1. Hace unas semanas fui transferido al taller de soldadura de la compañía. El taller de soldadura es pequeño, pero siempre está lleno de trabajo. Compactadoras que hay que reparar, tapas que reemplazar, fondos que hay que poner nuevos cada cierto tiempo, porque el lixiviado, (o como le llamamos acá, el caldo de momia) es cosa seria.
2. Desde el primer día me han asignado labores. No sólo mantengo limpio el taller, asisto en traer, cortar y sujetar planchas de metal mientras los soldadores les meten puntos de soldadura. Mis cortes con acetileno y plasma poco a poco han pasado de ser un garabato de curvaturas, a comenzar a tener el atisbo de una línea recta gracias al control del pulso, aunque debo admitir que me falta mucho por mejorar.
3. Hay días que los paso de la sierra de banco al acetileno. Primero es cortar las varillas a 16 pulgadas, y de ahí a con acetileno hasta que estén al rojo vivo, para hacer una L a ocho pulgadas. De ahí paso a cortar canales de acero de tres pulgadas de ancho, estos los corto a seis, cuatro y tres pies respectivamente.
4. El acetileno deja un resto que le llaman escoria. Hace unos años conocí a un cubano que llegó a Río Piedras desde Mariel y de ahí Miami. Su nombre no lo recuerdo. Él insistía en que lo llamaran Escoria. La primera vez que lo conocí, junto con otros nos invitó a que fuéramos a su apartamento a seguir bebiendo y escuchando música. Cuando entramos y encendió la luz, una millonada de cucarachas, de todos tamaños, se dispersaron por el apartamento. La mayoría nos quedamos de pie. A mí se me ocurrió pedir un poco de agua. Cómo no, respondió Escoria, agarrando del suelo un vaso que no se sabe cuánto tiempo llevaba allí. Abrió la nevera, llenó el vaso, lo puso en mis manos. Nunca lo bebí. No sé cómo pude lograr llevar el vaso hasta una mesa sin dejarlo caer.
5. Mientras remuevo la escoria del metal, recuerdo las historias de Escoria, por qué insistía en que su nombre era Escoria. Quizá, lo pienso ahora, quizá alguna vez escuché que dujo que su verdadero nombre era Manuel. Pero Escoria narraba una y otra vez su salida por Mariel, el castigo de ser declarado marginal por elegir ser hippie. Imagino el origen de Escoria allí, en el temple de un acero revolucionario, donde por amor se estaba hasta matando para por amor seguir trabajando. Él, como muchos otros, fueron el excedente a remover.
6. Uno de los soldadores me manda a cortar un pedazo de tola de acero con acetileno. Me mira prender la pistola, ajustar el acetileno y el oxígeno. Entonces me manda apagar la pistola. Lo primero, me dice, es que abres demasiado el acetileno. No hay que abrirla tanto, es un poquito, mira. Abre la perilla, y acerca el mechero. Chispa, puf. Una llama breve. Ahora, ves ese humo negro? No lo queremos. Abre la perilla y la llama incrementa hasta que el humo negro desaparece. Ahora viene el oxígeno, que lo abro hasta que las llamitas del medio estén iguales todas. Abre el oxígeno, e incrementa hasta que las llamas se ven iguales. Ahora, ¿no te das cuenta de algo? No, le contesto. Escucha, me dice. Ambos escuchamos en silencio, en medio de los ruidos del taller. ¿A qué te suena? No sé, no tengo idea. Yo te voy a decir. Suena a lluvia, a aguacero. Escucha. Escucho. Entonces, de la flama escucho el ruido de la lluvia. Un aguacero. Es cierto, se escucha un aguacero. Ajá, eso me lo enseñó un soldador cuando empecé aquí, y ahora te lo enseño a tí. Quiero hacerlo, quiero hacerlo, le arrebato la pistola y la cierro. Abro el acetilteno, pero un poco. Ajá. Abro. Acerco el mechero. Puf, la llama. Ahora, no queremos el humo negro. Ajá. Abro la perilla de acetileno hasta que no hay humo negro. Ahora, el oxígeno. Ajá. Pensé en tus muslos desnudos. Pensé en Escoria, cómo terminó trabajando de guardia nocturno, y luego desapareció de Río Piedras. De entre los recuerdos, escucho el sonido de un aguacero. Tengo el privilegio de que un soldador me haya transmitido el más hermoso poema sobre el ruido de la lluvia que hace una flama.