Sobreviviendo al enemigo

Por Alana V. Álvarez Valle

Especial para CLARIAD

Una fría mañana invernal en la parada de la guagua escolar, después de despedir a los chiquillos, me disponía a conversar con las mamás cuando una de mis nuevas amigas se me abalanzó sollozando. No entendía que le pasaba. Entre llanto le alcancé a comprender que su esposo le había pedido el divorcio.

No estaba preparada emocionalmente para procesar todo lo que me contó después…

Desde el comienzo del año escolar tengo un nuevo corillo. Somos un diverso grupo de cuatro mamás y un papá que esperamos la guagua con nuestros críos. Cuatro inmigrantes, una de la India, otra de Sri Lanka, de Perú, la boricua (moi), una de Michigan y un papá de Tennessee. Nos vemos todas las mañanas, nos seguimos en las redes sociales, intercambiando recetas, historias de los chicos, compartimos en familia tanto en cumpleaños como en actividades del complejo donde vivimos; es refrescante tener vecinos amigables. Pero desde ese día que la muchacha de la India me confesó su historia, nuestra relación creció: somos amigas.

Resulta que mi amiga es sobreviviente de violencia doméstica. Lleva casada ocho años con un hombre abusivo, física, verbal, emocional y financieramente. Es así desde que se casaron. El agresor controla todo lo relacionado con su esposa y su hijito de seis años. Y ahora decidió radicar la demanda de divorcio desde la India para poder decir que ella es una loca y así no tener que pagarle ni un centavo ni al niño, ni a ella, y poder dejarla sin nada.

Ella no tiene familia que viva cerca, no tiene empleo, no tiene dinero, no tiene las tarjetas del plan médico, ni del nene ni de ella. No sabe dónde trabaja el hombre, ni a qué se dedica exactamente, ni donde pasa tres o cuatro días y noches de la semana, ni porqué a veces sale unas horas en la madrugada. El hombre ni siquiera le dejó su joyería de oro sólido, la que le regaló su familia el día de su boda, a la usanza hindi.

Su familia, excepto un hermano solidario, vive en la India. Hace casi nueve años su padre seleccionó de uno de los muchos clasificados del periódico al individuo, sin saber que se trataba de un monstruo. Luego de la boda, se mudaron a Nueva Inglaterra. Lo primero fue la violencia verbal. Pasaron los años, tuvieron un niño, ella consiguió un buen empleo en su profesión como maestra de preescolar y tenía un buen grupo de amistades.

Fue entonces cuando por fin sacó fuerzas y contactó una organización de apoyo a mujeres indias sobrevivientes de violencia machista. Cuando se preparaba para dejar al agresor, él decidió que se mudarían al estado vecino. Sus compañeras le aconsejaron que no se mudara, que sería peor. Se mudaron el 12 de agosto. El 19 de agosto la vecina del piso de arriba llamó a la policía por primera vez, por los terribles gritos y golpes provenientes del apartamento.

Cinco meses más tarde, fue que me enteré de todo esto. 

Tuve que insistir para que fuéramos a la policía. Nos acompañó la vecina del piso de arriba, que resultó ser la más joven del grupo, la mamá peruana. Nos trataron muy mal. “¿Qué usted quiere que hagamos?”, preguntaron con desdén. “Ella quiere denunciar a su marido y enmendar su declaración de cuando fueron a su apartamento en agosto”, expresé indignada. “Pues siéntese a esperar que no tengo a nadie que le tome su declaración ahora”.

Por fin nos atendieron, después de mencionar el nombre de un capitán que me refirió un amigo. Acompañé a la chica para darle apoyo. Del miedo, apenas podía hablar. Le tomé la mano y la miré a los ojos y le dije “solo cuenta tu historia”.

Me di cuenta que ese hombre le quitó mucho más que dinero. Le robó su autoestima, le arrebató su seguridad, su confianza en sí misma, le laceró su espíritu. Frente a mi había una mujer buena, hermosa, inteligente, preparada y trabajadora, completamente devastada, sin amor propio. Estaba destruida por no saber qué hacer, qué sería de su vida, si le quitarían a su niño, si tendría que regresar a su país, en donde sería vejada por ser divorciada.

La policía tomó notas, pero no hizo mucho más. Días más tarde, solicitamos copias de los informes y nos dimos cuenta que no estaba la declaración que hizo aquella tarde, y en ninguno había mención de posible violencia doméstica.

En los días que siguieron nos enteramos de más cosas nefastas. Este hombre lo planificó todo: la aisló de su familia, la mudó de la ciudad donde ella tenía trabajo y grupo de apoyo, hizo un contrato de arrendamiento de solo tres meses, inusual cuando se tiene niños en edad escolar, contrató un abogado para sí mismo, no le dio las tarjetas del plan médico, fue poco a poco quedándose más días fuera del apartamento y llevándose sus pertenencias, ocultó su lugar de empleo, y la comenzó a drogar sutilmente.

La situación legal es complicada: el caso de divorcio es en la India, donde se casaron, pero el niño es ciudadano americano por haber nacido en los Estados Unidos y cada estado tiene políticas públicas diferentes para bregar con estas situaciones.

Como la ley que más conozco, por razones obvias, es la de Puerto Rico, no entendía por qué era tan difícil conseguir ayuda. Aunque nos quejamos de las barbaridades que comete el gobierno colonial del Estado Libre Asociado (ELA), hay que reconocer que La Ley 54 del 15 de agosto de 1989 es una legislación de avanzada. Es cierto que ha sido cuesta arriba implementarla y que hay gente que se aprovecha de ella, pero eso es otro asunto. 

La Ley 54 conocida como la “Ley para la Prevención e Intervención con la Violencia Doméstica” provee remedios civiles y penales; establece qué es un delito y lo define como un patrón de conducta constante de empleo de fuerza física o violencia psicológica, intimidación o persecución en contra de su pareja o expareja. Si te encuentras en una situación de violencia solo tienes que llamar a la policía y denunciar a la persona que te maltrató. Para esto, no hace falta tener una orden de protección vigente. La orden de protección la puede solicitar la víctima, su representante legal o un agente del orden público y en ese momento se le puede adjudicar la custodia provisional de los niños y niñas menores de edad a la parte peticionaria. Además, hay varias Salas Especializadas en Violencia Doméstica. O sea que en mi patria hay muchas cosas jodidas, pero esta ley -que existe gracias a la lucha continua de las feministas-, es excelente.

Mi amiga no es ciudadana –tiene ‘green card’–, no es blanca, no es de una clase social pudiente, se casó en su país y vive en una nación en tiempos de un “Trumpismo” rampante y desmedido, con todo lo que eso significa.

Con dificultad, pero apoyada por su familia y por nosotras, el “corillo de la guagua”, mi amiga india navega las burocracias y construye su caso con suma dificultad.

Porque si bien es cierto que este agresor lo planificó todo y parece siempre estar un paso adelante, no previó una sola cosa: jamás imaginó que su esposa pudiera hacer amistades solidarias –y feministas– en tan pocos meses. No sabemos qué pasará, pero lo que sea estaremos a su lado. Como diría mi Dude de cinco años, esta historia continuará…

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