La Puente

Beatriz Llenín Figueroa

 

Al final del camino, llegamos al encuentro de una costa que podría parecer malquerida:

la vegetación espinosa y agreste

–región de caíllos y hormigas–

aureolas de moscas sobre peces muertos

la afluencia de basura arrojada por mi especie en quién sabe cuántos puntos que van a dar al río, nacido en las montañas adjunteñas, que van a dar al mar promontorios de arena oscura enormes plumas caídas –intuimos que de pelícanos– en una danza a ras del suelo la ofrenda de insólitas esculturas que la marea deposita rodando en la orilla o que se quedan atascadas en las gomas de los carros desechadas el chocolate de la desembocadura en el Canal de la Mona.

Esto es La Puente, declara con naturalidad mi entrañable amigo, Eury, quien, junto a la también queridísima Zuleira, es teatrero y gestor de ilusiones.

¿La Puente?, riposto con fascinación gramatical. ¿De veras? ¿Y sabes por qué le dicen LA Puente?

No sé, siempre le hemos dicho así en el barrio.

Pero no es sólo allí. El mapa digital que consulto luego indica el mismo nombre: “sector La Puente.” Allí no hay puentes de construcción humana. Pero, indudablemente, aquella costa, la de la entrega oceánica del Río Grande de Añasco, es una puente viva: la conexión, la relación, el trasiego de la siempre pródiga vida de las tierras y las aguas.

En el barrio Playa de Añasco Eu se crio y creció junto a su familia. Viajando por la costa hacia el sur, se llega a El Maní, en Mayagüez, otro litoral malquerido, obrero, de comunidad pescadora, parecido a éste en el que estamos. En la dirección contraria ubica la cotizada, acicalada costa de Rincón, que, por lo mismo, desaparece con todo y sus piscinas.

Hemos llegado hasta aquí por un camino único de entrada y salida, razón de enorme preocupación en el barrio, según me explica Eu, desde que las emergencias climáticas son cada vez más frecuentes. En la calle del barrio Playa divisamos una escuela cerrada, que solía ser una Segunda Unidad de nuestro sistema de educación público y que, actualmente, está en proceso de rescate por gente del barrio. Tierra adentro, ristras de hogares empobrecidos y de negocios que sobreviven –como la panadería y los sabrosos puestos de fritanga– y que no, puntúan la orilla de la calle. Del lado del mar, se advierte una larguísima verja entre dormida y despierta que demarca el balneario de Añasco, así como una hospedería puertorriqueña llamada Yukayeke y el importante restorán, Rancho Grande.

Noto también múltiples letreros de venta, todos en inglés. Eu y Zul me cuentan que son de reciente aparición, del 2020 para acá. Tras quitarnos Rincón y comenzar a moverse hacia Aguada, lo están haciendo ahora en Añasco también, añaden. Desde que empezamos a ver los letreros, nos fuimos en el viaje de hacer un café teatro frente al mar en un sitio que estaba en venta. (Entre ambos me hacen el cuento a sabiendas de que es todo experimento, ensoñación, juego.) Zul llamó y llamó. Dejó recados. Nunca la quisieron atender. Ni siquiera la llamaron de vuelta para decirle que no. Pero el barrio sigue alerta y activo, me recuerdan mis amigues, informándome, en particular, sobre las labores de Team Playa, organización de residentes y comerciantes del barrio en pos del rescate de espacios clausurados o abandonados –entre ellos la escuela– y de la protección del ecosistema costero. Apunto en mi libretita para investigación futura…

Por mi cuenta averigüé después un dato esencial sobre la vibrante vida de la zona. Teniendo la vida ligada a Mayagüez desde mi niñez, me quedo boquiabierta por haberlo desconocido. Según se explica en el sitio web de Sea Grant, con sede en la UPR, Recinto de Mayagüez, el Caño La Puente y la desembocadura del Río Grande de Añasco son los límites norteños de la mayagüezana Reserva Natural Caño Boquilla, que comienza en Punta Algarrobo en Mayagüez e incluye 193 cuerdas de terreno de dominio público. La Reserva fue así designada en el año 2002 gracias a los esfuerzos de la organización Mayagüezanos por la Salud y el Ambiente (MSA). Este ecosistema costero –sigo leyendo ahora en el sitio web “Mayagüez sabe a mangó”– es “un bosque de pantano estuarino salobre,” “hábitat de 29 especies de aves, así como de reptiles, anfibios, peces y crustáceos de valor comercial y recreativo, moluscos y mamíferos marinos, que cohabitan con una flora extraordinaria compuesta por manglares, palo de pollo, palma real, mangle rojo, narciso, paleta de pintar, malojillo, helecho, especies de bejuco de palma, blanco y frijol silvestre y jagüey blanco.”

De entre tantos nombres hermosos de creación popular, me llama la atención “palo de pollo.” Investigo. Nombre científico: Pterocarpus officinalis. Es un árbol siempreverde y nativo del Caribe. Puede alcanzar cuarenta metros de altura –gran tamaño, sobre todo tomando en cuenta nuestra escala insular– y se conoce en nuestros territorios anglófonos con el nombre de ¡bloodwood! En un artículo sobre el palo de pollo, que he admirado decenas de veces en la Reserva de Guaniquilla, en Cabo Rojo, pero cuyo nombre y características ignoraba hasta ahora, el guardabosques Peter L. Weaver lo describe con adjetivos sublimes:

[…] los contrafuertes sinuosos, estrechos y de gran tamaño del palo de pollo ayudan en su identificación en el campo. Otras características útiles en la identificación son: una madera muy liviana; un látex de color rojo oscuro que se exuda de los cortes en la corteza; unas hojas grandes, alternas y pinadas impares, y unas vainas planas, redondas y aladas. El palo de pollo crece más que nada en las tierras pantanosas costeras, incluyendo los pantanos de agua fresca y salobre, en el lado tierra adentro de los manglares y a lo largo de los bancos de los arroyos.

No tengo idea qué significa que las hojas sean “pinadas impares.” Busco otra vez. “Pinado” es un término botánico del latín pinnatus (¡“con alas o aletas”!), cuyo uso se remonta a los trabajos de Linneo. En mis palabras, se refiere a hojas compuestas por múltiples hojas más pequeñas (“foliolos”), todas nacidas a lado y lado del mismo tallo (“raquis”). Cuando son, además, impares, es porque tienen un foliolo que corona el raquis en la parte superior.

En resumen: palo de pollo es palo de poesía, de agua y de aire, madera de sangre. Siempreverde, pantanoso y costero, con contrafuertes sinuosos, hojas grandes, alternas y pinadas, y vainas redondas y aladas. ¡Y es nuestro!

Protegido por su designación como Reserva, el bosque costero en el que abunda el palo de poesía sirve –y lo haría mucho más si no hiciéramos todo lo insensato para impedirlo– “como sistema de control de inundaciones en la zona. También permite mejorar la calidad del agua y controlar la erosión del suelo. Es una zona de filtración de contaminantes en el agua de recarga de los acuíferos, que permite un aumento en el volumen del agua subterránea.”

Estamos en medio de una costa que estalla porvenir. Basta con escarbar sólo un poquitito para aprender muchísimo sobre todo cuanto palpita en un paisaje, incluso en aquellos que podrían parecernos moribundos.

Por su parte, la viveza específicamente humana del barrio Playa, de La Puente, de la Villa Pesquera, del Balneario de Añasco, se palpa no sólo en sus gentes y organizaciones del presente como Team Playa, sino también en los recuerdos que al contacto con la orilla y el horizonte comienzan a desparramársele a Eury. Sépase que, en la escala histórica, son recuerdos muy recientes, de menos de cuarenta años de antigüedad. Una parte importante de esas memorias baila en la brisa costera como el último vuelo de las mariposas, pero mariposas son, aún. Escucho en la grabación que hice ese día la voz de mi amigo querido subir y bajar tonos emotivos, alternando, como hoja pinada, como cuerpo flotante, con el estruendo del viento, el jadeo de Playa –la perra a la que retornaré pronto– y el resoplido del oleaje.

Su voz cuenta de los festivales playeros de los ochenta; de la gente que venía de todo el país y se quedaba acampando; de ser niño corriendo en bici con los amiguitos pa ver tanta gente diversa; de cómo, a diferencia de mucha gente, ellos se metían a cá rato en la playa “sucia” de La Puente y, cuando lo hacían con calzoncillos blancos, ¡salían color tierra! ¡jajaja!; de tó el sargazo que hay ahora, que antes no se veía; de cuánta más vegetación había en esta costa; de que muchas personas vienen aquí a caminar al atardecer. Zul añade que a ambos les encanta que esta playa tenga tantas cuevitas. ¿Ves? Uno se acomoda por aquí, hay sombra, brisa, se puede pasar el día tranquila, ser feliz, flotar…

Y Eu continúa: en Rancho Grande se hacían anualmente los festivales de la cocolía, del chipe, de la caguama… Lo interrumpo. De eso tengo que pedirle más pistas. No sé qué es “caguama” ni “chipe.” Reconstruyo libremente su respuesta: Ah, bueno, así le decimos aquí. Caguama es carey. En esta costa hay anidaje de tortugas. Es parte de lo que se está luchando por proteger más… Y chipe es una almeja pequeña. Aquí había miles y miles en la costa, todos de diferentes colores. Ahora se ven pocos. ¡Mira, esto aquí es el caparazón de uno! Pero cuando yo era chiquito, veníamos por la tardecita, como a las cinco, con pailas de pintura y cernidores. Nos sentábamos en la orilla, metíamos las manos, y salían repletas de chipes y arena. Cerníamos la arena y regresábamos a casa con las pailas llenas de chipes. Mi abuela los hervía y hacía guisos y empanadillas. Mucha gente hacía artesanías con los caparazones. Y eran tan comunes que al sembrar en los patios de las casas del barrio se desentierran todavía hoy muchísimos caparazones.

Para Zuleira y Eury la calle del barrio Playa es también escenario de una de sus primeras y más definitorias citas de amor. En este litoral sitúan, además, dos notables momentos de creación en la trayectoria artística de su Vueltabajo Teatro: la grabación que usaron para una alucinante pieza escénica de 2014, concebida en la tradición del teatro de la crueldad de Artaud, a partir del texto “Lágrimas de oro” de Alejandro Jodorowski, y la pieza de video – magnífica, por cierto– “a costa de tiempo,” que allí grabaron en el 2021 y que se mostró como parte de Años Luz XI: muestra audio/visual experimental ese mismo año, cuando aún se prohibían los abrazos. Por si fuera poco, del barrio Playa también es Playa, la hermosa y veloz perra bailarina y peluda que rescataron en medio de los meses más agónicos de la pandemia. Playa nos acompaña hoy: su hocico de arena mojada es nuestra brújula.

*

Aquella mañana de junio, cuando ya íbamos de regreso, pasamos junto al puente clausurado de la carretera #2 sobre el Río Grande de Añasco. Siendo una niña, de camino a visitar a mi abuela paterna, cubana residente en Mayagüez desde su llegada al país, recuerdo atravesar el puente ahora en desuso con embeleso casi cosmopolita. A mis ojos de entonces, ese puente, que hoy reconozco minúsculo, era majestuoso, y constituía la única imagen real de la palabra “puente” en mi mundo, cuya medida era la distancia entre Isabela y Mayagüez.

Mientras se me mezcla ese recuerdo con mi nueva imagen de una puente femenina, Zul, quien es de Moca, me cuenta que en ese puente se paraba muchísima gente a mirar a quienes arribaban en la Balseada. ¿La Balseada?, pregunto. Ah, ¿tú no sabes de la Balseada? Era una fiesta de balsas que se hacía tó los años. Mi papá participaba siempre. La gente preparaba balsas –por la manera en que Zul lo describe, parecería que las balsas fungían como carrozas– para tirarse río abajo hasta el punto de llegada, que era el puente. La voz de mi amiga es ahora una reunión de campanas.

Soy capaz de imaginar la escena: la atestiguo como cuando podía cruzar en carro ese puente, siendo niña. Con una manita agarrada del borde y la otra sostenida por abuela Mercedes, me asomo allá abajo. Entre las riberas de flor de guajana, y junto a los troncos y la tierra montañadentro que el río carga consigo, hay un jolgorio líquido, chocolatoso, multicolor, al undulante ritmo del caudal. Escucho los gritos, las risotadas, los aspavientos de un gozo que bordea el pánico en el interior de las balsas que, por la acción de los torrentes, amenazan con voltearse. Brinco, brinco y brinco. ¡Quierooo iiir! Cuando seas grande, me promete abuela.

Ese día a finales de junio, al ver entrar a su casa de madera en Mayagüez a Eury, Zuleira y Playa, les quise mucho más. Tres meses después, Fiona y días y días y días de lluvia provocaron la salida del Río Grande de Añasco –y de tantas otras corrientes estranguladas– de su cauce. Aún hoy, a fines de noviembre, continúan las lluvias.

En esas inundaciones de septiembre, la familia de Eury lo perdió todo. No fue la primera vez. Son de oro las lágrimas de mis amigues, de su familia. Mientras, nos recuerdo en el verano, tras el chapuzón en la sucia playa de La Puente, nuestros cuerpos recostados en la arena, soñando otros países, bajo el almendro y las palmeras de una cuevita bienquerida.

*

Nos agarramos de las manos ahora. Estamos en el borde del puente. Ya somos grandes. Brincamos. ¡Queremos ir! Pero no encontramos la fiesta. No se escuchan las risas. Como a bordo de un carrito de montaña rusa, vemos nuestros corazones flotando en una balsa solitaria río abajo. Rebasaron el punto de llegada. Están enlodados. Sangrantes. Juntos. Aún palpitantes. Nos volteamos con ojos de búsqueda. Descubrimos que el puente está clausurado. Que el operador de la machina está ausente. Que el letrero dice “SOLD.”

Al llegar al bosque costero, la balsa se encaja entre los contrafuertes del palo de poesía. Su corteza chorrea sangre. Se mezcla con la nuestra. Contamos los foliolos de nuestras manos. Cinco. También somos impares.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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