Será Otra Cosa-Plaga turística y pulsión de viaje

 

  1. La plaga

La imagen resulta desconcertante. La foto está tomada desde arriba, así que apenas se ven las caras de las personas, casi todas jóvenes. Caminan cautelosamente sobre las piedras de la quebrada, fijando la vista en el camino, cuidándose de no resbalar y al mismo tiempo mantener el paso. Atrás viene más gente.

Una multitud de excursionistas va haciendo equilibrio por un cañón estrecho. Debe ser un día muy caluroso, a juzgar por la indumentaria: camisas sin mangas, espaldas al descubierto, pantalones cortos, trajes de baño. Las altas paredes de piedra protegen del sol la hilera de senderistas. La otra foto, en la que cuento veintidós personas frente a un chorro como los de nuestras montañas, me espanta por el inquietante parecido a una imagen que vi hace unos meses de un grupo de cuarenta turistas en una charquita del Yunque. Es aquí y en todos lados, pasa algo.

La noticia se refiere a un tramo del río Chíllar, en Málaga, España. Al parecer, es un lugar atractivo por su peculiar formación rocosa y, sobre todo, por las pocitas bajo la sombra. Me cuesta imaginar los cuatro mil visitantes diarios que, según el artículo de El País, ha recibido los últimos veranos, razón por la cual ha despertado la alerta entre los ecologistas de la zona. No solamente los habitantes del pueblo cercano sufren la avalancha de gente (montones de carros estacionados por los caminos, negocitos atestados, crisis de abastecimientos, basura acumulada); también las criaturas de diversas especies que habitan (¡habitaban!) las aguas y las orillas terminan mortificadas y desplazadas: truchas, sapos, garzas, rapaces, flora endémica, y suma y sigue.

El asunto, cuentan, se descontroló a tal punto que decidieron cerrar el lugar «por el momento», este mismo verano, con el plan de eventualmente limitar las visitas a un máximo de trescientas personas diarias, como ya se ha hecho en otros lugares. De hecho, hace años se comenta la situación del Alto Pirineo catalán, particularmente la zona de la Pica d’Estats, a donde iba la gente en plena pandemia a pasear por fin sin mascarilla y a tomarse fotos, creando tal caos que hubo que restringir el acceso y poner orden. La gente se había movido de la ciudad y la playa a la montaña, como las cucarachas cuando fumigan.

Y entonces el instagrameo cunde, y el lugar secreto, ese paisaje de postalita al que nos asomamos a todo color mientras acariciamos la pantalla del celular y nos tienta, cómo nos tienta, se va transformando en un verdadero infierno, y hay que huir a otro lugar. Eso lo sabían muy bien, según leí hace unos días, los vecinos de una playita mallorquina que acordaron eliminar toda alusión a su paraíso privado, hasta que se corrió la voz y se volvió un lugar insufrible repleto de turistas. No se puede contra ellos, son una plaga y se comportan como ella.

Ante esta situación, otros sitiados por el turismo han buscado soluciones más radicales (y desesperadas), como los vecinos de la Sagrada Familia, que decidieron poner carteles en inglés desviando a los visitantes a otros destinos, con la ilusa esperanza de perderlos por los laberintos de Barcelona. Valga el esfuerzo. Les deseo suerte y tomo nota de la idea.

Se habla de «masificación turística» y de un tipo de colonialismo que sufren muchas «atracciones» turísticas, sitios en los que es más importante la exigencia del visitante que el bienestar de los residentes. Así de sencillo y así de común, aquí y en muchas partes. Se habla de la necesidad de un «turismo sostenible» cuyo principal obstáculo es el «monocultivo». No puede ser la única actividad económica de ningún país, es una de las conclusiones obvias. La Organización Mundial del Turismo, según un artículo de José Fariño Tojo, catedrático de Urbanismo y Ordenación del Territorio, declara en 1988 que el turismo sostenible es el que permite satisfacer «las necesidades económicas, sociales y estéticas, manteniendo la integridad cultural, los procesos ecológicos esenciales, la diversidad biológica y los sistemas que apoyan la vida». Fariño apunta, pues, algo que debería ser evidente: las prioridades deben centrarse en quienes habitan, no en quienes visitan por un ratito y, además (añado yo), vienen a lugares que imaginan habitados por otros distintos a ellos, supongo. O puede que suponga mal, que haya visitantes que prefieran espacios pintorescos absolutamente vacíos, como una atracción de Disneylandia. La cosa ha llegado al punto, me cuentan, que muchas ciudades europeas han iniciado campañas de «desmárketing» para desalentar a cierto tipo de turistas problemáticos, como los fiesteros descontrolados que abarrotan las calles de Amsterdam y tantos otros sitios.

Me entero por un artículo de Alberto Menguel que fue Stendhal quien usó por primera vez el término turista en 1830 para referirse a quienes viajaban «por ocio o curiosidad», y que España, cien años después, fue uno de los primeros países en dar vacaciones a los trabajadores para que se fueran a turistear en 1931. Comenta Menguel la nueva situación del turismo contemporáneo: «Ahora ser turista es ser parte de ese torrente anónimo que se derrama como una lava implacable sobre los sitios más encantadores del planeta, desde los más venerables, como Toledo o Venecia, hasta los más exóticos, como Bali o el Everest, abarrotando aeropuertos y estaciones de tren, y dejando detrás de sí una estela de bolsas de plástico, latas de bebida y envoltorios de McDonald’s, sin haber visto nada de su entorno sino a través del ojo de sus iphones.»

Ya la cosa iba en escalada cuando nos cogió la pandemia. En el 2018, la Organización Mundial del Turismo contabilizaba 1323 millones de turistas a nivel global, al año siguiente se rompió el récord, y en el 2020 pareció que la pandemia del COVID nos hacía entrar en razón. Se le dio un respirito al globo, como recordaremos por las imágenes de las calles vacías, las aguas claras, los cielos despejados de esos meses. Terminaron los confinamientos, se retiraron las mascarillas y este verano muchos nos fuimos a viajar.

Nos fuimos a donde fuera y como fuera, como si resucitáramos.

  1. Yo también voy

Así pues, porque habían sido duros los últimos años, porque ahora sí podía, y porque sí, me salí un mes de la órbita cotidiana: esos círculos concéntricos que guardan un inquietante parecido al desagüe de un lavadero, esa rutina que nos agarra el lomo y nos sumerge al fondo del desgano. Me voy de aquí, me dije. Saqué cuentas, compré un pasaje, hice planes, quedé con gente, y me monté en un avión a Madrid. Llegué el 7 de junio, exactamente un mes antes del día que, según la prensa, aterrizaron en los aeropuertos europeos alrededor de treinta y cinco mil vuelos comerciales. Creí que llegaba a tiempo. Me equivoqué.

Madrid estaba repleto de turistas. Había que fijar la vista bien para distinguir quién era quién, de dónde venían. Desde muy temprano ruedan maletas, alzan los ojos a los balcones que nadie ve, abren la boca de asombro (ya lo he dicho), miran los celulares que funcionan como mágicas brújulas hasta la meta. Esos no son de aquí, me digo. Yo tampoco. Arrastro mi maleta hasta el portal del hostalito que he reservado.

Voy mirándolo todo, recordándome a cada instante cerrar la boca, disimular mi curiosidad de recién llegada, diciéndome que la lluvia en esas latitudes, temprano en junio, todavía carece de la fuerza de las tormentas de verano. No hace falta paraguas, voy mojándome por ahí, resaltando, sin percatarme, mi condición de extranjera, de recién llegada.

Y recuerdo. La primera vez que estuve allí, aquella ciudad, aquel país, el mundo, eran distintos. Y yo también. Tenía ocho años y las monedas mostraban el perfil de Franco y una frase que decía «Caudillo de España por la gracia de Dios», detalle que abonaba, desde mi perspectiva infantil, a la sensación de transitar por un lugar de fantasía. Recuerdo particularmente las estatuas monumentales sobre los edificios de la Gran Vía, los puestos de periódicos donde vendían pasquines, revistas infantiles Billiken y chupa-chups, y el olor a diesel de las anchas avenidas. Por muchos años asocié el tufo de las guaguas de la AMA con la emoción de aquella aventura. Pero esa es otra historia, y no es de ese recuerdo que quiero hablar aquí.

Viajar siempre ha sido para mí una aspiración, lo asocio con libertad, descubrimiento, felicidad, a pesar de todos los trabajos que me cuesta (valga la expresión). Pienso ahora que mis parientes apenas salieron de sus respectivos pueblos, ni siquiera a San Juan, con la excepción del abuelo que llegó de otra isla – posiblemente sin conocer el resto de su país – aventurándose, como otros tantos mallorquines, a su propio desplazamiento. De hecho, en esta ocasión, se me ocurrió acercarme hasta su pueblo, Valldemosa, un sitio muy turístico en la Sierra de Tramontana, donde turistearon – como se hacía en el siglo XIX – Rubén Darío, George Sand y Federico Chopin, entre otra gente distinguida que jamás tuvo noticia de mi abuelo. Mi hermana y yo caminamos el pueblo figurándonos la nostalgia que habrá aliviado el abuelo con la vista del Gigante Dormido desde su finca en Adjuntas. Esa mañana las calles de Valldemosa están muy concurridas, familias y grupitos de jubilados alemanes llenan las calles desde temprano como si hubiera una fiesta.

Palma de Mallorca tiene menos área geográfica que Puerto Rico y menos gente. Antes de llegar a la ciudad de Palma cruzas por una avenida Puerto Rico. Los apellidos que me encuentro son los mismos de las lápidas de los cementerios del suroeste y el centro de nuestra isla: Pons, Rosselló, Perelló, Bibiloni, Coll, Rullán. En Sóller me entero de que una plaga a finales del siglo XIX destruyó los naranjales y limoneros y obligó a quienes se dedicaban a su cultivo a emigrar principalmente a Puerto Rico.

En Fornalutx, un pueblito de paisajes instagramables, entablo conversación con un setentón de aliento alcohólico, que esa mañana lee el periódico a la sombra del único árbol de la minúscula Plaza de España. La charla es breve. Me ha preguntado de dónde soy. Ha conocido descendientes puertorriqueños de los mallorquines emigrados en la movida ochentosa de Palma. Me cuenta de su isla, y yo a él de la mía. Se lamenta de que su ¿país? sobreviva hoy a fuerza del monocultivo del turismo. Se me representan en la mente las hordas de alemanes en el aeropuerto de Palma, como un nuevo ejército invasor. Gente, gente, maletas rodantes, y más gente. Me lo ha dicho con amargura e ironía, monocultivo, él sabe de nuestra historia. Cuando la charla se extingue, me incorporo para continuar el paseo. Ya he dado unos pasos cuando me vuelvo a despedirme, y él me grita desde allá, sonriente, con el puño en alto:

– ¡Viva Puerto Rico Libre!

– ¡Qué viva!, le respondo yo, en un impulso, con el mismo gesto.

Los alemanes de alrededor no nos entienden. En ese momento pienso que el mallorquín me ha distinguido con su cháchara; por un momento no he sido una turista más, parte de la plaga que los asola, sino un pariente que vuelve de visita, a ver cómo siguen las cosas después de tanto tiempo. Tal vez así deberíamos viajar a todos lados, aun a los sitios más extraños y distantes, siempre como si regresáramos.

 

 

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