Especial para En Rojo
No recuerdo qué fue lo primero que olvidé. Lo que olvidé así, quiero decir, de ese modo particular en que olvidamos cosas con la edad, que no es lo mismo que los olvidos de la juventud, o tal vez un poco sí sea lo mismo, pero no, no es igual.
Cualquier persona de cierta edad sabe que con esto de la desmemoria nos pasa un poco lo que le pasa al famoso sapo en el agua que alguien va calentando poco a poco hasta el hervor y, suponemos, hasta la muerte prematura (uy) del sapo distraído. Los más jóvenes a veces se exasperan. Eso de perder las llaves u olvidar el propósito que nos llevó a una habitación particular, dicen, le pasa a todo el mundo. ¿Cómo explicarles que esto es distinto? ¿Que el agua se ha ido poniendo más caliente, sin que nos demos cuenta, y que de repente, un día cualquiera, tu vida cotidiana se deshace en burbujas, y nadie entiende el porqué de tu angustia?
Tal vez diciéndoles mira, esta vaina del olvido empieza a hervir, yo creo, cuando se intensifican en urgencia y frecuencia esos episodios de perder objetos pequeños y esenciales. O más bien se materializa cuando la urgencia y frecuencia son tales que decidimos ponerle fin al asunto de una vez por todas, sí, y dejamos a un lado lo que estábamos haciendo antes de perder las llaves por enésima vez y decidimos hacerle a las llaves recién encontradas un lugar nuevo o más claro de cara al futuro inmediato, es decir ahora y ya, digamos un bol sobre la mesa del comedor, que por su ubicación es un destino natural para cartera y llaves, excepto que, mirándolo bien, poner la cartera y las llaves en cualquier sitio, con bol o sin el, implica soltar allí también los guantes, y el abrigo, ¿no?, a no ser que soltemos, en orden, llaves-cartera-guantes y emprendamos un giro un poco incómodo pero importante hacia el armario para soltar allí el abrigo, porque si no termina la mesa del comedor permanentemente cubierta de motetes y ropa, y nadie puede comer, y hablando de ropa se me ocurre que, al menos ahora, en invierno, también tendría que sacarme los zapatos antes de empezar a despojarme de las anteriores si no quiero llenar el piso de nieve derretida que, claro está, se hará agua, o más bien fango, sumándole un “pasar mapo” obligatorio al algoritmo este de las llaves, y miro el trapezoide incómodo que conforman la puerta, el banco, el armario y la mesa pensando que sería fantástico soltar el abrigo antes de llegar a la mesa para no obligar al cuerpo a dar un riverzaso poco elegante, pero que no se puede, porque la cartera va cruzada y por encima del abrigo así que hay que soltarla primero, y no olvido las llaves, que de las llaves era que se trataba todo esto, ¿no?, de buscarles un lugar fiel, la mesa, dije, ¿no?, busquemos el bol ese con tonos de azul, que tiene el tamaño preciso y es muy mono, para ponerlo sobre la mesa, a ver, no está en la cocina, a ver dónde, y la verdad es que esto de las estaciones es la ostia, porque en verano no tendríamos abrigo que guardar pero ahora sí, y a cualquiera se le pierden más las cosas así, con tanto cambio de clima, temperatura y circunstancia, pero eso de los zapatos es un buen hábito, independientemente de la estación, así mantenemos el piso limpio, por cierto que tengo zapatos puestos ahora, empecemos ahora entonces, voy al banco a soltar los zapatos para que arranque este nuevo programa de no perder las llaves con buen pie, me siento en el banco que adquirimos para quitarnos y dejar ubicados los zapatos (porque también se nos escondían, como hacen las llaves) y zás: ahí en el banco está el bol.
Claro, claro…Ahora voy recordando: La semana pasada pasó lo de hoy, igualito, y dejé el bol allí en el banco para darle hogar seguro y predecible a las llaves. Se me había olvidado, pero ahora que veo el bol en el banco, mi nuevo algoritmo se me va revelando como un poco ridículo y vagamente familiar. ¿Ves lo que te digo?
Esto es un olvido compuesto, un olvido de viejo, un olvido que se repite y empeora, el olvido de una memoria en declive. En el bol no hay llaves, pero sí un bolígrafo azul que perdí ayer. ¿Por cierto, para que era que estaba buscando ese bolígrafo? Recuerdo que era urgente, pero no recuerdo nada más. Algo urgente se escapa de mi mente porosa mientras modelo formas de sistematizar el recuerdo.
El olvido es la changa. Me llena de agujeros la vida cotidiana, y luego rellena los agujeros con recuerdos antiguos. Mientras escribo esto, noto que no sé donde están mis llaves, pero me aguanto las ganas de levantarme a buscarlas y de generar quien sabe qué algoritmo tonto de posicionamiento y recuperación. Me quedo aquí y les cuento lo que recuerdo, dos recuerdos que no tienen nada que ver con las llaves pero que vienen al caso y espero tengan mayor valor literario: 1)la peste o plaga del olvido en Macondo, y 2)un poema de Billy Collins.
Yo no sé a ustedes, pero ese pedazo de trama en Cien años de soledad me pareció siempre genial, genial, y ahora más. La cosa empieza con Rebeca, un personaje con quien me identifiqué de inmediato cuando leí el libro en mi adolescencia porque era, un poco como yo, una nena errante que comía tierra de los tiestos; y al leer descubrimos que Rebeca se trajo una plaga consigo (con eso me identifico un poco también, esta vez en el hoy cincuentón, poco despues de ay, pegarle COVID a una amiga querida), la plaga de un insomnio galopante y colectivo, y ese insomnio desemboca en un olvido progresivo que les obliga a ponerle letreros a las cosas y hasta a las criaturas (“vaca”) sumándole información según adelantan la epidemia y el alcance del olvido (“esto es una vaca, la ordeñas para obtener leche, le echas la leche al café”, y así) pero es claro que a este paso olvidarían la palabra escrita y tal vez el poder mismo del acto de nombrar. Así me siento a veces cuando me pongo fatalista en pleno olvido bobo: después de todo, me digo, yo duermo cada vez menos, y es la memoria de nuestra trama externa e interna la que nos construye,¿no? Si no recuerdo no nombro y si no nombro no soy. Los agujeros en esa narrativa cambiante y equívoca que nos define y permite cambiar son agujeros en la identidad, en el ser, en la realidad, o pueden serlo, dependiendo de la importancia del canto de memoria que se escurre para no volver, o para regresar cuando ya no importe. Si no estoy fatalista, sonrío y recuerdo a mis ancestros caminando por ahí con algo (o con multitudes, como yo hoy) “en la punta de la lengua” y gritándome “tú no entiendes” cuando yo tomaba su olvido a la ligera.
El segundo recuerdo es más reciente. Se trata del poema Forgetfulness, de Billy Collins, uno de esos poetas con un fracatán de premios y con un tipo especial de humor, medio desabrido pero increíblemente efectivo e indudablemente literario.
Y como yo soy un poco como la gente de Macondo, y mantengo el olvido final –ese que llamamos en inglés “oblivion”, ese que se parece a la muerte pero no necesariamente la implica de manera física– a raya usando las palabras y el tejido que construyo con ellas para mantenerme viva –porque de eso se trata la escritura, estoy convencida de ello– me pongo a traducir el poema de Collins, y al terminar de hacerlo me siento un poco más sosegada y lista para mandar las llaves al carajo y tomarme una pastilla para dormir y mantener a raya el insomnio que ahora culpo por mis olvidos de ayer y hoy. Le he dejado el título tal cual–si a nadie le molesta que un poema de Neruda se llame “Walking Around” y una canción de Aute se llame “Slowly”, creo que puedo usar “Forgetfulness”.
Nota: Traté de preservar el sentido y el ritmo, pero a costa, al menos en una instancia (traduje “spleen” como “tripa”, en lugar del más correcto pero sosísimo y monguísmo “bazo”), del significado literal. Otra nota; puede ver el poema original de Collins en su libro “Questions about angels” o en el sitio web del Poetry Foundation. Una nota más: otro día hablamos de Rebeca.
—Forgetfulness
El nombre del autor es lo primero en irse
seguido obedientemente por el título, la trama,
la conclusión desgarradora,la novela completa
que de súbito se vuelve una que nunca leíste, de la que ni has escuchado hablar,
como si, una por una, las memorias que albergabas
hubieran decidido retirarse al hemisferio sur del cerebro,
a una pequeña villa pesquera donde no hay teléfonos.
Hace mucho que te despediste, con un beso, de los nombres de las nueve musas
y viste a la ecuación cuadrática empacar sus maletas,
y aún ahora, mientras memorizas el orden de los planetas,
otra cosa se escabulle, la flor de algún estado, tal vez, l
a dirección de un tío, la capital de Paraguay.
Lo que sea que estás luchando por recordar,
no está ahí, presto, en la punta de tu lengua,
ni siquiera se oculta en algún rincón oscuro de tus tripas.
Se ha ido en la corriente de un oscuro río mitológico
cuyo nombre comienza con “L”, o eso crees recordar
emprendida ya tu propia ruta al olvido, donde te reunirás con aquellos
que han olvidado hasta cómo nadar y correr bicicleta.
Con razón te levantas en medio de la noche
a buscar la fecha de alguna batalla famosa en un libro sobre guerras.
Con razón la luna en la ventana parece salida
de un poema de amor que solías saberte de memoria.
—