La prosodia del ruiseñor

Foto del Instagram del artista

 

 

Toda producción centrada en hacer visibles las impresiones y respuestas emocionales de un artista frente a unos procesos sociales de carácter histórico, resulta inevitablemente heterogénea. Por esta razón, tras el evidente elemento físico unificador de esta muestra, el óleo sobre tela, la selección de piezas aparenta eludir cualquier otro hilo conductor; los temas son diversos, la paleta varía notablemente y se trata de piezas realizadas a lo largo de siete años. Y es que el establecer un estilo propio es una noción del arte moderno que a Roberto Silva Ortiz no le interesa continuar. En cambio, a su retorno a Puerto Rico luego de una serie de viajes que incluyeron cursos formales, residencias artísticas y estudios independientes en Cuba, Islas Canarias, Noruega, Cataluña y Estados Unidos, Silva Ortiz nos presenta sus reacciones al panorama ecléctico que encontró en su patria al retornar en un tiempo tan convulso como el que le siguió al año 2016. A pesar de ser un artista multifacético, Silva Ortiz decidió limitar la selección de piezas a un medio primordial, ese que comenzó a estudiar en su niñez en la Liga de Arte de San Juan, a donde regresa con “La prosodia del ruiseñor”. De este modo, la muestra completa un arco autobiográfico –aunque con inclinaciones universales–, ese de quien se va en busca de experiencias de mundo y retorna a su hogar habiendo convertido esas vivencias en autoconocimiento.

Habiéndose tomado prestada un vocablo propio de la lingüística, la prosodia, como eje central, no sorprende el que haya un propósito comunicativo en la muestra, aunque no establezca un discurso determinado. La intención del artista no es la de provocar una reacción particular, sino la de invitar al espectador a entablar un diálogo acerca de lo que ha significado para el artista su retorno a la isla. A través sus cuadros Silva Ortiz relaciona la historia del arte occidental relacionándola con nuestra actualidad, comenta recuerdos de las luchas de pueblo, y confía dudas existenciales y cavilaciones espirituales. Para lograrlo, el artista acude a referencias y estrategias propias del modernismo pictórico, en particular del cubismo, el futurismo y neoclasicismo, entre otras, mientras potencia sus composiciones controlando el color mediante la luminotécnica. Estrategias que además se alimenta del estudio de maestros de siglos anteriores como Diego Velázquez, Mariano Fortuny y en particular Joaquín Sorolla por su control de la luz.

Algunos temas que Silva Ortiz aborda son problemáticas en torno a la percepción fragmentada y reafirma la pertinencia de las técnicas manuales del arte en tiempos, ya no de la reproducción mecánica, si no de la hiper-proliferación de imágenes digitales. De estos intereses nacen espacios construidos a base de pedazos de imágenes, colores artificiales producidos por luces manipuladas y escenarios casi oníricos en los ubica mujeres que se presentan como apariciones en medio de la noche. Sin embargo, desde el título de la exhibición, Silva Ortiz propone una sinestesia poética que funciona como la clave en un pentagrama: en una paradoja, los múltiples cantos del ruiseñor se consolidan en el timbre familiar de una sola voz. Con esta metáfora sonora, las variaciones entre las piezas adquieren coherencia en su intencionalidad de mostrarnos las partes individuales que componen la personalidad de una misma persona. Como conjunto, entonces, las obras en esta exposición constituyen una especie de auto-retrato diacrónico del artista.

 

Sin intención de dividir la selección presente en dos cuerpos individuales de trabajo, la distinción entre pinturas de pequeño formato y aquellas más grandes es más que obvia. Las de menor tamaño vienen a ser apuntes y estudios minuciosos que nutren las composiciones de mayor escala. Sin embargo, esto no implica que cada pieza pequeña se convierta en un elemento de una obra mayor. Cada pintura aquí incluida es una obra terminada y, aunque en su mayoría las pequeñas son menos complejas a nivel visual por incluir menos elementos, la mayoría contiene en su escaso tamaño una gran fuerza vital. En económicos encuadres propios de la fotografía, Silva Ortiz logra transmitir aquella vastedad del paisaje que los romanticistas estudiaban; irónicamente es la pequeñez lo que resalta lo sublime del paisaje tropical. A su vez, los elementos vegetales y ese sentir de grandiosidad del paisaje empalman con la incorporación de componentes botánicos en las piezas de mayor tamaño. En este sentido el artista articula un espacio/tiempo en ambientes misterioso, auras místicas y escenas fantásticas que aparentan ser parte de una película que a los puertorriqueños nos resulta muy familiar, pero que no hemos visto en pantalla.

 

Como extensión de la metáfora sonora que conlleva el canto del ruiseñor, los tiempos a los que hace referencia la muestra, cada año vivido en Puerto Rico a su retorno, tiene también incluye “silencios”. Lo que en una pieza musical sería ausencia de sonido, en el caso de esta exposición se representan como ausencia de pinturas en momentos determinados, aquellos tiempos que le exigían al artista el soltar el pincel para unirse a su comunidad ya sea para reponerse tras un fenómeno atmosférico o para tomar las calles en protesta. Después de todo, el artista no únicamente hace arte; del viaje de estudios, la conversación con la vecina, la solidaridad comunitaria en tiempos de necesidad, la protesta o la taza de café es de donde nace la poesía tanto escrita como visual. Así es como, desde la polifonía, la multiplicidad, Silva Ortiz recurre a la poesía para aglutinar un lenguaje plástico, el cual nos propone como el ritmo propio de su voz visual, su prosodia pictórica.

 

Texto del opúsculo de la exposición de Roberto Silva, La prosodia del ruiseñor

El autor es Historiador del Arte

 

 

 

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