Segunda carta al Dr. Alonso

 

Especial para En Rojo

Dr. Alonso
Psiquiatra.

Saludos.

Animada por la carta que le escribiera “Yo, la más pequeña” y que vi publicada en el número reciente de Claridad, decidí escribirle para contarle también mi obsesión. Es evidente que fue usted quien publicó la carta de “la pequeña”; no determinar quién hizo pública la misiva presentaría un gran problema de verosimilitud. Reconozco que definitivamente es usted un “cerdo capitalista”, tal y como lo acusa la susodicha remitente, no sólo por el elevado precio de sus honorarios, sino porque además se enriquece de los sufrimientos de una paciente tan diminuta. A pesar de que no he leído aún su respuesta, supongo que, en vista de lo comprometido que ud. está con la explotación de los sufrientes, bien podría sugerirme alguna solución o interpretación a mi situación.

Le escribo cibernéticamente porque es la forma más expedita en este mundo de pixeles. Ya quisiera tener las habilidades manuales de mi inspiradora -¡uf, y que poder hacer un sobre!- así como ostentar una letra cursiva legible, elementos fundamentales para la materialidad de una carta a la antigua usanza. Y aun cuando no peco de paranoia, sé bien que en algún archivo del planeta estará conservada toda mi información y acciones, por más nimias que estas sean. Digo, no es que sea un sujeto importante, igual que la chiquita, soy una mujer común, pero sabemos de los archivos cibernéticos y sus usos.  Así que me he dicho: -¡pa encima, Lola, a la tarea dale pecho! Total, qué me importa que se lea esta petición de consejo, si el tiempo, que lo borra todo, cada vez es más veloz, y los lectores olvidan al segundo lo que han leído, sin importar el esfuerzo y el empeño que invirtió la escritora.

Mi obsesión es algo abstracta, como la de “la pequeña”, pero no he tenido la fortuna de leer tanta filosofía como para saber si fue Epicuro, Platón o Aristóteles quien habló de la sombra.  Lo cierto es que mi manía, como algunos llaman a mi nuevo interés, tuvo origen en un momento preciso: un día de playa. Ya dije que era una ciudadana corriente que disfruta de los bienes de la naturaleza. En un archipiélago tan hermoso como el que habito, sería una tontería no gozar de los beneficios de un baño de mar.  Pero ese día transformó para mí la realidad de lo concreto, y, desde entonces, mis familiares y amigas se preocupan por mí de una manera lastimosa: me llaman más de lo acostumbrado, me regalan remedios para los nervios, me han pedido que haga terapia psicológica. Incluso, una viejísima amiga me regaló un libro de autoayuda con la siguiente dedicatoria: “A mi amiga del alma de cuya cordura vivo espantada”. No hay que ser encumbrada para entender la sutileza. En fin, que me tildan de “nerviosita”, cuando en realidad me gritarían DEMENTE, TRASTORNADA, LOCA.

Pero vuelvo al suceso que ha despertado mi nuevo deseo, así usted tendrá el cuadro completo. Le cuento. Si ha tenido la fortuna de visitar el litoral norte de Puerto Rico, debe saber que las playas del Atlántico son de una belleza inigualable. Allí, en la costa de Isabela me encontraba con mi familia y unos amigos un domingo de marzo. El día estaba precioso. Una postalita: el sol brillante, el cielo azul celeste, la brisa generosa, el agua fresca y hasta la arena se tornaba de un color de ensueño. La playa estaba llena de bañistas; no sólo con boricuas -según nos llamamos los nativos del país-, había venezolanos, alemanes, algún francés y muchos, muchísimos norteamericanos. No sé cuál es su nacionalidad, Dr. Alonso, he querido pensar que, por su apellido, es usted madrileño. No piense, por favor, que sufro de xenofobia. No me juzgue a la ligera. Muy bien sé que las playas son un bien público y, como tal, son de todos, de cualquiera dispuesto a disfrutar y dejar disfrutar a los otros. Pero hay veces que los extranjeros asumen aires imperiales; déjeme explicarle, le suplico. Así las cosas, dio la 1:00 de la tarde en ese paraíso tropical que es la playa de Jobos. El sol, ya una fiera de fuego, picaba. No había sombrero, gafas, ni protector solar que amainara la intensidad de esa llama. Así que convenimos refugiarnos en la sombra que proyectaba una carpa donde unos jóvenes norteamericanos-no podrían tener veinticuatro años-, alquilaban tablas de surfear. Con cuidado, colocamos las sillas para aprovecharnos del sol eclipsado. De pronto, sentimos el golpe del carrito que transportaba las tablas. La primera vez lo tomamos como un accidente, un tropezón involuntario de uno de los chamacos. Pero la paciencia no es eterna, y a la tercera vez, comenzó el altercado. Le reclamamos su falta de cuidado, él nos echó en cara que traía dinero al país. Nosotros acudimos a la dignidad patriótica y le gritamos, “esta playa no es tuya, es de todos los puertorriqueños”. El chamaco se detuvo, orondo, y frente a la carpa, gritó: “And this is myyyy SHADE”. No le cuento el sentimiento de indignidad que sufrieron mis amigos y familia. Ellos que le escriban su propia carta.

En mí las palabras del joven norteamericano trastocaron algo; digamos que mis nociones físicas explotaron en cantos. Hasta entonces pensaba, junto a Góngora, que la sombra era casi la nada. Ahora, segurísima de la rentabilidad de la sombra, dedico mis días a hacer proyecciones, calcular ganancias, solicitar préstamos, prometer comisiones, buscar socios. En las fincas del interior del país sería un negocio redondo, ¿sabe la cantidad de bosques que aún queda? Dicen que deliro, doctor, pero no todos tienen un corazón de entrepreneur. No tengo ni un pelo de loca: la venta de sombra es un gran negocio, sólo hay que invertir, ¿no lo piensa así usted, “cerdito capitalista”?

Espero su respuesta, ¿en Claridad?

La a-sombrada.

 

 

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