capital sobre la base de una cultura común, pero no resolvía su situación de explotación o sumisión al capital fuese este nacional o foráneo. Un problema historiográfico irresuelto es que el memorialista citado, Tió Malaret, y su más meticuloso intérprete, Germán Delgado Pasapera[9], insistieron en que la finalidad última del boicot era la independencia. Pero el argumento no se sostiene, sino sobre la base de la impresión o intuición de uno y otro. La propuesta les sirve a ambos para explicar que, por causa de ese fin estratégico y por el uso esporádico de la fuerza a que indujo el mismo, se pudo justificar el ciclo represivo de los compontes.

El burgués revolucionario tuvo en aquel momento un signo interesante en la figura de José Tomás Silva, empresario y dueño de la “Casa Silva” ubicada en Aguadilla muy cercano, por cierto, a las organizaciones separatistas independentistas y anexionistas en el exilio, en particular a Betances Alacán, y a los autonomistas. Silva, quien vivió en París durante muchos años, era un comerciante, banquero y economista de profesión, con quien Betances Alacán se asoció en 1890 con el fin de fundar una empresa centrada en la producción de aguas nitrogenadas sobre la base propagandística de sus propiedades salutíferas. Silva figuró en el testamento de Betances como destinatario de sus manuscritos, detalle que corrobora la confianza que el médico le tenía. Al parecer Betances contaba con el apoyo de figuras como Brau Asencio y Manuel Elzaburu Vizcarrondo para la empresa pero la colaboración no se concretó. Cuánto influyeron las diferencias políticas en la actitud de aquellos es un asunto que debería estudiarse con más profundidad. El Betances Alacán empresario también es un tema que espera y merece ser discutido con propiedad.[10]

Nota: El artículo es un fragmento del libro Mario R. Cancel (2021) El laberinto de los indóciles. Cabo Rojo: Editora Educación Emergente: 170-182

[1] Mario R. Cancel Sepúlveda (1994) Segundo Ruiz Belvis: el prócer y el ser humano (Bayamón: Editorial Universidad de América/ Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y El Caribe/ Municipio de Hormigueros): 21 ss.
[2] Haroldo Dilla y Emilio Godínez Sosa (1983) Ramón Emeterio Betances (La Habana: Casa de las Américas): 190-193.
[3] Mario R. Cancel Sepúlveda, notas (25 de noviembre de 2012) “El cuento de Juan Petaca” en Lugares imaginarios URL: https://lugaresimaginarios.wordpress.com/2012/11/25/el-cuento-de-juan-petaca/
[4] Haroldo Dilla y Emilio Godínez Sosa (1983), Op. Cit.: 288.
[5] Félix Tió Malaret (1939), Epistolario histórico. René Jiménez Malaret, ed. (La Habana: Editorial letras Cubanas) 30.
[6] Ibid.: 31.
[7] Ibid.
[8] Ibid. 32.
[9] Germán Delgado Pasapera (1984) Puerto Rico sus luchas emancipadoras (Río Piedras: Cultural): 385 y 387.
[10] Véase las cartas a José Tomás Silva en Félix Ojeda Reyes y Paul Estrade, eds. (2013) Ramón Emeterio Betances. Obras Completas. Vol. V. Escritos políticos. Correspondencia relativa a Puerto Rico. Op. Cit.: 229-238; y Amado Martínez Lebrón (5 de junio de 2015) “Betances, un empresario sin dios” en 80 Grados– Columnas URL https://www.80grados.net/betances-un-empresario-sin-dios/.

 

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