Especial para En Rojo
La versión oficial relata el martirio de Monseñor Romero como ocurrido en la tarde del 24 de marzo de 1980, mientras él celebraba misa en el hospitalito. En realidad, esa tarde, su sangre se unió a la celebración de la entrega pascual de Jesús. Es cierto que aquella bala le robó la vida a un profeta. La muerte a tiros es siempre violenta y, fisiológicamente, sin retorno. Sin embargo, según los informes médicos, Romero murió casi instantáneamente y sin sufrimiento prolongado.
Lo que Romero sufrió como martirio más fuerte no fue la bala que lo mató. Fue el inmenso dolor, experimentado en el día a día de sus tres años como arzobispo de San Salvador, desde que se fue insertando progresivamente en la realidad de su pueblo y comenzó a asumir la defensa de la gente más empobrecida y defender la vida de las personas amenazadas por agentes de la dictadura o de la elite que robaba la tierra de los campesinos. Al vivir eso, en poco tiempo, Romero vio a muchas personas que antes eran sus amigas alejarse y pasar a criticarlo. Comprendió que no contaba con la simpatía de la mayoría de sus hermanos, obispos de El Salvador. Sobre todo, el Vaticano, que lo había puesto como arzobispo para representar los intereses eclesiásticos en el país, lo veía como extraño.
Para cualquier persona sensible, esto habría significado un sufrimiento. Sin embargo, para Monseñor Romero fue inesperado y, en cierto modo, incomprensible. El era un hombre de profundo amor a la Iglesia institucional. Por formación, nunca pudo imaginar que el hecho de que asumiera la defensa de los más débiles y creyera profundamente en la Iglesia de los pobres como servicio à los desprotegidos lo haría ser visto como adversario por tantos hermanos. Esto hizo que Romero sufriera su verdadero martirio, prolongado y oculto porque se sentía condenado y no podía defenderse. Perdía noches de sueño. A veces, asistir a las reuniones de los obispos era verdadero martirio. Una vez, en 1979, un amigo laico lo trasladó al lugar donde habría el encuentro del episcopado. Dos días después fue a recogerlo y lo encontró con fiebre y dolor de estómago, resultado de la tensión sufrida en aquella reunión que debía ser de diálogo entre hermanos.
Su consuelo era sentirse rodeado de los más pobres y ver florecer las comunidades de periferia. La bala que mató a Romero visaba la Iglesia de los pobres a la que Romero dedicaba todas sus fuerzas. Era ésta la que había que neutralizar. Hoy, la buena noticia es saber que, de hecho, aunque haya provocado mucho dolor, el martirio de Romero no destruyó la Iglesia pobre y de los pobres.
Después de casi 40 años, el Papa Francisco ha hecho que el Vaticano adelante el proceso de canonización de Romero y lo reconoció como mártir que dio la vida por su pueblo. Para El Salvador, en términos sociales y políticos, la canonización de Romero ayudó a la causa de la democratización del país. Sin embargo, al centrarse en las virtudes personales de Romero, no expresó claramente el reconocimiento directo de la causa más importante por la cual Romero dio su vida. No valoró la inserción en el mundo de los pobres y la defensa de la justicia liberadora, que es lo que verdaderamente santificó a Romero.
Hoy, lo que Romero nos pide es volver a creer en el proyecto de la Iglesia insertada en las bases. En la misa de su martirio, Romero proclamó el evangelio del anuncio del ángel a María. Hoy, este anuncio puede ser comprendido como revelación de que la Palabra Divina se hace carne en la vida y en las causas de los pueblos crucificados del mundo. De cierta forma, se pasa lo que prometió Romero: “Si me matan, resucitaré en el pueblo”.