Será Otra Cosa: Observatorio en la Gran Vía

Especial para En Rojo

Otra vez en Madrid delante de una ventana. Son las diez de la mañana y miro a la Gran Vía mientras me tomo el café. Pienso en que se me ha hecho tarde; que en menos de una hora la temperatura habrá alcanzado los cien grados, y que salir en estas condiciones implicaría un riesgo de muerte mayor que el usual. Aparentemente, ha sido esta la ola de calor más intensa sufrida en España desde 1975. En una semana, tres trabajadores han muerto por golpes de calor (o a consecuencia de las precarias condiciones laborales a las que se ven sometidos en sus largas jornadas por las calles de la ciudad).

Sabemos que estos cambios erráticos en las temperaturas no son únicos de España. Tampoco ha sido este el país en que por primera vez haya experimentado un calor salvaje (ni el único en el que haya visto los nefastos resultados de la precariedad laboral). Recuerdo muy bien algunos veranos, sobre todo durante el mes de agosto en Río Piedras, que me hicieron creer que el Señor del Antiguo Testamento, el que castiga sin vara y sin fuete, me estaba mandando fuego. Sin embargo, en los últimos tiempos, para estas materias de comparación Madrid me resulta un buen laboratorio, pues acá me animo hacer más vida afuera, y las estaciones del año y lo variable y errático de sus temperaturas las percibo, quizá por venir de un país en que se puede disfrutar de la playa todo el año, de forma más absorta y dramática, casi como sucesos fantásticos o maravillosos. Como cuando a principios del mes pasado, en pleno bochorno insoportable de una tarde muy soleada, mientras recorría las calles de la villa y corte de Madrid, cayó tremenda granizada sin que nadie hubiese podido anticiparla. Es fácil imaginar el asombro que este evento pudo provocar en una caribeña cuya experiencia con el granizo está más vinculada a la piragua y a la Piña Colada que a un fenómeno atmosférico. Pero es justo eso lo que busco al salir de casa. La extrañeza. La reacción emocional, la emoción de la maravilla o el «afecto del ánimo» como diría Antonio de Nebrija creo que en el segundo tomo de su Gramática.

Hablo de observar desde la ventana una ciudad y descubrir en su ir y venir un ritmo de vida que no conocías; o de encarar el amodorrado pasar de las horas sentada en la plaza de algún pueblo desierto en donde el silbido del viento te diga algo distinto de lo que creías saber sobre la soledad y los fantasmas; o de sentir en otro país el calor de un verano que, si bien es sofocante como el de casa, sofoca diferente porque es infinitamente seco, y sobre todo ajeno. A veces la emoción de la maravilla responde a la sorpresa y al asombro lo mismo que al miedo, al espanto o a la incredulidad que produce lo desconocido.

La sala de estar del lugar en el que he vivido el último mes ha sido mi observatorio, el espacio desde el que haciéndome invisible, veo conmovida como ocurre el mundo delante de mí. Sus tres amplias ventanas me ofrecen acceso a un perímetro de observación del exterior de 180 grados de circunferencia. Desde aquí soy la espectadora de una Gran Vía que se me presenta como película a la que reacciono abstraída e inmóvil, mas no enajenada, con la mirada fija en una imagen, o ansiosa, de ventana en ventana, persiguiendo una escena antes de que se evapore al calor inclemente de la tarde. Puedo ver y por ello sentir hasta más de lo que quizá desearía. Además de sentir las altas temperaturas, también veo el infierno desde el que algunos irremediablemente las habitan.

El infierno:

En la acera del cine Capitol un hombre ¡disfrazado! de un Pikachu gigante (quizá el personaje más conocido de la historia del anime Pokémon) intenta convencer a los transeúntes de que se hagan una foto junto a él por algunas pocas monedas. A menos de diez pasos, otro hombre, sentado en una silla y descalzo, a decir verdad, muñones al aire caliente, pide limosna mirando al suelo y extendiendo un vaso. En el banquito que queda justo frente a la ventana que da al portal del edificio de mi observatorio, una mujer se hace una cama para ella y su perro cobijada por la sombra de un arbusto.

Aquí, en Madrid, lo mismo que en otras partes del mundo, llueva, truene, ventee o se achicharre la tierra, ellos, los desamparados, seguirán allá afuera, a la intemperie. Puede que sea fácil no verlos. La incandescencia de los inmensos y resplandecientes letreros que anuncian las ventas especiales de los comercios y las carteleras de cine y teatro de la zona obnubila a los transeúntes más distraídos o a los más indiferentes.

A lo largo de esta gran calle, considerada últimamente como la cuarta vía más transitada de Europa, al igual que en otras tantas partes de la ciudad y del mundo, se desplazan a diario mujeres, hombres y ancianos desprotegidos, con hambre, sed, frío o calor. De Callao a Plaza de España, de Plaza de España a Callao, hambre, sed, calor. Un calor extremo. Los veo desde mi observatorio en su ir y venir apesadumbrado, desafiando las inclemencias del tiempo y de todo. Me pongo en su lugar. Otra vez la maravilla. La consternación. El calor infernal. El desamparo.

Asomada a la Gran Vía, recuerdo una entrevista del filósofo francés Emmanuel Lévinas en la que rememoraba la preocupación que tenían los traductores de la Biblia al alemán, Buber y Rosenzwig, por la transcripción que debían hacer del versículo de la conocida regla de oro: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Conscientes de que cuidarse y quererse apropiadamente es mucho más difícil de lo que parece, no querían que la medida del amor propio fuese la medida del amor a los demás. Por eso optaron entonces por la siguiente traducción: «Ama a tu prójimo, él es como tú».

Y como yo todavía no sé bien como soy, busco amar en mi prójimo esa parte de mí que desconozco, esa parte de mí que solo ellos pueden revelarme.

 

 

 

 

 

 

 

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