Musgo

 

 

Especial para En Rojo

 

Todo discurre bajo el musgo adherido. Impenitentes se escuchan los graznidos, los trinos, los cantos, las melodías, las estridencias. La coral va abultándose como una nube que viaja, ingrávida, robusta, fatal. La mañana aparece, ¿siempre?, y durante la noche, cada vez más prolongada, jamás dejé de esperarla.

Algo así es la sensación de la derrota, de la extenuación. Es tan estrepitosa que casi se siente plena. Pero leo las escasas oraciones anteriores, que con tanto esfuerzo he tejido y con tanto más he decidido no borrar, y me siento insatisfecha. ¿Cómo se escribe una sensación? Seguramente es un proyecto fracasado. Supongo que vivo en el país adecuado.

A veces divago buscando consuelo en las más pequeñas cosas. Por ejemplo, miro tantas y tantas letras al día que me da con considerar cuál será la más bella en su trazo, en la imagen total de su grafía combinada con la campana –o el susurro– del sonido que nombra. Sé que cada vez que me decido por una, me equivoco. O que sólo me aproximo. Qué sé yo de la belleza, más allá de la mera intuición arbitraria, de la atracción que no encuentra, porque no tiene, razones, justificaciones, sabiduría. Un imán que te jamaquea, a la distancia y en la cercanía. Y no eres más que muñeca de dealer de carros a orillas de la número dos. Dando bandazos en todas las direcciones. Víctima impotente del azote del viento.

Y todo esto es absoluta y demoledoramente real, suscitándose bajo la superficie de lo visible para ti, incluso para mí. Sin embargo, mi cuerpo se mueve cargándolo, en el minúsculo entorno propio de su alcance, y advierte que lo real es otra cosa, muy pero que muy distinta, en las maquinitas que a toda mirada, cuello inclinado, dedos torcidos, hoy cautivan. Si nunca he tenido Facebook, ¿habré estado en la historia? ¿Estaré aquí, ahora? Si no pongo selfie alguno en las redes, ¿existiré? ¿Tendrán peso mis palabras si las acaricio en silencio, si un libro tarda años en llegar, si no tengo un plan promocional y si mi noción de story nada tiene que ver con Instagram?

Si en tu celular nunca has visto lo que como, dónde duermo, el camino que recorro en compañía de garzas, zorzales o cangrejos, la ropa que me queda bien, la que me queda fatal, el café que cuelo, la arena sobre la que me tiendo, los ojos de mi alegría, las caras del pesar, la flor que sembré, cómo me veo cuando bailo sin que nadie me vea, el cielo del que me enamoré, el lugar donde aprendí tu nombre, el podio desde el que leí una conferencia sobre las islas que estudio, el pelo cuando creció, las poetas que conocí, el pelo cuando me pasé la máquina, los libros que leí, el espiral tatuado, el horizonte al que quise mudarme, ¿me creerás viva? ¿Quién se ocupará de todo cuanto transcurre en las dimensiones fuera de las pantallas? ¿Quién prestará oído a las pasiones y a los terrores que se sienten en la más completa soledad, sin que nadie les dé like o las bloquee? ¿A quién le importarán las experiencias sin rastro digital, las que no se comentan, las que no se quieren comentar, las que es imposible comentar, las que no podrán abarcarse ni agotarse con comentario alguno? ¿Qué será de aquellos de quienes nunca se supo ni se sabrá nada, cuyos proyectos y laboriosidad y amores y travesías y sonrisas nadie nunca documentó?

¿A dónde irá a parar la antología general de las sensaciones? ¿El refugio universal de las pequeñísimas cosas? ¿El concepto –horror y seducción– de lo real? ¿La densidad hermética, inescrutable, infotografiable de las vidas interiores? ¿Quién hablará, y cómo, de ellas?

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