A buen entendedor…

 

Especial para CLARIDAD

Las múltiples formas de comunicación entre los seres humanos no son colecciones arbitrarias de signos. El idioma no es un archivo de palabras sin sentido ni la música es un reguero de notas sueltas. Tampoco la estadística se reduce, aunque el oído no lo capte, a una serie de números inconexos ni a índices caprichosos. En las tres instancias se trata de instituciones sociales. Responden a conceptos, valores y normas; resumen expresiones culturales y visiones de mundo; trascienden fronteras; guían acciones e inspiran emociones. Claro está, evolucionan y se enriquecen. Pero también están expuestas a la involución y al empobrecimiento. De ambas experiencias está repleta la historia. Cuando la comunicación se corroe cualquier cosa vale. Entonces las sociedades terminan por aceptar lo inaceptable.

En el caso de la estadística se da una curiosa paradoja. Cada día se dispone de más información y de más medios para comunicarla y, sin embargo, prima la opacidad sobre la transparencia y la incertidumbre sobre la certeza. En ocasiones parece que la prioridad la tienen insignificantes frivolidades individuales – el siempre pegajoso chisme es dominante en los medios – en lugar de importantes acontecimientos sociales.

A tal trastoque prioritario se suman muchos estudios de influyentes firmas de consultoría con su oferta de análisis estadístico a la carta. Sus conclusiones suelen estar predeterminadas por los intereses del cliente. Esto abona a la confusión y explica, junto a la inversión política y al binomio de la extorsión y el soborno, gran parte de los desaciertos de la gestión gubernamental en todas sus dimensiones: salud, educación, servicios infraestructurales, concesión de permisos, contratos… Uno de sus efectos, muy citado recientemente – lo han hecho notorio los huracanes –, es el desastre de las construcciones, con los consabidos permisos, en zonas susceptibles a inundaciones.

 

A todos estos dislates contribuye el progresivo debilitamiento institucional. Valga un ejemplo. Hace varias décadas el Informe Económico al Gobernador que anualmente prepara la Junta de Planificación, junto a su abultado Apéndice Estadístico, solía ser objeto de estudio en las clases de economía de la Universidad de Puerto Rico (UPR). No faltaban foros en los que profesores de economía de la UPR dialogaban con economistas y técnicos de la Junta de Planificación en torno al mismo. Hoy día pasa desapercibido. Ni siquiera se publica a tiempo.

 

Los foros hace rato que desaparecieron. ¿Cómo no van a desaparecer, si la propia Junta agoniza subsumida bajo la lápida del Departamento de Desarrollo mientras la UPR se encoge acosada por todas las restricciones imaginables? Ambas, como tantas otras instituciones, han estado sometidas a la política neoliberal de desmantelamiento  con su corrosivo efecto en la comunicación social.

 

Se dice que “a buen entendedor con pocas palabras basta”. Cierto. La pregunta que esto suscita es si la capacidad  de los “entendedores” está  aumentando o si, a causa de la corrosión, se encuentra amenazada o en franca disminución. Además, cabe preguntar por el contenido de lo que se comunica con “pocas palabras”.

 

Se necesitó de un filólogo en Alemania, Victor Klemperer, para advertir la corrosión y  el uso perverso de la lengua alemana bajo el régimen nazi. Se acuñaron expresiones para sembrar el odio a los “otros”, fueran judíos, gitanos, comunistas… El lenguaje, dice Klemperer, “… no solo piensa por mí, sino que también inclina mis sentimientos, dirige la totalidad de mi ser espiritual…” Se sucumbe sin plena conciencia de ello. No fueron pocos los jóvenes cautivados por los sueños de grandeza aria que, ante la cultura de delación eficazmente sembrada por el nazismo, se convirtieron en delatores de amigos,  vecinos, familiares y hasta de sus padres. Añade el filólogo: “Las palabras pueden ser como minúsculas dosis de arsénico, se tragan inadvertidamente, no parecen tener ningún efecto, y tras poco tiempo se sienten las secuelas del veneno”.

 

Salvando la distancia – valga confiar que efectivamente haya distancia – las observaciones de Klemperer no deben pasar inadvertidas. Con las palabras, como con los números, hay que tener cuidado. Desde la antigua Grecia se ha recalcado que para que el ágora, el espacio público, sea habitable se requiere civilidad, empezando por el “habla gentil”. La civilidad no se invoca a partir de arrebatos puritanos – el historial de la censura es horrible —  ni como lastre o impedimento al ejercicio de la libertad, sino como condición necesaria para que tal ejercicio sea posible.

Algunas palabras son como marcas de monopolios corporativos. En boca de reconocidos portavoces, avalados por considerables inversiones en mercadotecnia, se ponen de moda y ocupan casi todo el espacio social. No importa si son el colmo de la impudicia, de la violencia, del machismo, de la misoginia o del sexismo ni si vulneran la civilidad del ágora. Como sabe todo empresario, la moda es rentable… Después de todo, razonan arrogantemente sus promotores, “las normas son para la gente corriente, no para nosotros”. ¿Por qué no actuar así, continúan razonando hábiles manejadores e intérpretes de las nuevas expresiones musicales, si la fórmula resulta exitosa en todo el planeta y si los que han triunfado nunca se han detenido ante nada? Pero detrás de las palabras hay algo más.

En tales “discursos” y “letras” suele abundar el individualismo, el narcisismo, el consumismo, la obsesión con el éxito pecuniario y, bajo todo esto, la apología a los dictados del mercado. Estos son “valores” centrales del neoliberalismo, la doctrina política y económica capitalista  de mayor alcance global durante los pasados cuarenta años. Y lo ha sido porque, como diría Klemperer, no hay ideología más efectiva que la que se internaliza y apoya “inadvertidamente”. Por ello no es por accidente que dichas “letras”, que expresan deseos de libertad pero se someten cómodamente a los códigos económicos dominantes, están siendo exaltadas por poderosas organizaciones neoliberales y libertarias, entre las que cabe destacar al Instituto Cato. Huelga decir que, a la misma vez, rechazan a los exponentes de “letras” orientadas hacia el bien común – que también las hay —  o lo que los neoliberales llaman con espanto “colectivismo”.

Quizás tan inusitado interés de parte de las huestes neoliberales obedece a la  desesperación que provoca la pérdida de terreno político. No se debe pasar por alto que el descalabro financiero de 2007-2009, la reciente pandemia y la presente crisis ambiental y energética han obligado – y obligarán en el futuro – a mayor gestión de parte del Estado. Para el neoliberalismo tal cosa equivale a un pecado mortal…

La aceptación ciega de números y palabras puede ser camino fácil, pero no el mejor. Para colmo, tal parece que en estos tiempos el análisis crítico se interpreta como ofensa.  El lenguaje de las redes sociales, tan cargado de toxicidad, es prueba fehaciente de la necesidad de una actitud más crítica. De no ser así predominará la corrosión y se tomará cada vez más la altisonancia por elocuencia, la estridencia por gentileza, la vulgaridad por autenticidad, la celebridad por sabiduría y el dato tergiversador por estadística descriptiva. Bastante experiencia se tiene ya con la ambigüedad y la falsificación. ¿No se ha tomado en Puerto Rico, durante ya muchos años,  la subordinación por soberanía, el crecimiento depredador por desarrollo sano, la dependencia por estado de gracia y la adicción a la ayuda por ayuda efectiva?  Pero, valga confiar que el certero juicio de los buenos entendedores  no haya devenido en recurso extraviado…

 

 

 

 

 

 

 

 

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