Reflexiones: conmemoraciones y política estatutaria en el marco del centenario del 1898

Mario R. Cancel-Sepúlveda

El centenario de la invasión de 1898 invitó a algunos sectores a la celebración y a otros a la crítica. El discurso del estadoísmo radical de Rosselló González había sembrado la esperanza de que el siglo 21 encontrará a Puerto Rico como un territorio incorporado más cerca de la estadidad. El éxito de aquel discurso sólo me parece comparable al que tuvo la promesa independencia a la “vuelta de la esquina” de Muñoz Marín para las elecciones de 1940. Si en la década de 1940 la conflagración mundial imposibilitó la palabra muñocista, en la década de 2000 fue la crisis financiera de 2008 y su secuela fiscal y económica. A la altura de 2021, en medio de la quiebra del ELA, la solución del estatus parece más distante que nunca. Un nuevo acuerdo contractual entre las partes, es decir una revisión del estatus que saque al país del coloniaje o reformule la asimetría de un modo engañoso como ocurrió entre 1950 y 1952, no parece probable en medio de una situación como esta. El hecho de que la vitrina esté rota, una frase que tomo del amigo Silverio Pérez, y que se justifique la demolición de las estructuras jurídicas inventadas en medio de la Guerra Fría, no ha servido para adelantar un proceso eficaz de descolonización.

El centenario del 1898, las metáforas de la invasión o el encuentro volvieron a jugar la partida como en el caso de 1492 y el 1493, parecía un buen momento para adelantar las posibilidades de la estadidad. Hernández Colón y sus intelectuales habían utilizado el descubrimiento o encuentro hispano para afirmar su versión de la puertorriqueñidad por lo que nada nuevo ocurría en el panorama. Recuerdo haber participado en ambas recordaciones más entusiasmado por la segunda que por la primera. La modulación de la memoria colectiva desde el poder para fines que poco tienen que ver con el pasado mismo, es uno de los rasgos distintivos del estado moderno. El efecto simbólico del evento en torno al 1898 no puede pasar inadvertido. Las posibilidades estaban allí: conmemorar el gobierno civil del 1900 o la ciudadanía estadounidense de 1917, igual que se celebrada la constitución de 1952, eran parte de un proyecto ideológico en el cual la cultura y la demagogia pugnaban, como sucede en todas las recordaciones. El objeto de la memoria se deformaba y ajustaba a los apetitos del celebrante de una manera plástica.

La sensación de que 100 años debía ser un periodo de tiempo suficiente para que los puertorriqueños decidieran su futuro político o para que los estadounidenses se expresaran sobre el tema, dominaba ciertos sectores. Detrás de todo centenario hay una ansiedad mágica heredada de la cultura latina que los inventó y la cristiana que los reformuló desde el Jubileo del 1300. Jacques Le Goff (1991) en El orden de la memoria, había dicho que la “tiranía” de los centenarios en la imaginación histórica fue un proceso que se inició durante el siglo 16 y se formalizó durante el 18. En cada conmemoración centenaria hay algo de retrógrado y premoderno, y algo de ensueño progresista y modernidad. De igual modo, esto es peccata minuta, si la coronación de la invasión había sido el desastroso huracán de San Ciriaco el 8 de agosto de 1899, el preámbulo de la consulta de 1998 no fue otro que el huracán Georges del 22 de septiembre de 1998.

Y el futuro de Puerto Rico… ¿qué? 1998

De un modo u otro había una atadura simbólica entre el “molde artificial” del siglo y su presumible unidad y las posibilidades de que el gran problema del siglo se resolviera en favor de la estadidad. La consulta plebiscitaria del 1998 se justificó sobre la base de varias consideraciones. Por un lado, estaba el éxito electoral del PNP en los comicios de 1996. El resultado había sido esperanzador: aquella organización y Rosselló González obtuvieron el 51.1 por ciento del voto popular ante un débil candidato popular, el intelectual soberanista y profesor Héctor Luis Acevedo (1947- ). Por otro lado, el hecho de que desde el 23 de marzo de 1996, Puerto Rico hubiese sido el escenario de unas vistas de estatus en el contexto de la discusión del Proyecto Donald Young, representante republicano de Alaska, colocaba el asunto en el primer plano del interés público.

El Proyecto Young no se consolidó en el vacío. Por el contrario, surgió en el contexto específico e incierto del fin de la aplicación de los privilegios fiscales de la Sección 936 del Código de Rentas Internas Federal al Estado Libre Asociado. En aquel 1998, el Congreso había acordado eliminar los incentivos progresivamente entre los años 1998 y el 2006. Una era terminaba con el siglo cronológico. En eso todos los observadores estaban claros: el neoliberalismo se abría paso sobre las cenizas del liberalismo de la segunda posguerra y, con toda probabilidad, requeriría un nuevo sistema de relaciones entre Puerto Rico y Estados Unidos. Nadie estaba seguro respecto a cuáles serían las condiciones del territorio no incorporado tras el fin de la Sección 936, orden celebrado en extremo por los sectores moderados en el país y cuya restitución sigue siendo el sueño de distinguidos líderes del PPD en el 2021.

El mayor temor que asomaba entre el liderato del PPD era que un ELA sin incentivos fiscales de aquella índole no fuese funcional como, de hecho, no lo ha sido. A la altura del 2016, los comentaristas insistían en llamar la atención sobre el efecto adverso de la decisión para el país y parecían confirmar el papel fundamental de aquel hecho en la crisis fiscal y económica que se profundizó por aquel entonces. El argumento, que no carecía de cierta validez, confirmaba que el ELA, una estructura pensada para la Guerra Fría y el liberalismo propio del Estado Interventor, había dejado de ser funcional. En 2021 muy pocos lo podrían en duda. En 2015 una de las voces ideológicas más visibles del soberanismo popular, Rafael Cox Alomar (1974- ) según citado por Noticel, proclamó sin tapujos que el ELA había colapsado. Los comentarios provenía de una columna suya publicada en el periódico El País de España, titulada “La encrucijada puertorriqueña” .

En 1998, algunos observadores interpretaron que la decisión del Congreso, más que “fiscal” era “política”. La lectura no me parece desacertada aunque me consta que un atributo no tenía por qué excluir al otro. Todo indicaba que la intención de ciertos congresistas era estimular la discusión del estatus a la luz de la búsqueda de una relación innovadora entre Estados Unidos y Puerto Rico que fuese soberana pero que excluyese la estadidad. Cualquier analista informado podía llegar a la conclusión de que el mensaje para los populares era que el ELA forjado en 1952 había perdido utilidad por lo que, detrás del argumento, debía existir un bien articulado plan para “timonear” a aquel sector en una dirección que le evitara problemas mayores a Estados Unidos en la posguerra fría.

La clase política insular, en especial los sectores moderados del PPD, no parecen haber visto el escenario en toda su complejidad o, si lo vieron, suprimieron su evaluación con el fin de proteger intereses particulares de cara a las elecciones de 2000: confiaban en la tesis de que el estatus no debía estar en issue durante los comicios. Una situación tan complicada como aquella se redujo a un vulgar reclamo moral que justificó que ciertos populares acusaran a las autoridades estadounidenses de “desamparar” al ELA. No solo eso: el espíritu aldeano los condujo a insistir en que con aquella decisión, en tanto y en cuanto equiparaba a la isla con los demás estados, se adelantaba la estadidad. Un cambio global radical y profundo fue reducido a sus implicaciones domésticas por una clase política que temía revisarse ideológicamente. El hecho de que el liderato del PNP no hiciese mucho para evitar la eliminación del privilegio fiscal, alimentaba aquel juicio simplificador que, sin duda, la gente común apropiaría y consumiría más fácilmente que una explicación más densa.

La situación del estadoísmo de cara a la era neoliberal no era la misma del 1968 cuando Ferré Aguayo ganó la contienda electoral. El congresista Young favorecía la incorporación y la estadidad pero insistía en que el inglés debía ser el idioma el territorio antes de dar ese paso: los tiempos de pluriculturalismo que había permitido la configuración de la “Estadidad Jíbara” eran parte del pasado. No solo eso: el inglés debía ser el idioma de la educación pública si se pretendía considerar a la isla caribeña como candidato a la estadidad. Los fantasmas del 1898 retornaban en 1998. La cuestión del “english only”, combinada con la cercanía de la conmemoración de la hispanidad en 1992 y 1993, animaron el nacionalismo cultural entre el liderato de los populares. Aquel había sido un instrumento que el PPD había manejado con eficacia desde la década de 1940, consolidando alrededor de sus postulados la discursividad de la resistencia entre los sectores no-estadoístas. En términos sencillos, se había convencido a una parte significativa de la comunidad que proteger la tradición nacional, lo que ello significase, era más relevante que evitar la invasión del capital estadounidense y la apropiación de los recursos del país. Algo que me sigue sorprendiendo es la disposición de muchos sectores del nacionalismo y el independentismo de tendencias socialistas y socialdemócratas a confiar en la transparencia del susodicho discurso.

Rosselló González aprovechó la coyuntura abierta por el “Proyecto Donald Young” para hacer una nueva consulta de estatus. El centenario del 1898 animaría la subjetividad del estadoísmo radical y exigente que defendía aquel caudillo posmoderno. La consulta fue presentada en el Congreso con el endoso del PIP. La colaboración entre aquellos extremos era comprensible: las dos organizaciones electorales vocalmente anticolonialistas colaboraban en una causa común contra la fuerza colonialista. El escándalo de ciertos líderes del PPD respecto a la alianza informal entre ambos no dejaba de ser irrisorio. He identificado formas análogas de colaboración en los contextos distintos del siglo 19 y del siglo 20 en numerosas instancias. Pero el proceso daba por descontado que cualquier organización que no fuese electoral no debía tener voz en el proceso de consulta. Se trataba de dilemas propios disculpen la figura retórica, de una partidocracia bipartidista estatuscéntrica electoralista. En Puerto Rico existía un establishment bien definido y excluyente que considera que las propuestas que rechazan los mecanismos electorales no tenían que ser consultadas a la hora de articular este tipo de procesos.

El PPD, el PNP y el PIP poseían esa legitimidad en 1998. Lo más patético de todo ello ha sido que, cada vez que se han organizado grupos políticos de diversas tendencias sobre base electorales -el Movimiento Unión Soberanista (MUS), el Partido del Pueblo Trabajador (PPT), Puertorriqueños por Puerto Rico (PPR), el Movimiento Victoria Ciudadana (MVC), el Proyecto Dignidad (PD), entre otros- la actitud ha sido la misma. La partidocracia estaba tomando un rostro nuevo en 1998. El bipartidismo poseía un “segundo violín”, el PIP era parte del problema, que determinaba quien debía tener voz y quien no a la hora de la “suprema definición”. Lo cierto era que el estadoísmo, el estadolibrismo y el independentismo electorales, habían devenido en fórmulas retóricas vacías a la altura del 1998 sin darse cuenta de que el estatus era solo una parte del problema del país. El estatucentrismo de la política puertorriqueña iba camino al colapso, pensamos algunos. El proyecto respaldado por el PNP y el PIP, fue aprobado en la Cámara de Representantes del Congreso sin problemas, pero el Senado federal nunca pasó revista sobre aquel. La deslegitimación del proceso no impidió que se celebrara la consulta el 13 de diciembre de 1998.

La oferta de opciones en aquella consulta se ajustó, hoy algunos podrían cuestionarlo, al lenguaje del Derecho Internacional. El votante podía elegir entre el ELA, la Libre Asociación, la Estadidad y la Independencia. Las definiciones de cada opción se pormenorizaban en la papeleta. El lenguaje de aquel instrumento electoral favorecía el cambio y condenaba el inmovilismo representado por el ELA. Una de las finalidades del diseño había sido estimular la confusión entre los electores que no eran independentistas o estadoístas y dividirlos. De hecho, los representantes del ELA y la Libre Asociación, quienes de un modo u otro provenían mayormente del PPD, no se pusieron de acuerdo respecto a la definición que se daba al ELA en la papeleta. Les molestaba la vaguedad de la descripción del estatus quo:

“La aplicación sobre Puerto Rico de la soberanía del Congreso, que por virtud de la Ley Federal 600 de 3 de julio de 1950, delega a la Isla la conducción de un gobierno limitado a asuntos de estricto orden local bajo una Constitución propia. Dicho gobierno local estará sujeto a la autoridad del Congreso, la Constitución, las leyes y tratados de los Estados Unidos. Por virtud del Tratado de París y la Cláusula territorial de la Constitución federal, el Congreso puede tratar a Puerto Rico en forma distinta a los estados, mientras haya una base racional. La ciudadanía americana de los puertorriqueños será estatutaria. El inglés continuará siendo el idioma oficial de las agencias y tribunales del Gobierno Federal que operen en Puerto Rico.”

El desacuerdo condujo a que se incluyera una “quinta columna” con la opción “Ninguna de la anteriores”. Los populares moderados, encabezados por la empresaria Calderón Serra, entonces alcaldesa de San Juan, Acevedo Vilá y el exgobernador Hernández Colón, votarían por la “quinta columna”. Aquella opción sería una forma de protestar contra el proceso y afirmar la legitimidad del ELA como una opción a pesar de que todo indicaba que tras el fin de la Guerra Fría, ya no sería así. La táctica de la “quinta columna” fue eficiente a la luz de los resultados:

  • El ELA obtuvo 0.1 % o 993 votos
  • La Libre Asociación obtuvo 0.3% o 4,536
  • La Independencia obtuvo 2.5% o 39,838
  • La Estadidad obtuvo 46.5 % o 728,157 (subió 0.2 % respecto a 1993 pero con menos votos)
  • Ninguna de las anteriores obtuvo el 50.3 % o 787,900
  • En blanco 0.1 % o 1,890 papeletas

El “no” al cambio venció por más de la mitad de los electores: la victoria conservadora no sorprendió a muchos. Si bien la consulta no adelantó un ápice la discusión del estatus, sirvió para sellar el futuro político de Rosselló González y devolverle el aire a un PPD venido a menos de cara a un siglo nuevo.

 

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