Especial para En Rojo
En La poética del espacio, Bachelard dedica páginas de particular hondura a lo que denomina la “fenomenología poética”. Con esto se refiere a la capacidad del poeta de ver más allá de la percepción inmediata que recogen los sentidos. Para Bachelard, el poeta no ve cosas, sino arquetipos, ese ADN de símbolos que prefigura el accionar humano. Según advierte el filósofo, la tarea del poeta consiste en establecer la “actualidad” de los arquetipos, que viene a ser algo así como el recordarnos la materia simbólica de la que estamos hechos. La obra del dominicano Alejandro González Luna (Santo Domingo, 1983) revela un poeta consciente de ese llamado. Su poesía, de una plasticidad inusitada y desconcertante, maneja los motivos de la isla, el mar y la ciudad con una mirada que fuerza a interpretarlos como elementos del paisaje interior de quien la aprecia. Esto no es poca cosa en el Caribe de hoy, en donde abunda una poesía que, o bien se contenta con la descripción vacua, o se anega en la inmediatez testimonial. González Luna apuesta por una escritura sin abalorios, de una exquisitez y densidad que asombran.
estudio preparatorio para un poema de la isla
Esto es una isla: viejo mapa del fuego. Peñón de sombras y cacharros. Pájaro herido que intenta volar sobre la lengua. Escozor que raspa y corroe nuestra sangre. Esto es una isla: tierra sin puentes. Enjambre de pequeñas palabras que arropan las olas. Lengua de larvas y astillas diminutas que tiene sus raíces en mi boca. Lenguaje que sobrevive a duras penas. No cede nunca la marea aquí: muerde, traga, conjetura. Todo el día. Animal inquieto el agua, el cerco, las preguntas. El mar tiene dialectos y origen en un mismo hueso. En la orilla, el agua obra su verdad última, su desenlace.
atardecer en la costa
Se pone el sol.
Escribo un poema. En el
poema escribo lo que veo:
la costa, el faro, el arrabal
junto al puerto, los ventanales
con polvo y el frontón demacrado
de los viejos edificios.
En la costa –escribo-, el mar
resopla apenas y cede indiferente ante el
último escarceo de los pájaros.
Tiene en su cuerpo esa
resaca sospechosa que precede
a las negras jornadas de tormenta.
Escribo.
Fuera del poema corre el viento.
Y oscurece. El humo de las fábricas sube.
Santo Domingo se enciende como
una lámpara vieja.
breve historia del polvo
Escribo
Levanto
un poema frente al mar
como si fuera una casa:
se viene
abajo
En las palabras,
lo que queda:
estela de ti, despojo de mí,
ruina de tanto
croquis
Esta tarde severa
de cristales rotos y postes
averiados, el otoño garabatea
la cima de los edificios
con su luz ceniza
En este extremo,
la ciudad en la costa
es abofeteada por un viento
que se desata de pronto y
despeina las veredas
El humo de las fábricas
sube, el humo de los barcos
y los autobuses sube; fatigados,
los pájaros descansan sobre
aleros atroces y alambres
de púa
pero no
cierran los ojos
Esta tarde la ciudad
es un ángulo: desde aquí ya
se ven las luces de mi barrio,
al fondo, a lo lejos, junto al mar,
donde suenan los disparos
balance
abandoné temprano la manada
rodé largas temporadas cuesta arriba, ante el barranco
busqué en vano algo de mí en otro puerto,
en otra ciudad vacía
olvidé con el tiempo dónde está el centro
o lo que es peor, olvidé siquiera si hay un centro
sufrí el vértigo de conocer la soledad con otro acento
perdí el equilibrio una y otra vez,
huérfano
de pan y de amigos
viajé, rodé sin saber qué
subí a un barco y luego a otro
me senté solo en sus bodegas
vi el miedo en los ojos de las ratas
vi el miedo en la boca de los perros, en el cuerpo
de los hombres que viajaban arrimados a mi lado
conocí el hambre
adquirí grietas
dolores de sombra
temores nuevos
perdí peso
en mí la vida creció
como crece un árbol enterrado en la niebla
nada obtuve, nada aprendí de mis
viajes que no fuera esto:
la urgencia con la que transcurren
las tardes, la importancia de la luz,
lo imprescindible del aire
(De Donde el mar termina, apuntes para un poema de la isla, 2017)