«Una voz profética en medio del desierto”

Padre Rafael (Felo) Torres fue un luchador independentista, nunca lo ocultó y en muchas ocasiones eso le causó muchos problemas dentro y fuera de la iglesia. Reproducimos esta entrevista que le hizo Mari Mari Narváez para el libro Guerra Contra el Hambre: Una historia con futuro” a manera de homenaje y para aquellos y aquellas que no lo conocían. AMF

Entrevista al Padre Rafael ‘Felo’ Torres

Dicen que las cosas del mundo son siempre fantásticas. Pero hay que tener una mirada muy particular para ver el esplendor en cada una de ellas.

El Padre Rafael ‘Felo’ Torres debe ser una de esas personas pues es un hombre que sabe encontrar el misticismo fuera de las paredes de una iglesia; en los gestos pequeños y grandes de la vida.

Desde niño fue descubriendo a Dios en la pobreza. Aunque él provenía de la clase media alta ponceña, tenía un amiguito, Mario, que vivía en el Barrio Mameyes. A menudo lo visitaba y veía aquel contraste perverso. “Eso me marcó mucho. Decía que de grande quería ser arquitecto para hacerles casas a estas personas porque las suyas eran de lata”.A sus catorce años, su familia se mudó a Nueva York. Un día estaban él y su hermana en una tienda, y una señora les comentó que eran unos niños muy lindos.

“Somos puertorriqueños”, le dijo Felo. “Qué pena, no digan eso porque van a sufrir mucho. Digan que son de Argentina”, contestó ella.

Ese día, su madre los llevó al Barrio. “Nos encantó”, recuerda Felo. “Hablamos con la gente y compramos nuestra comida. Mi madre nos dijo ‘esto somos nosotros y estamos muy orgullosos”.

Poco tiempo después fue el ataque nacionalista al Congreso de Estados Unidos, y a pesar de la histeria generalizada que causó en todo Estados Unidos, el joven Rafael sintió aquel acto “muy cerca de mi corazón”. Podía ver resumido en el todo el dolor y la historia del puertorriqueño.

La escuela superior la pasó en un internado jesuita en Pennsylvania. “Me mantuvieron allí para tener una buena educación y hacer dinero pero no me llamó la atención. A nivel social, encontré unos valores que no eran los míos. A nivel religioso encontré misioneros de una espiritualidad profunda, hombres de Dios”.

Un día, en un retiro, sus compañeros le preguntaron qué iba a estudiar. “Dentista”, dijo. “Y cuando terminé de decirlo me sentí bien vacío”. Era el primer domingo de Adviento de 1955. Se fue a su cuarto y buscó una oración que tenía guardada sobre qué profesión escoger. “La hice con mucha fe. Sentí que Dios me llamaba, me sentí amado por él, que él había muerto en la cruz por ese amor. Lo había escuchado muchas veces pero ese día lo sentí de otra manera. Ahí dije “si eso es así, aquí estoy Señor”.

Hizo su noviciado en Maryland. “Era un mundo muy estructurado: los fathers, los estudiantes de teología y los brothers, que eran los que limpiaban la casa. Vivíamos en esas categorías”.

Se hizo muy amigo de un paraguayo y un brasileño. Un día, iban a caballo por unos campos de coliflor cuando Rafael escuchó un aguinaldo puertorriqueño. “Eso te toca el alma. Paré los caballos y nos encontramos a un grupo de obreros agrícolas trabajando y cantando. Nos hicimos amigos. Compartíamos de noche y nos envolvimos con ellos celebrándoles los ritos religiosos, porque no tenían. Les dábamos cursos, vimos las condiciones inhumanas en que trabajaban, se fueron en huelga y los apoyamos”.

Fueron muchas y muy duras las críticas que recibió por vivir abiertamente su puertorriqueñidad y apoyar a los pobres. Hasta un puertorriqueño, Miguel Rodríguez, quien luego llegaría a ser Obispo de Arecibo, le aconsejó un día que dejara de hablar español, de reunirse con los latinoamericanos y de trabajar en los campamentos de los inmigrantes porque eso iba contra la vida comunitaria. “Ese fue el mejor consejo que me dieron”, dice el Padre entre risas. En efecto, su filosofía humana y espiritual ya estaba formada, y más nunca volvería atrás. “Lo social, lo caribeño y lo racial siempre estaba ahí. A medida que desarrollaba mi espiritualidad, iba percatándome cada vez más de mis raíces”.

Regresó a Puerto Rico para su ordenación, y se unió a la congregación Redentorista, haciendo votos de pobreza. Los caminos fueron abriéndose y él fue envolviéndose en las luchas más “contracorrientes”: el boicott al servicio militar obligatorio y la paz de Vieques, entre muchas otras. También vivió con los pobres y promulgó lo que ahora se conoce como la teoría de la liberación.

Dos luchadores por la independencia, Monseñor Antulio Parrilla y padre Felo Torres. 

Cuando, en los años setenta, fue trasladado a Aguadilla, el mismo Miguel Rodríguez del noviciado, ya para entonces Obispo de Arecibo, no quiso aceptarlo en la región. Acusó al Padre de falta de fidelidad al magisterio de la iglesia, falta de respeto a las normas litúrgicas e ideales políticos subversivos. A pesar de que Rafael tenía el apoyo de su congregación, pensó que ninguna Diócesis querría recibirlo.

Fue ahí cuando Monseñor Rafael Grovas Félix, primer obispo de Caguas, lo abrazó y le dijo: “Barbita, tú eres de los nuestros. Tú te quedas aquí”. Al poco tiempo lo nombró vicario de pastoral, función que cumplió desde 1975 hasta 1980 y que marcó una época muy fructífera e importante en su vida.

Fue allí donde, con un pequeño grupo de religiosos, laicos y mujeres, ayudó a fundar Guerra contra el hambre.

Según cuenta, todo comenzó un Día de Acción de Gracias. A unos amigos laicos, Sonia y Juancho Agostini y Otto y Margie García les impactó el darse cuenta de que se tenía que dar gracias por tener comida.

“Ese día se les enfrió el pavo”, cuenta Padre Felo. “Se reunieron con otros amigos. Ahí nace ese núcleo y luego nos unimos aquí (en Caguas). Había una preocupación por la guerra, el hambre y dimos un enfoque especial en la justicia, fraternidad y solidaridad caribeña”.

Fundadores de Guerra Contra el Hambre ahora REDES, Magali Millán y Felo Torres.
Foto cortesía REDES

Algunos de los fundadores fueron el Obispo Grovas, el Padre Miguel Mendoza, Sor Carmen Rosado, Lucy Magali Millán Ferrer y el Padre Felo. “Guerra Contra el Hambre empezó a trabajar desde la base en Caguas. Fuimos por toda la región de la Diócesis hablando de la injusticia, del hambre, la llamada del evangelio y los documentos sociales de la Iglesia. El pobre de Puerto Rico enseguida se identificaba porque había vivido la injusticia y el hambre. Tocábamos las heridas sociales de Puerto Rico”.

Un día fueron a trabajar con las religiosas de Cité Soleil en Haití, una comunidad de pobreza extrema, formada mediante el rescate de tierras en un terreno pantanoso.

“Aquello son callejones sin salida. Tú te preguntas cómo sacar a aquellas personas de aquella situación. No es sólo conseguir un donativo, es un cambio de actitud, de mentes. Ver esto, llena a uno de pasión por el reino, por una vida mas llena de amor, de paz”.

Caminando por los callejones, sintió algo que cruzaba; como un animalito. “¿Qué es eso?”, preguntó. Era un niño que se arrastraba por el piso. Le explicaron que no podía caminar porque, cuando tenía cinco años, se metió en un basurero buscando comida y se quemó los pies.

“Me tuve que arrodillar porque el niño estaba en el lodo”, recuerda. “Me ensucié y él me abrazó. Fue un momento único en mi vida cuando sentí ese abrazo desde abajo, desde lo más profundo de la sociedad, lo que nadie quiere, lo que es basura. Dios se enamora de lo pequeño. Sentí una fuerza, que me dije: ‘Haría cualquier cosa, rompería cualquier pared por ayudar a este niño, Elíe Galliotte, en su lucha por la dignidad”.

El Padre y sus compañeros hablaron con el capellán de un hospital en Caguas para que los ayudara a lograr que operaran al niño, y pudiera “caminar como un ser humano pues llevaba demasiado tiempo de rodillas”.

Pero las puertas migratorias se cerraron. El gobierno de Estados Unidos no daba el permiso de entrada al Elíe.

Todavía en Haití, el Padre Felo se decía: “¿Tengo que ir donde el Presidente Carter? ¿Dónde? El embajador no me recibía. Salí a la calle y encontré un letrero que decía ‘Nunciatura apostólica’ y entré. El Nuncio me dijo ‘quiero conocer al niño’. Así se hizo. Y con la ayuda de otras embajadas que presionaron, nos dieron el permiso. Esos momentos te van marcando, te van hablando de Dios, de los pueblos y sus luchas, de un reino, de esa espiritualidad desde abajo”.

Los miembros de Guerra Contra el Hambre lograron traer al niño, operarlo y tratarlo y Elíe se convirtió en el hijo de Rafael. Años después, cuando ya llevaba mucho tiempo de regreso en su país, Elíe moriría de cáncer. Pero la foto de su rostro siguió acompañando al Padre Felo.

A más de treinta años de la aventura de crear Guerra contra el hambre (hoy Red de Esperanza y Solidaridad), el Padre todavía ve la organización como “una voz profética en medio del desierto de este momento de la historia donde no hay oídos para el clamor del pobre. Son muchas manos solidarias a nivel latinoamericano que están tejiendo esperanzas desde los pequeños. Una voz profética de la Iglesia Católica”.

El Padre llegó a África en 1992, y a menudo sacaba la foto de Elíe, su mejor pasaporte. “Es mi hijo”, decía a los hombres y mujeres que dudaban de su buena voluntad como hombre blanco.

Allí acudió como misionero, respondiendo al llamado del Papa Juan Pablo II de que la Iglesia latinoamericana fuese misionera en ese continente. Pasó nueve años, entre la zona desértica del Níger y Burkina Faso, países islámicos.

Fueron tiempos duros, de una soledad inmensa, lejos de su familia y en un desierto donde apenas podía comunicarse. Pero su espíritu de misionero lo sostuvo. “La espiritualidad de la solidaridad”, dice.

Su primera Nochebuena allí se vislumbraba triste “sin parrandas ni asaltos”. Estaba reunido con los cristianos en misa, cuando escuchó una música que le fascinó. “Era un ritmo yoruba y me fui directamente (a buscarlo)”. Un grupo de africanos cristianos celebraba la Navidad bailando al ritmo de los tambores.

“Me uno al grupo bailando, gozando ese momento de solidaridad, de alegría, cuando el jefe del grupo de momento dijo que pararan la música. Yo me quedé frío y él dijo: ‘aquí hay un misterio’. Todo el mundo me estaba mirando. Yo digo, ‘¿cuál es?’, y me dice ‘el misterio es usted’. Miré al cielo y dije: ‘¡Mira, mándame más si más merezco!’”.

“Pero qué pasa”, preguntó el Padre Felo. “Que usted es blanco y baila como un negro. Un francés no puede bailar como un africano”.

‘Ah’, le dijo Rafael. “No hay ningún misterio porque yo soy puertorriqueño y el Caribe lleva a África en el corazón. Esa música la aprendí yo de niño”.

“¡Ah, pues que siga la fiesta!”, gritó el africano.

Después de varios años allí, un día, Padre Felo estaba muy enfermo y deshidratado. El calor era de 125 grados Fahrenheit y él daba cualquier cosa por tomar algo frío. Por eso se fue al mercado.

“Había una multitud. El aspecto no es agradable, los chivos colgando, las vacas, la lluvia de moscas. Yo decía, ‘quisiera ahora mismo una coca cola con hielo’. Pero no había hielo ni agua fría, nada. De pronto, un hombre tirado en una cuneta con traje blanco me dice ‘Nazara’ (cristiano). Me miró a los ojos y me dijo: ‘El que tiene paciencia adquiere sabiduría’”.

Al Padre le brotaron todos sus prejuicios. “Pensé quién eres tú para venir a decirme que tenga paciencia, tú ahí sentado sin trabajar’. Tenía un coraje. Pero me di cuenta de que uno tiene que ser cortés y entonces le di la mano hipócritamente y cuando él abre la suya, no tenía dedos, era un leproso. Ahí fue que yo desperté. Este hombre estaba hablando de una realidad que conocía. ¡Qué podía hacer si no tenía paciencia! No había servicio sanitario ni había nada. Era un joven de 33 años. En él yo vi a Jesús de Nazaret. Lo fui a visitar a su casa y se hizo mi maestro. Lo adoptamos en nuestra comunidad”.

Así fue vivir en África: encontrar a Jesucristo en todas partes. Un día encendió la tele y vio la noticia: unos jóvenes tumbaban la verja de la Marina en Vieques. “Eso para mí fue un orgullo, una esperanza”. Su cuerpo ya no toleraba la malaria, de la que enfermaba año tras año. Entonces volvió, a tiempo para unirse a la desobediencia civil en la Isla Nena.

Ultimo acto presencial, Misa en Mayagüez para Rafael Cancel Miranda.

Fue el único religioso que no aceptó salir bajo fianza, por lo que cumplió cárcel, desobedeciendo así la orden de su Diócesis pero cumpliendo con la suya.

La suya y la de su Jesucristo, ése que encuentra en toda la solidaridad del mundo.

El rechazo de la gente, de compañeros, ya no. Me siento libre. Eso es lo bonito de ponerse viejo, que has vivido y nadie puede quitártelo. Solo agradecimiento a ese Dios que sigue presente, que sigue llamándome a lo que es la aventura del reino, un reino de amor, de justicia.

Reproducido del libro del libro “Guerra Contra el Hambre: Una historia con futuro” de Iván Martínez Colón, 2011.

 

 

 

 

 

 

 

 

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