Será Otra Cosa: Fatiga

 

 

Especial para En Rojo

De niña, los vómitos y la fatiga fueron mis dos grandes afecciones. (Supongo que hay un análisis que hacer sobre la metáfora de tales padecimientos, ambos relacionados con la incapacidad para incorporar a sí lo que del entorno es esencial: alimento y oxígeno. Pero ese asunto, espinosito como está, mejor lo dejo para otro día…) Sentir las arqueadas del primer vómito era el camino a la deshidratación segura y, por tanto, al suero seguro. Una vez comenzada la expulsión, mi cuerpo parecía incapaz de detenerla, aun con la asistencia de los medicamentos provistos por la pediatría. Era una manifestación a chorros del exceso, del drama indigesto desatado a toda velocidad. Así, en aquellos tiempos, cuando ya se asomaba el rossellato, pero la salud aún nos parecía cuestión prioritaria, mi mamá debió llevarme en múltiples ocasiones al Hospital San Carlos en Moca para recibir ágil atención.

A la fatiga, en contraste, se la consideraba el vestíbulo del asma. En cada exhalación, sin proponérmelo, un pitito similar al maullido tímido de un gato bebé se me escapa por la boca como evidencia. A veces los demás escuchaban el pitito, pero con mayor frecuencia, era sólo yo quien lo percibía. Vivir fatigada de este modo supone una prolongada, low-key sensación de mordaza que anticipa, aunque no llegue nunca a manifestarse del todo, lo peor por venir, el ataque de asma, la asfixia pura y dura. Algo como una muerte de bajo perfil. La contundencia de carecer de oxígeno es absoluta, pero lenta, invisible, casi casi, gentil. Un drama también, por supuesto, pero con el telón abajo. Sin aspaviento, asco ni hedor.

Lo cierto es que mi fatiga varias veces alcanzó a levantar el telón y mostrar la apoteosis del ataque de asma. Entonces, asomada a la convicción de morir ahogada, los ademanes se tornaban violentos, mucho más parecidos al tumulto que produje al ras de la superficie del agua cuando, por esas mismas épocas, estuve a punto de morir en una piscina por abalanzarme a lo hondo sin salvavidas, pese a todas las advertencias.[1] Cuando se está en medio de un ataque de asma, aun con todo el albuterol del mundo, la terapia respiratoria cada dos por tres y los ejercicios de visualización que mami conducía de madrugada con sosegada heroicidad, usando como guía una carpeta de argollas con instrucciones para atender tales casos, una de veras ve, puños apretados, boca dilatada, la partida del mundo tras una enorme pantalla empañada.

*

Llevo meses recordando, o más bien, llevan meses asaltándome, estos episodios de roces tempranos con la muerte. Se ha impuesto, sin embargo, la recreación de la pertinaz fatiga de gatito en garganta, ese white (nunca mejor dicho) noise de una certeza del fin por anticipación y sin reconocimiento general. Hoy, todo esto acaba por asomarse en la escritura. Reclama, gota en piedra, mi atención. Me cuesta ceder, hacerle caso, dejarme convencer por su terquedad. Quizá porque no tiendo a escribir a partir de ejercicios memoriosos, biográficos. He creído siempre en el testimonio, y también en sus límites. Una historia propia no es nunca la historia, y al mismo tiempo, no tenemos por más experiencia material de la historia que la propia. Aspiro a rebasar el yo, y concedo que atrapa. La niña no predice la adulta, mas su ausencia la imposibilita.

  1. Aquí. Estoy. Escribiendo. Sobre. La. Fatiga.

Buscando.

Aire.

*

Hace ya varios años, escucho a gente muy cercana y querida –sobre todo a mujeres– exclamar, a veces derrotadas, rendidas y otras encolerizadas, desesperadas, su cansancio. ¡Cuánto, cuánto cansancio! Se apresuran a explicar que no es un cansancio común y corriente. Que no se va. Que no importa lo que duerman. Que no importa lo que “se relajen.” Que no importa lo que “se cuiden.” Ahí sigue. En. El. Centro. Del. Plato.

El otro día, cuando la poeta Vanessa Droz reiteró lo mismo, su radical cansancio, preguntando, una y otra vez, “¿Qué hago con mi cansancio?,” en la velada de celebración del más reciente libro de Malena Rodríguez Castro en La Goyco,[2] escuché a gritos en silencio, en el centro de mi plato, un “¡dáaaaa!,” eso que exclamábamos en mi juventud cuando algo resultaba excesivamente evidente. De pronto y de golpe comprendí la inusitada insistencia de mi fatiga infantil en aparecer. Quiere decirme algo sobre la del presente.

De adulta, ya nunca más he padecido de asma, ni he escuchado el gatito. La fatiga, sin embargo, se ha transformado, expandiéndose, sigilosa, mucho, muchísimo más allá de mi cuerpo, conectándome con tantos otros cuerpos en una agobiante asfixia compartida que se ha vuelto vómito imparable, deshidratación segura, pantalla empañada de zozobra. Esa noche en La Goyco acordamos que nos corresponde organizar el descanso como imperativo político. No sé, no sabemos, cómo, y para ser dolorosamente honesta, no encuentro la carpeta de argollas. Pero sé que esa noche hicimos un llamado: movilizar la renuncia colectiva a tanta fatiga prolongada, cruel en su invisible dominio, sobre todo para los cuerpos que no hacen otra cosa que sostener, cuidar, (re)producir la vida. Clamo, clamamos, por un suero. Ya basta.

[1] Por si fuera poco, siendo ya adolescente –me avergüenza reconocerlo– me ahogué por zamparme un generoso buche de malta al tiempo que me atragantaba de arroz con salchichas. La algarada de mi cuerpo en esa ocasión no la recuerdo, pero cuando volví en mí, las amigas con quienes estaba me contaron que caí hacia atrás girando con desesperación los brazos, que me golpeé la parte posterior de la cabeza con el borde de un gabinete, y que caí redonda al suelo, inconsciente, donde efectivamente, desperté unos instantes después.
[2] El texto de su conmovedora presentación se publicó el pasado 24 de mayo en este mismo espacio de Claridad: https://claridadpuertorico.com/una-confesion-de-la-devastacion-mis-visceras-en-bandeja-de-plata/.
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