Será Otra Cosa: La lección del piano

Jean Collins 1922-2022 Foto suministrada por la autora

 Especial para En Rojo

Cargamento especial

El piano nos llegó a la casa, casi por accidente.  Jean Collins, la maestra de piano retirada, con la lucidez que la caracterizó hasta el final, comenzó bastante temprano a deshacerse de su cargamento.  “Why do you white people have so much cargo?”  le preguntó un aborigen de Nueva Guinea a Jared Diamond, viendo la cantidad de posesiones materiales que se había traído a ese viaje.  Para Jean era la segunda vez; la primera vez fue cuando vendió la casa de Pine Crescent para mudarse al apartamento de Queen Street.  Esta segunda vez, lo hizo lenta pero intencionalmente, a lo largo de toda una década.  Me preguntó un día quietamente  «¿Quieres que te regale mi piano?»  Lo primero que pensé fue que ninguno de nosotros tocaba piano y no necesitábamos más trastos en la casa. «Desde que me fracturé la muñeca a los setenta y nueve me resulta difícil tocar.» Su mirada atenta me dio pausa, y en vez de decir que no, le dije que lo consultaría con Bill. “Sí, sí, sí, dile que sí”, exclamó mi marido con alegre sorpresa. Había disfrutado sus clases de piano de chico, y lamentaba no haberlas retomado después del terrible accidente de esquí que le interrumpió un año escolar completo. Fue después que descubrimos el valor monetario del regalo. El ruso que vino a afinarlo trató de comprárnoslo. “Es un excelente instrumento”, me explicó Martin Aucoin, otro viejo amigo de los Collins, y músico profesional.  A los varios meses, nos cansamos de darles a las teclitas al azar, twinkle, twinkle, jingle bells, y contratamos a una maestra particular.

El tiempo entre costuras

La novela estuvo buena; el título, fantástico.  Pero no entendí bien la relación entre ambos. Para mí el tiempo entre costuras son los pequeños silencios entre eventos repetidos.  Si no les prestas atención, no existen.  Pero están ahí.  Esa fue la primera lección del piano. Uno-dos, uno-dos.  Al día siguiente, al caminar, me di cuenta de que andar con ánimo es eso: uno-dos, uno-dos, uno-dos.  Descubrí que otras cosas también tienen su ritmo, como el saludar, o el barrer, que son uno-dos-tres. Escribir es definitivamente cuatro de cuatro, ritmo que también acomoda la mayoría de las canciones que me gustan de los Beatles.  Cuando practicas algo, los pequeños detalles se van haciendo visibles.  El contar el ritmo del piano te enseña a escuchar los silencios entre las notas; y de ahí, aprendes a apreciar mejor los otros silencios: en las conversaciones, en la cocina, en los trenes y los carros.

Jean contaba de su perra favorita, de buen temperamento y buen comportamiento.  Solo tenía un mal hábito, el de subirse a la mecedora cuando los dueños no estaban.  Jean nunca la pescó con las manos en la masa. A veces, llegaba a la casa, y al cerrar la puerta, se escuchaba el rua-rua, rua-rua de la mecedora, meciéndose sola. Como si algún perro hubiera saltado al sentir la llave en la cerradura.

Rápido, como si te persiguieran

Caroline, nuestra maestra, en apariencia superficial, es una linda joven china, de pelo largo, con una sonrisa que le da apariencia de niña.  En realidad, es implacable, temible, y no da cuartel.  Tan pronto manejo torpemente una canción, me encarga una aún más difícil. Me corrige los gestos, me enseña a escuchar el ritmo. TA-ta-ta no es lo mismo que ta-TA -ta.  Siento que empeoro con la práctica, pero no es cierto, me asegura. Parece que el oído aprende mas rápido que la mano, y mientras más practico, mejor percibo mis errores.  Sin compasión, tan pronto aprendo una secuencia, Caroline exige que la acelere: sube la escala rápido, como si te persiguieran.  En esos momentos, se a ciencia cierta que Caroline desciende de la viuda Ching, emperatriz de los piratas del mar de la China.

Con los años, la vida aumenta de velocidad. Los cumpleaños, las navidades, los fines del semestre se acercan más rápido los unos a los otros. Hay quienes especulan que percibimos el tiempo como una proporción de nuestros años de vida.  A los diez años, un año entero es diez porciento de tu existencia, y recuerdas casi cada detalle.  A los cincuenta, un año es dos porciento; se pasan y casi ni los ves.  Mi amistad con Jean ocupó casi veinte años. Esos son veinte porciento de los cien que hubiera cumplido el mes que viene.  Para mí, por un tercio de todo, fue atenta testigo de mis ires y venires, y férreo modelo de ecuanimidad frente a las perdidas y las alegrías. Me precio de algo haber aprendido de su mirada de ave de cetrería, y de su afecto.

Sólo en una ocasión la oí lamentarse de su edad.  Había cumplido los noventa y dos, y su marcapasos ya no funcionaba como debía. Dijo suspirando, con nostalgia: “ah, si tuviera la energía que tenía a los setenta y cinco…”

Fuerte y blando

La lección de hoy es simple, pero difícil.  A veces tienes que darles fuerte a las teclas con una mano, y blando con la otra.

Jean hablaba a veces de sus antiguos estudiantes; enseñó hasta los ochenta y pico. No tenía mucho respeto para los que no se hacían la disciplina de contar el ritmo, cosa que le parecía fundamental. Contaba de una estudiante que cometió un error en un recital, y aún así recibió el premio de ese concurso.  Cuando le preguntaron al juez, dijo que las otras estudiantes habían tocado con buena técnica, pero esta, en particular, había tocado música.

La primera vez que vi a Jean fue en una fiesta del grupo de aikido. Yo había comenzado a asistir a la clase avanzada de los domingos, la que enseñaba su esposo. Bill Collins, séptimo dan, había sido de los fundadores del aikido en Canadá. Con otros maestros estudié técnicas, katas, y cómo caer en el piso. Bill no enseñaba la técnica sino cómo escucharles la música a dos cuerpos que entran en conflicto: perfeccionar el arte para Bill era aprender a moverse mas allá del conflicto.  Me senté en un banco al lado de ella y me preguntó: “Are you the girl that is going to Sunday class?”  Ese año había cumplido yo cuarenta, así que lancé una carcajada cuando escuché lo de  “niña”.  Iniciamos una animada conversación, la primera de muchas.  Fue amor a primera vista.  Muchos años mas tarde, un día me llamaría “hija”.

La escala es un triángulo

A veces Jean me invitaba a la ópera, y yo reciprocaba invitándolos a cenar. Una invitación a cenar dio lugar a otra y los intervalos se fueron estrechando hasta que venían a cenar dos o tres veces al mes. A veces los dos solos, a veces con otros amigos. Las cenas en casa eran cálidas y alegres y la conversación le daba la vuelta al mundo en ochenta minutos.  Algunos temas eran obligatorios: las artes marciales (tema favorito de mi Bill y su Bill); la comida y sus orígenes; y los viajes.  Intercambiábamos anécdotas ligeras y graciosas, a veces agudas como punzón.  Como la de la persona que hablaba hasta que encontraba algo que decir.  O la de las reuniones entre maestros de música retirados, que cuando empezaban a hablar de sus achaques, eran interrumpidos por un colega que anunciaba en voz alta: “Damas y caballeros, ahora comienza el concierto de órganos”.  El regalo del piano trajo alegría a la casa. Antes del piano, nadie se sentaba nunca en la sala.  El piano parecía completar el espacio, haciendo de la sala en centro de las reuniones. Uno por uno, los invitados se acercaban y tocaban algo. La niña de mis amigos, la vecina de al lado, el profesor recién llegado al programa de ciencias cognitivas.  Algunos no habían tocado piano desde niños, pero algo recordaban.  A Jean solo la oí tocar una vez.  Uno de los muchachos, Tuán, muy talentoso, había evitado las gangas de su barrio estudiando música y teatro. Tocó una pieza de Satie a petición nuestra.  Jean se acercó a escucharlo y cuando acabó, le dijo en voz baja: “I would have been proud to have been your teacher”.  Se miró las ancianas manos, contemplando con atención la muñeca derecha maltrecha y los dedos achatados por la artritis. Frunció ligeramente el ceño y le dio tres pasadas al teclado con toques leves de alas de mariposa. Las notas se esparcieron, diamantinas, perfectas, en medio del bullicio de la reunión. A Tuán, que escuchaba atento, se le dilataron las pupilas.

“La escala es un triángulo”, me explica Caroline. “Vuelves al punto donde comienzas”.  Jean tuvo una niñez tranquila en un campo de Ontario. Su familia era musical, y allí aprendió lo básico. El año antes de la pandemia, por suerte, el hijo se los llevó a vivir cerca de él, a Kelowna, un hermoso valle agrícola en el centro de la Columbia Británica. El jueves pasado vi su número en una llamada celular. Estábamos en medio de una entrevista en zoom y normalmente hubiera apagado el teléfono. Pero vi ese número y supe de que se trataba y me excusé. Su nuera me contó que había estado lúcida hasta el día anterior. “El cuerpo se le había cansado.”  Lo sabíamos. Jean nos había dicho en la visita del verano pasado que no tenía intención de celebrar los cien años.

En los conciertos de música clásica, no se aplaude de inmediato, sino que se le ofrece un momento de silencio a los músicos. Esta pausa sirve de contraste, y permite que se asiente la vibración de los instrumentos en el espacio de la sala. A mas sublime ejecución, mas solemne la pausa.

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