En Reserva-A la cuerda

 

Dalila Rodríguez Saavedra

Especial para En Rojo

Apretaba la cuerda con una fuerza anticipadora. No era necesario expulsar tantas energías que luego iba a necesitar, echaría de menos la materialidad corpórea, porque después de tanto, y de todo, hasta ahora, la mente sí lograba aquello propuesto. La idea inmadura de la existencia como una cadena con “escisiones etéreas» le causaba vergüenza elaborarla. Aunque fuera en la intimidad de su caletre. Avanzaba por el cable a una velocidad de inconsciencia hasta reparar que sí, que era él quien sujetaba la carabina y que los dedos largos y delicados, en parte morados de tanto apretar, eran suyos. Entonces sí, estaba aquí. El presentimiento era del orden actual. Maniobraba —pero sería más propio decir ordenaba— las escenas que le habían conducido a la adrenalina enjundiosa en la que estaba metido.

A su alrededor nada era conocido. Había imaginado la magnitud del espacio que habitamos y con su natural ensoñación brotaron los colores del centro puro de la tierra. Pensó en el arcoíris montañoso de la isla Mauricio cuando la Tierra se le antojó Madre. La asociación pasó a un plano indiferente. Sólo hay una, se oyó pronunciar tras el rebote de luz en su retina provocado por el brillo del metal mientras se deslizaba. Sus dedos intentaban asir la amarra quemándose por veloces nanosegundos en marcha. ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué ella y no otra? Por qué tantas elecciones desenfrenadas (incluso antes de nacer), sin apenas tiempo de reflexionar y permitirse otro ritmo. No sentía sus pies. Esa prolongación había desaparecido, aún así, podía ver el ocre denso de sus tenis pintados de fango —tierra, otra vez—, conjunto que ansiaba volver a pisar. Caminar cuando se vuela es estulticia suprema. Asume cada pensamiento como resultado de una autocompasión inédita que además provocaba algo que aflojaba sus miembros. Seguido por gélidas oleadas internas. Pero no en sus manos, esas no las podía sentir. Solo veía las manchas de mugre, cuales cerezas negras incrustadas en sus uñas atenazando el presente. La suciedad lo impulsó insistente al recuerdo de su madre. Recordó su cabello azotado por el viento y el aroma a aceite de romero como una onda expansiva de olor y dolor.

La postura del vehículo que habita, hoy piel pero mañana quién sabe porque la grandeza de la inmortalidad se le había instalado en alguna parte, le daba igual. Pudo sin embargo, contemplar otra vez sus manos bonitas de músico alegre que nace para obsequiar lo inefable. Sintió paz de no haber sido el pianista que ella quería. Los talentos se descubren cuando hacen falta y acostumbrarse a alguno era inútil. Intuía que la valentía en cambio iba por encima de cualquier virtuosismo. Su cuerpo, el vehículo, viajaba como parábola en medio de los riscos cuzqueños. La inmensidad de la Señora Tierra le sedujo de un modo tan intenso que se fue adecuando a la experiencia.

Sus expresiones fueron desarraigándose entre nuevas materialidades, el modo de pender del cable no era igual que al inicio. La visión combinada de lo panóptico con la luminosidad detallada aceleró sus pulsaciones. Tuvo el valor vertiginoso de observar las colinas como parte del límite evocador de otro mundo (porque sí, es posible otra mirada). Y la certeza de que nunca volvería a atravesar las entrañas espesas del camino: la antigua y reveladora ruta del inca.

El recién estrenado superpoder de mirada panóptica se iba coordinando con la postura de ave-cóndor. Ciertas interrogantes anticlimáticas se agudizaron. ¿Si caigo aquí la evanescencia será capaz de arrullarme? Minutos de quietud le fueron reafirmando que la gravedad simplemente son horas leves. En esencia soy un cobarde, incluso cuando aceptarlo en estas circunstancias amerita un enfoque heroico.

Ve la carabina con su rendija entreabierta. Un frío óseo reta el vértigo al doblar su cabeza para mirar hacia abajo. Esto es lo más cercano a morir que he estado. La muerte es como un pliegue seductor agazapada en plena conciencia. Si la cuerda me libera habré vivido mejor.

Un temor descarnado arrestó sus sentidos desde un pitido vacío. En cambio el miedo amigable le obsequió la lírica del silencio y la concupiscencia. Su figura semi encorvada debajo de la cuerda esbelta hizo un ademán primario de penetrarla con gesto de un roce leve. El presagio de liberación lo arrobó con una erección fría, una inusitada posibilidad de sentirse vivo.

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