Será Otra Cosa: Entre Marco y Todaro

 

Especial para En Rojo

Despedí el 2004 en la Plaza de San Marcos de Venecia. Tenía diecinueve años y era mi primera vez en Europa. Ahorré en aquel entonces todo lo que pude para venir a encontrarme con una tía que me acompañaría parte del viaje luego de prometerle a mi madre que estaría de regreso el día cinco de enero para pasar Reyes con ella. Sería mi primera vez tan lejos de casa y también la primera vez que me subiría sola a un avión.

Tan pronto tocaron las doce campanadas un hombre joven, pero mucho mayor que yo, me haló del brazo y me besó en la boca entre las columnas de San Marcos y San Teodoro, aquellas entre las que todavía, hasta entrado el siglo XVIII, se encontraba el patíbulo público de la ciudad. Sí, el hombre invadió mi espacio físico y usó, un poco, la fuerza para agredirme, en el antiguo cadalso, con un beso y un «¡Auguri! ¡Me chiamo Giacomo!». Así es que estuve alguna vez, literalmente, «entre Marco y Todaro» (Teodoro en dialecto véneto), expresión veneciana que alude a ese momento crucial en que se está en aprietos y urge tomar una decisión que te salve del peligro.

Pienso a menudo en ese suceso, en sus implicaciones, en mi ambigua reacción ante el atrevimiento del casanova. Me pregunto, después de algunas otras experiencias incómodas como aquella, o confusas y aterradoras, como la última, que pasó en verano, si yo hubiese reaccionado de la misma manera medio risueña de no haber tenido Giacomo el aspecto de estatua clásica que le descubrí, cuando logré salir del pasme para mirarlo a la luz romántica de las farolas de la plaza. Me pregunto si hoy, yo hubiese estado dispuesta a «aceptar», sin defenderme, lindo o feo el hombre, aquella imprevista felicitación, con la misma ¿naturalidad? ¿sumisión? ¿ingenuidad? ¿desconcierto? con que la recibí el primero de enero del 2005, como la típica expresión de eso a lo que antes se le llamaba ¿cortejar? Y es que, con los diecinueve años de entonces, las cosas se veían diferentes, mucho más al estar lejos de casa y en una atmósfera carnavalesca y misteriosa como la que de noche adquiere Venecia, sobre todo en épocas festivas. Allí, como en un «ritornello», mitos y leyendas resucitan para recordarnos el principio, el fin, o el nunca acabar. Allí, en la que fuera la Antigua República de la Serenísima, se miran disformes, a través de la neblina, los cuerpos iluminados sombríamente por la luz opaca de las farolas. La luna resplandece reflejada en el Gran Canal, dando la ilusión de existir un otro cielo bajo el agua, y los rostros se tornan máscaras, algunas de largas narices, que por momentos parecen sugerir la mentira y el horror oculto tras la bella apariencia de la emblemática ciudad flotante. Otras, tan sólo son fachadas melancólicas y espectrales, que en su deambular silencioso por las calles recuerdan a algún arquetípico personaje de la Comedia del Arte. Insomnes, acostumbrados a la tradición del carnaval, alargan la fiesta de jueves a martes y ya el lunes se les ve como a Pierrot, con los ojos bordeados de negro y con una lágrima al parecer resbalándosele en la mejilla, como lamentándose de su suerte. Pero también se ven algunos tantos, tan antiguos como el mundo, filosóficos y bufones cual Pulcinella, pasearse de bar en bar, de ‘bacaro’ en ‘bacaro’ como pollos optimistas que convencidos de vivir en el mejor de los mundos posibles, practican la consolación y apuran la vida aprovechando los recursos disponibles para ello. Antes fue el vino, la ‘grappa’, el ajenjo, el opio, el láudano; a estas hoy se suman nuevas sustancias con las cuales hacer más «soportable» la vida (o insufrible del todo), y más animadas las fiestas.

He vuelto a Venecia. Diecinueve años después.

Para ser más exacta, he vuelto dieciocho años y trescientos sesenta días después. A decir verdad, ha sido otra, aunque siempre la misma, la que ha vuelto. Por aquellos años toleraba mejor las multitudes festivas y «acéfalas», como diría el emblemático bohemio español Alejandro Sawa al describir, en uno de los fragmentos de su libro póstumo, la fiesta masiva de las carnestolendas por las calles de Madrid. También me faltaba mucho por aprender, quizás tanto como ahora, aunque entonces llevaba mucho menos golpeadas las rodillas y el corazón. Por ejemplo, no pensaba demasiado en lo difícil que era ser mujer en un mundo de hombres, porque las cosas venían, o vienen dadas, eran como eran, son como son, y también porque todavía vivía en casa con papá y mamá y para algunas de nosotras, mientras estamos metidas entre las faldas de una madre, en el tibio nido de un hogar, lo doloroso suele doler un poco menos. Para protegerte, las alas de una madre se extienden tanto a veces que llegan a taparte los ojos impidiéndote ver que aquello que te parece desigual entre ella y tu papá, entre tu hermano y tú, en efecto lo es. Desconocía también el juego de las máscaras, eso de que una cosa casi nunca es lo que a simple vista parece ser sino que, para bien y para mal, es algo más, mucho más. Ahora ya no hay madre que me tape los ojos; cuando murió se me abrieron como los de un múcaro, supongo que como respuesta de mi instinto de conservación.

En esta ocasión el toque de campanas del Nuevo Año no lo escuché en Venecia ni tampoco, por suerte, tuve a ningún casanova a mi lado a la espera de robarme nada. Le dije adiós al viejo año con bastante sosiego, y con un beso afectuoso y fraterno en cada mejilla, con el abrazo solidario y reconfortante de los amigos, le di la bienvenida al nuevo. Despedí el 2022 igual a como deseo que todas nosotras pasemos el resto del 2023: entre amigos y amigas, sintiéndonos protegidas, en paz y a salvo de no estar nunca, ni una vez más, «entre Marco y Todaro». Que así sea.

 

 

 

 

 

 

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