To’ pa’llá na’pa’ acá

 

 

Con el paso de los años he aprendido a mejor seleccionar mis amigos virtuales y, luego de un antiguo inicio donde la cantidad insistió en mostrar su falso encanto, me agotó la repetición del reducido grupo que persistía en mi página, diminuto e invariable, y sostenido por un inmenso fantasmal de personas que nunca o casi nunca interaccionaban conmigo. Me tomó un tiempo borrar tan grande carga, y mientras me preguntaba cómo había sido tan fácil añadir tantos nombres y ahora era tan largo y pesado eliminarlos —algo así como las libras del cuerpo— también me sorprendía como me había dejado arrastrar por la ilusión del gran público oyente, que de escuchador tenía poco. Así creé para mí la regla de que quien anda por mis redes buscando solo que lo lean pero jamás se digna en considerar lo que yo tenga que decir, se transforma inmediatamente en un peso que solo parece reducir dramáticamente lo que mi página me muestra. En fin, que el “to’ pa’llá y na’ pa’ca” me resulta altamente desagradable, a menos que —y aun quedan en mi lista algunas de estas muy contadas excepciones— lo que usted tenga que decir sea de una calidad tan enorme, que yo le perdone el no hacerme caso. Pero hay muy buenos escritores a los cuales no le he soportado su silencio —y alguna que otra falta— como respuesta al entusiasmo que muestro en la lectura y reflexión de su trabajo, y he decidido eliminarlos. Lo cual para nada quiere decir que no procure sus libros y que continúe aprendiendo de la grandeza que reconozco sus escritos puedan tener; pero eso tampoco quiere decir que tenga que cargarlos como amigos virtuales, pues en realidad no lo son.

Por ser la literatura mi pasión, más allá de familiares y compañeros de la juventud, solo de lectores y escritores está hecha mi lista de amistades electrónicas que, por tener el aditivo de que me leen tanto como yo los leo a ellos, han hecho de mi decisión una muy gratificante y deleitosa. Podría mencionar algunos ejemplos, pero no quisiera abusar de su confianza e invito a quien esté interesado, a mirar mi lista de amigos, la cual es pública. Pero para ejemplo un botón anónimo basta.

En estos días leía con mucho placer el post de una reciente amistad que compartía la edición de una revista en la cual se incluía uno de sus ensayos. El número está dedicado a la obra de Hebe Uhart y todos los trabajos, incluyendo el de mi nueva amiga, se desarrollan alrededor de la escritora. Esto de por sí me pareció significativo, pues de entrada no estaba frente a algún escritor desesperado por promover su oscuro escrito, sino que la obra de la autora que se discutía era el centro y cada ensayo, solo una pieza de un rompecabezas mayor. Más interesante aun, pues es aquí donde se prueba la belleza de tener buenos amigos virtuales, la escritora discutida era desconocida para mí, habiendo pocas cosas que disfrute más que aprender sobre una buena letrada de la que, a pesar de haber amasado una colección de más de siete mil volúmenes, jamás había escuchado. De inmediato me di a la tarea de investigar las publicaciones de Hebe Uhart y en poco tiempo fue evidente que me hallaba frente una de las más reputadas y maduras escritoras argentinas. Conseguí entonces varios de sus títulos y de puro azar me concentré en una colección de tres novelas breves, inéditas hasta el 2021 y enseguida me sumergí en la lectura de la primera.

“Beni” era el nombre del novio de la voz narradora llamada Luisa. Un joven inestable y soñador que se concentraba en la creación de un inmenso negocio que solo existía en las grandes ideas de su mente y para el cual no tenía capital pero que andaba convencido lo podía conseguir. La seguridad de su futura empresa estaba sostenida por la reflexión que este había hecho sobre las diferentes oportunidades identificadas por el y que, en la ignorancia extendida de los demás, nadie había sido capaz de percibir. Beni no tenía nada y aun así lo sabia y comprendía todo. En seguida supe que Beni era yo cuando joven.

Luisa, mayor que Beni, y por ello con más experiencia en las cosas, veía todo el asunto como lo que era, una mezcolanza de aventuras y aspiraciones que se sostenían más que nada en el deseo. Pero por tenerle cariño era cuidadosa en no contrariar el entusiasmo de Beni, siempre procurando, con mucha paciencia, contribuir un tanto con sugerencias como la necesidad de estudios de factibilidad y “progresos que vienen de la coherencia y la consolidación” y no el mero empuje del pensamiento y la artimaña. Todo esto motivaba mucha admiración y cierta inspiración para Beni, pero que en realidad, por lo menos no en muchos años, los tomaría como puntos de su agenda propia. Luisa en definitiva era yo ya de adulto mayor. Esto lo pude reafirmar con certeza al ir descubriendo que Luisa también tenía sus lecturas pasadas, y quizá aun presentes, a las cuales en ocasiones, en su mente, apelaba para reflexionar sobre lo que veían sus ojos. Así saltaban de las páginas los nombres de Platón, Nietzsche, Sartre y Oscar Wilde, para ayudarse a mejor entender los eventos de su día.

Sin embargo fue el nombre de Epiménides en boca de Luisa lo que más me sorprendió y a la vez lanzó por una vertiente imprevista, como solo un buen escrito es capaz de hacer. Pues viniendo de la más antigua Grecia, lo que sabemos del sabio se encuentra entrelazado con la mística de personajes que aún tenían conexión cercana con los dioses y que por ello representan los orígenes más difíciles de rescatar de la cultura. Heredero y propulsor del pensamiento órfico, pero ya adelantando algunos de los sabores que florecerían con los presocráticos, Epiménides pertenecía a ese mundo de transición que luchaba por apreciar la herencia de un pasado que se iba agotando y que por ello añadía leña al fuego del pensamiento que buscaba en la observación de la naturaleza, la explicación del porqué de las cosas que los dioses ya no eran capaces de explicar.

Yo de pequeño, que siempre veía Los Picapiedras en Puerto Rico y, por supuesto, en español, recuerdo uno de mis episodios favoritos en donde Pedro Picapiedra se queda dormido en las afueras de un pasadía familiar, y no despierta hasta muchas décadas después, ya anciano y con larga barba blanca con la cual, por falta de costumbre, continuamente tropezaba al enredársele con ella los pies. Al encontrar a su amigo de toda la vida, Pablo Mármol, también anciano, le pregunta por su esposa Wilma, la cual no solo está también ya mayor, pero incluso casi sorda. Para quien conoce la historia de Epiménides y veía muñequitos en los años 60 del siglo pasado como yo, le parecerá muy lógica la referencia que hago, pues la tradición nos cuenta que fue este quien se quedó dormido por 50 años en una cueva cretense, indicando lo extensa que es la influencia que la vida de este antiguo sabio ha tenido en la cultura popular. Aun el apóstol Pablo, en su Carta a Tito lo cita, al recomendarle a su discípulo y encargado de la iglesia que había fundado en Creta, que no le hiciera caso a los rumores locales que pretendían apartarlo de la fe pues, como bien dijo uno de ellos mismos, “los cretenses son siempre mentirosos,” lo cual es una conocida frase de Epiménides.

La Carta a Tito es breve y ahora que la releía recordaba como la estudié muchas veces en mi adolescencia pentecostal, sin jamás haberme percatado del tono arrogante y autoritario con el que se comunica Pablo, pues esas son sensibilidades que desarrollé más adelante en la vida. Pero como quien intentaba traer una nueva filosofía a Grecia, al mundo de los filósofos, Pablo de Tarso se ubica en la misma tradición de los presocráticos, —o sea, los Benis de la vida, los eliminados de mi lista, yo cuando mucho más joven— los cuales con autoridad incuestionable pretendían regalarle al mundo la verdad que a solo ellos les había sido revelada y que nadie más, en la amplia ceguera en que se encontraban, habían podido discernir. Un estilo de pensar y hablar filosófico que persiste hasta nuestros días, a pesar de que Sócrates lo hirió de muerte con su postura de que la filosofía era búsqueda continua —llevada a la excelencia literaria en los diálogos de Platón—, y que solo se hallaba en el intercambio de ideas con los demás.

La relación entre Beni y Luisa prosigue uno de los múltiples rumbos que como lector barajaba, cumpliendo la promesa que implica el título de la trilogía, de explorar las insólitas formas que puede tomar el amor. Así como la experiencia de acrecentar amigos virtuales curiosos, estudiosos y abiertos a la comunicación mutua es la explosión misma de inesperados y deliciosos caminos, que vale la pena emprender.

 

 

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