Será Otra Cosa-Reglas y herejías 

 

 

Especial para En Rojo

Llegué a mi nueva escuela como llegué a todas las demás: de paracaídas, a mitad de año, semestre o semana, con el incómodo hormigueo de la mirada ajena recorriéndome el cuello, la espalda, los tobillos, deteniéndose en el ruedo de la falda o la altura de las medias, ambas prendas siempre demasiado algo o insuficientemente otra cosa, muy altas o bajas o cortas o largas o blancas o desafiantes o parejas o disparejas, porque las reglas que definían sus dimensiones y carácter cambiaban según los tiempos, según la escuela, y según las gracias y desgracias dentro del grupo de nenas con mayor influencia en mi nuevo universo social.

El universo en cuestión era, para mi pequeño, perplejo e itinerante ser, otro planeta:la escuela era privada pero no de lujo; había monjas (¡monjas!) en salones y oficinas; tenía dos capillas, una gigante para celebrar misas y graduaciones y otra diminuta para hablar con dios en privado; y, claro, había reglas en todas partes y de todo tipo, más densas y abundantes que las de mis cuatro escuelas públicas anteriores. Había reglas formales que salían con frecuencia por las bocas adultas y las bocinas del intercom; reglas informales que las estudiantes compartían u ocultaban, dependiendo de la situación y la intención; reglas que sólo podían comunicarse en susurros; reglas que se aprendían con el cuerpo y la intuición porque se resistían a la claridad de la palabra; reglas gruesas como un manual o compactas como un aforismo.

Acostumbrada a no pasar más de un año en la misma escuela, al principio no me esforcé demasiado en entender las prácticas y valores de esa nueva y exótica cultura, pero en un desvío inesperado, la misma vida que me llevó a esa escuela me dejó allí por (casi) cinco grados seguidos, así que tuve que enculturarme como mejor pude. En las clases me iba bien, pero a las reglas de todo tipo llegaba siempre (si llegaba) insegura, inquieta y con retraso. Las reglas podían ser bobas pero complejas, severas pero flexibles. Por ejemplo: Para las niñas que llevaban allí muchos años, las categorías y camarillas eran bastante estáticas, como “las nerds”, las lindas, las atletas, las “raras”, las mojigatas, el ocasional grupo situacional, y las congregaciones fluidas en los márgenes. Había superposiciones, claro, especialmente entre atletas y lindas, dependiendo de cosas como deporte, clase social o color de ojos, o entre raras y nerds, pero con todo y sus bordes porosos, un etnógrafo cualquiera visitando el patio después del almuerzo hubiera podido definir con bastante acierto nuestras afiliaciones y sus implicaciones. En contraste, las “nuevas” teníamos acceso a un periodo liminal durante el cual podíamos tener alguna influencia sobre nuestra identidad y nicho final, dependiendo de nuestra apariencia, personalidad, o alguno de esos eventos banales que marcan estudiantes por muchos años, como ganar un trofeo importante, hacerse pipí encima, o levantar la mano en clase, usar correctamente la palabra “Manganeso” y quedarse con “Menso” de apodo por un día o para siempre.

Quizás esto es una cosa de los ochenta, pero les aseguro que navegar cultura y reglas sin lastimarme o lastimar me tomaba más tiempo y esfuerzo que estudiar.  Había reglas hasta para la regla, es decir, la menstruación: no llamarla por su nombre jamás (“tengo visita”, “ya soy señorita”), acompañar a la compañera afectada al baño, amarrarle un suéter a la cintura, guardarle el secreto excepto en casos de emergencia (“tiene dolor de cabeza”, “le cayó mal la comida”). ¿La regla más importante de la regla? No usar tampones nunca jamás, para no romper la membrana sagrada y ganarnos el rechazo del futuro marido. En serio.

Algunas de las reglas más complicadas eran simultáneamente borrosas e implacables. Les cuento del caso que en gran medida terminó por definirme a mí en ese universo: El tema del “criterio propio”. Allí aprendí que lejos de ser una cualidad absoluta, eso de “criterio propio” –que era un tema que me interesaba y que las monjas usaban con connotaciones positivas y sinónimo de “carácter”– tenía gradaciones y sombras, compartimientos, matices, dobleces y volumen. Me explico con un ejemplo que parece tonto pero era importante: No recuerdo cuándo cambió la moda y subió la altura y grosor óptimo de los calcetines hasta casi alcanzar la categoría de “leg warmer”, pero mi “criterio propio” no dijo ni jí cuando decidí seguir la moda. Formar una opinión sobre un asunto tan culturalmente complicado y con implicaciones serias (no bromeo, usar “la ropa que no es” te garantizaba, como mínimo, un mal día, y eso hacía que mis “casual days” fuesen odiosos) hubiera sido inútil. Por más caprichosas que fueran las reglas de la moda, en esta ocasión me resultaba más fácil seguirlas, como una veleta.  Y veleta fui, sin prurito alguno, al punto de comprarme las dichosas medias yo misma, porque mi abuela no entendía y amenazaba con ir a la escuela a preguntar si había un cambio de uniforme. Imaginen nada más el ostracismo, gente:¿llegar a la escuela con medias cortas y encima, de la mano de una abuela en lugar de una madre, y para colmo en el desagradable rol de chota y con una incipiente reputación de “rara” por usar palabras como “veleta” o “calcetines” en sexto grado? Me escapé a Woolworths sin permiso (y sin “criterio propio”) dejándole a mi pobre abuela sólo confusión y el recuerdo del día de “la rebelión de las medias”.

Pero en otros asuntos, ser veleta no me era opción. La escuela, como anoté al principio, era *muy* católica. Yo era *muy* agnóstica. Agnóstica no en el sentido de pensar que el dios de los cristianos o cualquier otro “quizás” existía, sino en el de pensar que las religiones eran puro cuento, que no podía ni quería afirmar nada sobre la existencia de cualquier cosa que no fuera parte del mundo material, que igual podría haber alguna cosa “espiritual” por ahí, en algún rincón del ancho mundo que no conocemos, pero que, al menos de momento, esa cosa no caía en el ámbito de los saberes sino en el de la fantasía. Que la “Virgen” de mi escuela era tan real como los elfos o las hadas.

La religión que me empaquetaba se caracterizaba por sus muchas certezas, y a mí tanta certeza me daba piquiña. Con la duda, para bien o para mal, siempre me llevé mucho mejor.

De mi turismo por el catolicismo recuerdo con cierto placer estético la arquitectura de una iglesia por aquí, un cántico por acá, algunas intrigas bíblicas por allá, el respeto por el intelecto de algún jesuita o el valor de alguna dominica, cosas así. Pero la imposición implícita y constante de la fe me resultaba cada día más pesada. No recuerdo que nadie me enseñara a ser agnóstica, o atea, o lo que sea que yo fuera a esa edad, pero sé que el resultado de mis debates filosóficos infantiles estaba claro: El catolicismo era, en el mejor de los casos, entretenido, y en el peor, mortal.

Romper esa regla, la de “creer”, era mucho más peligroso que romper la de las medias, pero en ese tema, de veleta yo no tenía nada. Sí tuve que aprender que a veces el criterio propio es tan, pero que tan propio, que es mejor dejarlo adentro sin hacer ruido a no ser que sea absolutamente necesario. Curiosamente, no se me hizo difícil guardar el secreto, porque (¡milagro!) la idea de que alguien NO creyera en el dios particular de los cristianos y su enrevesada mitología era tan inconcebible que nadie te preguntaba directamente. Ayudaba mucho el hecho de que la biblia tenía cuentos la mar de interesantes, así que leerla no le causaba a mi criterio mayor problema, todo lo contrario, y asumí la clase de religión y sus contenidos como quien asume la clase de literatura fantástica de un autor antipático.

Pero pasa que de alguna manera, en una suerte de absurda negociación con el universo y tal vez para balancear mi rebeldía con otra cosa, al momento de abrazar el ateísmo yo había abrazado también una adherencia bastante rígida a la meta de ser una buena persona, y esa meta incluía no decir mentiras. En mi sistema moral interno se valía escapar, cambiar el tema, hacerse el pendejo, distraer al oponente, pero no mentir. Mi historia y temperamento me habían legado una mezcla de culpa y vergüenza indefinidas que me acompañaba (y hasta cierto punto lo hace hoy) como una bruma que flota sobre mi piel y muta en forma y función: un puente para entender y disfrutar al mundo y sus habitantes, un hilo delicado que me sirve para enlazar pensamientos, y a veces una mortaja que dificulta la visión o el movimiento.

¡Cómo me gustaría recordar con claridad esa conversación personal y submarina, esa batalla no de ángeles sino de conceptos que estoy segura se da en el interior de todos los niños alrededor de esa edad, una batalla que nos forja pero eventualmente olvidamos! Sospecho que la inclinación hacia ese pensar medio ontológico entre preadolescentes es no sólo más frecuente de lo que la gente piensa, sino más profundo y sincero que el de muchos adultos. Que nuestras escuelas intermedias están llenas de pequeñas filósofas y pequeños poetas que no cuentan con la calma y el espacio para que sus mentes (cerebros encantadores que, contrario a las deidades y ridículas reglas que les imponen, sí existen) trabajen y se descubran en paz.  Pero dejemos ese tema para otro día.

El primer escollo serio para mi firme pero secreto “criterio propio” sobre la religión llegó un miércoles, el día en que uno de los curas vecinos visitaba la capilla de la escuela para confesarnos, porque (horror) se acercaba la época de la confirmación. Era un viejito muy viejito, de lentes gruesos, que se dormía durante sus propias misas y a quien apenas se le entendía el  “reza diez avemarías, yo te absuelvo” de la penitencia estándar que impartía en nuestro confesionario. Llegó mi turno, me arrodillé, pegué la nariz a la celosía, como era por algún motivo mi costumbre (creo que me imaginaba princesa en la Alhambra, o a saber qué otra cosa, para no aburrirme cada vez que me tocaba usar el artefacto ese), preparada para confesar algún pecado tonto pero verdadero y luego rezar los avemarías que hicieran falta sin mayor problema, con la melodía de una canción de La Pandilla.

Pero algo sospechaba el cura, porque en medio del ritual me preguntó directamente, con su acento gallego, lo inconcebible: ¿Pero tú sí crees en “Dios”, hija, no?  ¿Qué hacer? La pregunta era directa, el contexto no permitía hacerse el pendejo o distraer,  el viejo estaba más lúcido de lo que pensábamos, huir hubiera resultado en una verdadera garata que, contrario a la confesión, no estaba sujeta a la regla (¡las reglas!) del secreto sacramental…

De ahí me agarré. El hombre podía preguntar lo que quisiera, pero estaba obligado, gracias a sus propias reglas (¡já!), a guardarme el secreto.

“No, padre”.

“Pero, ¿entonces de qué religión eres?”

“De ninguna, padre.”

El silencio fue largo, tan largo que temí haberle provocado un soponcio y saboteado así mi proyecto de ser buena persona, pero no, estaba despierto y terminó abruptamente el sacramento con un “vete, y no peques más”. Ni un millón de avemarías nos sacaba de ésta, ni a él ni a mí.

Me regresé al salón y a mi vida de pecado. No sé si el cura me choteó (no creo), o si mi secreto no era tan secreto como yo creía, pero la noticia de mi falta de fe se regó por ahí. La subdirectora de la escuela me citó a su oficina y me hizo algunas preguntas sobre el tema, una serie de intentos flojos para llegar a alguna verdad que les permitiera tirarme la toalla y no expulsarme. Había bondad, en esa señora, pero también, claro está, reglas. ¿No eres católica pero sí cristiana? No. ¿No eres cristiana pero sí crees en Dios? No. Pero, ¿en qué tú crees, mi niña?  Y así, hasta llegar a mi criterio propio, que estaba más que listo para explicar la cosa, pero a quien (pese a toda esa plática sobre la importancia del “carácter”) no dejaron hablar.

Citaron entonces a mi (muy católica) abuela, y de ella obtuvieron algo de qué asirse, algo tipo “mire, la nena vive conmigo porque ha tenido una vida muy difícil, y no está muy bien de la mente, hay que tenerle paciencia, pobrecita, vamos educándola poquito a poco…”. No tengo la cita precisa, pero eso más o menos me dijeron. En fin, que la nena que no creía en criaturas imaginarias o en zamparse y tragarse un canto de cristo cada domingo estaba medio malita de la mente, contrario a la multitud de cuerdos que pensaba que la virgen se le aparecía por ahí cada tanto a un pobre iluso con algún capricho críptico y que había tal cosa como un infierno al que yo seguramente iría, por mejor persona que fuera.

El episodio marcó el final de mi periodo liminal y me plantó en la categoría de “raras” con sazón de “nerd”. La que más se benefició de toda la saga fue una nena evangélica, quien recibió acceso implícito y temporero al mundo de la gente normal porque al menos ella “creía”. Yo era más “rara” que las raras, un murciélago en el palomar. La noticia de mi extraordinaria falta de fe se difundió pero, de nuevo, era tan inconcebible que no llegó a convertirse en condena. El asunto asumió más bien la forma de un zumbido colectivo, intermitente, hoy musulmana, hoy espiritista, hoy pagana, hoy satánica. No es broma, por cierto, lo de satánica, los ochentosos recordamos esos pánicos locos, acabé en la oficina por cantar Led Zepellin durante la práctica del coro, por poco me suspenden, todo un rollo, tuve que llevar un disco a la escuela para que lo quemaran, no tenía en mi pequeña colección nada de Led Zeppelin pero llevé uno de Scorpions y nadie me cuestionó, el zumbido sólo quería quemar música “satánica”, cualquiera, quemaron hasta el disco de ABBA de una amiga mía, bendito.

Las reglas eran muchas y complejas, así que relajé un poco mis intentos de entenderlas y me concentré en navegarlas, toda una aventura. Un año un grupo de nenas me metía en un zafacón, por nerda, y al año siguiente la clase completa me celebraba con sinceridad por algún galardón  de nerditud nacional. Un año me suspendían y me sacaban el cuerpo por pegarle a una nena que me decía cosas crueles (se me fue la mano, literalmente, y me arrepiento), al año siguiente me eligieron abrumadoramente presidenta de la clase, menos de un año después mi carrera política sufrió el revés del rechazo total  (no recuerdo bien porqué pero hubo un motín ideológico de “lindas” involucrado) y me divertí cantando, charlando, actuando y escribiendo historias con amigas nerdas, raras o ambas, cuya ocasional preocupación y pena por mi inevitable y eventual mudanza al infierno aprendí a apreciar como un gesto cargado no de la malicia del zumbido sino de la generosidad de los afectos.

Yo no sé los de dios, pero los caminos de la vida sí que son misteriosos. En esa escuela, diseñada para domesticar mentes y cuerpos, aprendí lecciones importantes sobre navegación social, filosofía cotidiana y diversidad humana. Sobre una solidaridad femenina muy capaz de superar nuestra mezquindad infantil y dejar a un lado reglas, etiquetas y diferencias para defender a una compañerita en aprietos. Aprendí que la monja más dura y severa puede sorprenderte con la mayor y más profunda de las empatías. Cuatro décadas más tarde, creo que también aprendí que la felicidad es como el criterio propio, que tiene matices, dobleces y compartimientos, que a veces es callada y pequeña, y que en ese lugar tan extraño, con esa pelota de reglas y de gente tan distinta a mí, no sólo aprendí sino que fui, de vez en cuando, feliz.

 

 

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