The Fabelmans: el cine como fábula

Nuevamente a dos manos/miradas, Juan Ramón Recondo y yo nos adentramos al mundo fascinante de tejer historias, en este caso del reconocido director Steven Spielberg.

Por María Cristina

(Director Steven Spielberg; guionistas Steven Spielberg y Tony Kushner; cinematógrafo Janusz Kaminski; elenco Gabriel LaBelle, Michelle Williams, Paul Dano, Seth Rogen, Judd Hirsh, Julia Butters, Keeley Karsten, Sophis Kopera, Jeannie Berlin, Robin Bartlett, David Lynch en un cameo como John Ford)

Puede que a lxs que prefieren ver el resultado final de una producción fílmica, o los “highlights” del “making of” o las escenas no incluidas o preferidas por el director, no les fascine este retrato de la niñez y adolescencia de Sam Fabelman, alguien muy parecido a Steven Spielberg. Para mi, es un recuento de cómo lxs cinéfilos llegamos a descubrir y amar este séptimo arte que, a pesar de la TV, el cable, la pandemia y el streaming, sigue produciendo historias fascinantes que nos transportan a otras épocas, mundos cercanos e imaginados y nos recuerdan que los debates públicos son necesarios para el pensamiento crítico. Steven Spielberg ha escrito y filmado sus recuerdos de cómo se formó como cineasta, cómo el cine impactó su vida para que todos los caminos condujeran a hacer ese cine que vio como niño y que se enamoró como adolescente. Es su cine, su estilo, su selección de recuerdos.

Por supuesto, la primera escena es la impresión que un filme en particular tiene en un niño de apenas siete años que entra a una enorme sala de cine con una pantalla gigantesca, junto a sus padres y montones de gente desconocida y ve The Greatest Show on Earth (1952) con su secuencia del choque de vagones del tren y la destrucción de automóviles y casas de madera. Descubrir cómo vencer el miedo de la amenaza que representa una imagen gigantesca, cómo controlar esa imagen fascinante para poderla reconstruir en la imaginación y luego con el mecanismo de la cámara es lo que dirige a este niño a pensarse como cineasta o creador de imágenes a tan temprana edad. Desde aquí, el filme nos conduce por la experiencia, el misterio y la sorpresa de ver el mundo y retenerlo en su memoria. Puede que no entienda la complejidad de una producción cinematográfica, pero la curiosidad y fascinación ya están sembrados en lo que ya considera su pasión: hacer cine, captar imágenes, retransmitir ideas en una pantalla donde el público se sienta parte de la historia que cuenta y reaccione con sorpresa, carcajadas, tristeza y afecto.

Spielberg recrea minuciosamente las tres etapas de la historia en las décadas de 1950 y 1960—como niño de siete hasta casi adulto de 18—detallando cuidadosamente las viviendas de clase media, los autos de la familia y especialmente el uso, cambios y avances de las cámaras de cine. Desde la primera escena se presenta la importancia de una familia de varias generaciones intercambiando historias y sus costumbres religiosas. Quizá Sammy (Mateo Zoryon como niño y Gabriel LaBelle como adolescente) no entienda el significado de las celebraciones de su familia, pero se deleita en la atención y compañía y, posiblemente por eso, se da cuenta muy tarde que las diferencias de personalidad de su madre Mitzi (Michelle Williams) y su padre Burt (Paul Dano) pueden traer choques muy serios que anuncian rupturas futuras. Solo a través del lente, ya Sammy adolescente, percibe lo alejados que están Mitzi y Burt, y la importancia de la presencia del tío Bennie (Seth Rogen), el que no permite que su madre se deprima.

En el mundo de supuesta fantasía que Sammy crea en sus películas de 8mm y Super 8, sus tres hermanas son actoras y público receptor y Spielberg capta la alegría y molestia de verse retratado por este hermano obsesionado con una cámara que es ajena a ellas. Como adolescente, esas hermanas todavía son parte del “crew”, pero ya ellas tienen otros intereses de su edad y los compañeros de la tropa de Niños Escuchas se convierte en su nuevo equipo. Sammy perderá este apoyo cuando la familia tiene que mudarse de Phoenix, Arizona al norte de California para que Burt pueda avanzar su carrera. Ya no hay compañerismo porque es el chico nuevo en la escuela y su status de judío, sin habilidad deportiva y “nerdy” lo compartimentan como un estorbo. Saldrá a flote porque una chica atractiva se fijará en él y porque logra venderse como documentalista de la clase graduanda.

Mientras la estabilidad está encarnada por su padre, Burt, paciente con cada miembro de su familia, responsable, proveedor y fiel creyente de cada aspecto de lo que era el modelo familiar en la década de 1950—pensar en la 2nda historia de The Hours (Stephen Daldry, 2002)—Mitzi provee la libertad de toda expresión: artística, verbal, corporal. Es su manera de sobrevivir el encerramiento de precisamente esa “familia ideal” donde no hay cabida para sus aspiraciones. Pudo haber sido una gran pianista, pero como indica su tío Boris (Judd Hirsch), era incompatible con estar casada y ser madre de cuatro hijxs. Sammy logra captar con su cámara a la mujer libre que se reconoce y actúa para ir en busca de su felicidad.

Lo que Sammy, Steven S y The Fabelmans demuestran es que una obsesión de hacer cine como ésta, es la base para definirse, aunque solo cuente con siete años, los que te rodean insistan que es solo un hobby y siga imaginando un mundo a través de un lente. Por eso en los breves segundos que vemos de sus filmaciones—a veces sencillos y otros complicados—imaginamos lo que luego se convertirá en escenas memorables de Indiana Jones, E.T., Saving Private Ryan, A.I. Artificial Intelligence, entre muchos otros.

 

Por Juan R. Recondo

No soporto cuando una película marca el momento exacto en el que un personaje logra un golpe de inspiración que define su futuro. Esos golpes de ingenio son una tontería romántica e idealizada que reducen el largo proceso creativo a unos segundos. Habiendo dicho eso, irónicamente recuerdo el momento exacto en el que por primera vez visualicé el cine de otra manera. Me molesta aceptarlo, pero al final del verano de 1987 cuando a mis quince años vi The Witches of Eastwick (dir. George Miller, EEUU, 1987), el cine dejó de ser únicamente un entretenimiento para escapar de mi realidad. Por más que adoro la serie de Mad Max de Miller, The Witches of Eastwick no es la película que escogería conscientemente como una coyuntura decisiva. La historia trata sobre tres mujeres (Cher, Michelle Pfeiffer y Susan Sarandon) que, en su búsqueda del hombre perfecto, convocan al diablo (Jack Nicholson) por error. La película tiene sus golpes visuales, como cuando las tres amigas bailan con su amante diabólico al ritmo de “Nessum Dorma,” un aria poderosa de la ópera Turandot. Pero su acto final es una tontería de acción que le resta a la historia. La conclusión pudo haber elevado la película a un comentario feminista interesante que contrarrestara el cómico monólogo misógino que el diablo vomita en una iglesia. Lo que pudo ser una batalla de ingenios entre las brujas y el diablo, se torna en una persecución pedestre. Esa es mi apreciación en este momento de mi vida. Pero a mis quince, la combinación de la música, la cinematografía de Vilmos Zsigmond y las actuaciones sólidas de las cuatro estrellas me abrieron los ojos ante las maravillas del medio. Aunque ya había visto bastante cine, The Witches of Eastwick fue la experiencia mística en la que sentí una unión total con el universo y desperté ante la pasión artística.

En The Fabelmans, una película autobiográfica dirigida por Steven Spielberg, ese momento ocurre cuando a sus seis años Sammy Fabelman (Mateo Zoryan) ve la escena en la que chocan los trenes en la mediocre The Greatest Show on Earth (dir. Cecil B. DeMille, EEUU, 1952). Tanto los ojos del niño como los de Spielberg observan fascinados el accidente. Para aquietar sus emociones, Sammy necesita ejercer control sobre la impactante secuencia. Su padre (Paul Dano), un amable ingeniero de tecnología, no sabe cómo calmar a su hijo. Sin embargo, su madre (Michelle Williams), una apasionada pianista que sacrifica el arte por su familia, entiende la inquietud de Sammy. Esta dualidad de un padre que vive por sus máquinas y una madre que sufre por la lejanía a su música, resaltan el conflicto personal que atormentará a Sammy a través de su adolescencia y adultez temprana (Gabriel LaBelle). Los personajes coloridos que pueblan la vida de Sammy entienden el valor de su visión y cada uno lo impulsa hacia su conclusión. Fue su tío abuelo (actuado deliciosamente por Judd Hirsch), que trabajó en el circo y en el cine, quien le enseñó la diferencia entre la valentía que conlleva meter la cabeza en las fauces de un león y el arte con el que el domador mantiene al animal con su boca abierta. Fue el mejor amigo de su padre (Seth Rogen) quien le compró el último modelo de una cámara en una etapa en la que Sammy quería renunciar al cine. Fue su novia (Chloe East, que hace del personaje una representación más valiosa que una hueca “manic pixie dream girl”) la que inspiró a Sammy a retomar sus sueños. Spielberg celebra a cada una de esas personas que lo llevaron hacia el último encuentro con uno de los maestros del cine. Faltó muy poco para que la breve participación de esa última figura me hiciera gritar de la emoción.

Aunque me había cansado del toque de Spielberg en películas como The BFG (2016), The Post (2017) y Ready Player One (2018), me impresionó mucho su tratamiento de un musical tan políticamente problemático como West Side Story (2021). Vuelvo a ver al Spielberg que tanto me disfruté en The Fabelmans. En esta vuelvo a sentir la vida de un personaje que lucha por su espíritu de aventura, como en Raiders of the Lost Ark (1981); donde un joven torna cada contratiempo en una oportunidad para continuar hacia adelante, como en Empire of the Sun (1987); y donde una familia de clase media enfrenta el dolor de la separación, como en E.T. the Extraterrestrial (1982). Son precisamente estos lugares comunes los que Spielberg revisita en su más reciente obra. Así como David Lynch usa las técnicas del melodrama de la década de los 50 para crear lo surreal en clásicos como Blue Velvet (1986) y Mulholland Drive (2001), Spielberg hace referencias directas a su obra para reconstruir una niñez que nunca podrá desligar del cine. No puedo cerrar esta reseña sin mencionar la gloriosa edición de sonido en The Fabelmans, que constantemente iguala lo musical del mecanismo de una cámara a la lluvia o al encendido de un buen habano. Ese cigarro es el principio de mi secuencia favorita de la película. No se la pierdan.

 

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