Será Otra Cosa-La última de los otros

 

Especial para En Rojo

De un tiempo a esta parte (¿años? ¿décadas? ¿vida?) peco del mal hábito de trabajar demasiado. No me refiero al trabajo como una virtud, el antónimo de la pereza o la acedia, aunque el producto del trabajo a veces tenga algo de eso. Tampoco se trata de personalidad: no soy trabajadora en el sentido amplio de la palabra. Admiro mucho a esa gente que cuando se aburre, se pone a barrer, pero yo soy de las que juega al escondite con la escoba. ¿Dónde la dejé, aquella vez, la última vez que la usé, dónde?

Pero con el trabajo (y al decir “trabajo” me refiero al oficio) me pasa lo contrario: no sé parar. Salgo de la cama y ya estoy pensando en el trabajo, termina la jornada laboral y me siento confundida y errante. Es sábado y abro la computadora “un ratito” sólo para descubrirme allí todavía, a oscuras, sentada y con el pie medio dormido cuatro o cinco horas más tarde.

No puedo detenerme, no sé parar.

Esto me supera, es más fuerte que yo, domina mis acciones y mi voluntad. Como lo que le pasa a un zombi, creo, excepto que no voy por ahí contagiando a nadie. ¿O tal vez sí? Pienso en el correo electrónico que le envié a mi asistente un sábado y me pregunto si los correos laborales sabatinos no serán algo así como un mordisco zombi. Pero no, quita, quita, qué va. Los zombis se distinguen por ser bobos y lentos, ¿no? ¿Y no soy yo acaso una tipa lista y eficiente, al menos en esa esfera limitada del empleo asalariado de cuello blanco y alta educación?

Hace tres o cuatro semanas, con algún esfuerzo, hice una pausa y decidí no trabajar sino ver tele, para no tener que pensar en que no estaba trabajando. ¿Qué ver, sin embargo? Buscaba algo que me agarrara, y mi esposo me recomendó la serie The Last of Us. Basada en un juego de video terrible y bellísimo del mismo nombre, protagonizada por dos actores (Pedro Pascal y Bella Ramsey) que me encantan, de trama compleja, ánimo y fotografía oscuros, melodía simple de cuerda y percusión, todos sus elementos pensados y preparados con esmero (el verdadero antónimo del pecado “pereza” o acedia es, por cierto, la virtud que se le opone, que es la diligencia, así que nada que ver con mi compulsión al trabajo y todo que ver con eso que tiene la serie, esmero), en fin, perfecta para mí. Excepto, advirtió mi esposo, por un detalle: tiene zombis.

Él sabe que no me gustan. Los zombis, digo. Pero yo ya estaba enganchada y además, añadió, son zombis nuevos. No es un virus ni magia, es un HONGO.

Ah, bueno, si los zombis lo que tienen es un hongo, eso es otra criatura, no me dará miedo, muy original, esto del hongo, disfrutaré el horror, que cuando es de calidad (y sin zombis) suele calmarme.

Esperé por un fin de semana largo, busqué un plato de queso, chocolatitos, vino, frazada, mis dos perros, y me puse a ver The Last of Us.

Y sí, era un hongo. Y vaya qué hongo, señoras. La especie existe en la vida real, aunque claro, no como esta variedad ficticia de la tele, que infecta humanos. En la vida real, los “zombis” son hormigas y otros insectos. El hongo las contagia a través de esporas, se les mete en el cuerpo, se multiplica y zas, la hormiga o el insecto que sea se comporta como una posesa y hace cosas como ubicarse en el lugar preciso para optimizar la salud del hongo y para contaminar a sus hermanas hormigas con una lluvia de esporas al morir y reventar.

Pues nada, con los humanos de la serie ocurría algo parecido, excepto que la transmisión no era con esporas sino con unos colgalejos, llamémosles zarcillos, que los contaminados atacantes usaban para transmitirle el hongo a sus atacados por contaminar. Tan bonita, por cierto, la palabra zarcillo, y yo usándola para describir algo más bien¿ feo, no, o repugnante?

No sé qué decir de adjetivos como “fealdad” o “repugnancia” en el contexto de The Last of Us. Y es que uno de los aspectos más inquietantes de la serie es, justamente, su estética. Te sorprendes a cada rato mirando, fijamente, arrobada, los colores y texturas que este novel enemigo crea-zombis, produce. No sabes si es feo o lindo lo que ves en la pantalla, pero es indudablemente un fenómeno estético, e igual pausas la acción para verlo de cerca, de lejos, con y sin espejuelos, a sabiendas de que estás alimentando la pesadilla que viene.

Todo esto que he dicho es parte de la premisa, y si digo más puedo arruinarle la serie a algún otro ingenuo que esté preparándose para verla, buscando alegremente vino, frazada y perro. Sí puedo decir que la foto que…¿adorna? esta columna no tiene que ver con la serie pero sí con hongos, fealdad y belleza: es una fotografía del 2015, y se trata de una placa de Petri donde una bióloga californiana, Tasha Sturm, cultivó por algunos días la huella de la mano de su pequeño hijo, que venía de jugar en el patio, para ver cuántos hongos (y otros microbios) florecían. Esa imagen es un poco como esas ilustraciones en donde vemos una mujer vieja o una joven, según el ángulo o el día. Me hace pensar “belleza”, me hace pensar “fealdad”, me hace pensar que el mejor horror contiene ambas cosas, y nos obliga a buscar otras palabras.

Puedo decir también que vi todos los episodios en tres sentadas. Puedo afirmar que, como suele ser el caso con este género, los zombis de The Last of Us son parte de, pero no protagonistas de, la cosa:  la verdadera trama reside en los personajes humanos, en sus relaciones y emociones, en su historia y su peregrinar.  Puedo añadir que, muy a mi pesar, estos zombis serán muy interesantes y complejos y tendrán su hongo y todo, pero siguen siendo zombis y siguen sin gustarme, así que de entrada supe que tendría muchas (y muy coloridas) pesadillas.

Puedo contarles que a los zombis, en esta serie o cualquier otra más o menos reciente, no los define la inteligencia o la lentitud, sino el parasitaje, el que sea, que los supera, domina sus acciones y les arranca la voluntad.Y confesar que prendí la tele “un ratito” tres días seguidos sólo para descubrirme contaminada, zombificada y sin voluntad, cada día allí todavía, a oscuras, embelesada, sentada con el pie medio dormido, porque con esto de alimentar mi curiosidad y mis pesadillas, aparentemente, tampoco sé parar.

 

 

Artículo anteriorEsta semana en la historia
Artículo siguienteEsta isla no es ficción: Tari Beroszi escribiendo con luz