Especial para En Rojo
Latinoamérica es pródiga en poetas subterráneos. No andan deprisa ni parecen preocupados por forzar la construcción de una obra; por eso su desplazamiento por los circuitos editoriales es ajeno al autobombo y el narcisismo de las redes sociales. En otras palabras, son aves raras en los tiempos que corren. En una curiosa alquimia, esa marginalidad que el poeta subterráneo asume como una segunda naturaleza reviste su escritura de un brillo particular. Hablo del resplandor de la poesía que perdura. El chileno Nicolás Vergara (1981) es uno de los poetas subterráneos de nuestra América. Autor de Fábulas y contrafábulas de la elefanta Fresia (Lom, 2009), libro que le valió el Premio de Poesía de la revista Grifo de la Universidad Diego Portales (Chile), Vergara ha diseminado su obra en publicaciones literarias de los espacios vitales por los que ha transitado: Chile, República Dominicana, Estados Unidos, Canadá. En los inéditos que aparecen a continuación, Vergara trabaja una poesía que sacude con cuadros de una cotidianidad traicionera. El lector se adentra en estos escenarios sin sospechar que detrás de la naturalidad de ese orden también hay zonas de suelo cenagoso por donde se asoma la rotunda crueldad propia a las contingencias de la vida.
UNA SALIDA AL CAMPO
Habíamos salido de la ciudad con un grupo de amigos
un lugar ancho y muy seco:
colinas que se desmayan hasta lugares planos
cielos que se lanzan hasta la tierra seca.
Uno de nosotros comenzó a hablar
acerca de lo que allí estaba sucediendo:
“por el campo que atraviesa el río
van y vienen los ratones
hasta perderse en sus cuevas”.
El paisaje parecía un colador,
los ratones iban y venían
tan rápidamente y tan pequeñamente
que no alcanzábamos a decir mira
ni a compartir al mismo ratón.
Cuando finalmente logré captar la atención de los demás
de la nada apareció un zorro:
amarillo, rojo, tierra, su pelo se veía tan brillante
y su paso
tan gracioso,
que parecía alguien que sabía muy bien a dónde se dirigía
o que volvía a casa luego de haber logrado algo.
Ahora que va pasando justo frente a mí,
intento ponerme muy cerca de él,
para ver si podemos conocernos,
pero si me ve muy cerca me gruñe, levanta las orejas
“amigos”, me dice, “pero no soy amigable”.
Intenté mover mis orejas del mismo modo
pero me salió un gesto bastante ridículo
así que decidí dejar todo como estaba
y observarlo desaparecer entre los espinos.
Ahora, devuelta en el auto, voy mirando
cómo el bosque va quedando atrás
cómo en la mente se va quedando
y en la imaginación, renaciendo:
zorro tenaz, zorro del aire.
UNA VISIÓN DE LOS ANDES
No sé por qué al mirar la nieve vuelvo a la Cordillera de los Andes
que visitamos pocos meses antes de tu muerte.
Entonces sabía que ibas a morir
y nunca pensé en Canadá
en el invierno, ni en qué sería de mi vida, años atrás,
cuando era joven y me creía dueño de mi suerte.
Por qué un recuerdo tan alejado puede surgir así de golpe
no lo sé, supongo que es la nieve, la luz o las precauciones
que trae consigo la nieve.
Mi novia elude los recuerdos que marcan nuestra experiencia con tu enfermedad.
Sabe que los únicos asuntos personales son los que se viven en compañía
y que las formas del dolor se reconocen mejor en la penumbra.
Hay una dimensión en que de verdad fuimos felices
y otra donde esperas un mensaje
que dice que las cosas finalmente sucedieron
tal y como era esperado.
Todos y tú también sabías que a esa hora
yo debía cruzar hacia Argentina.
Será un buen paseo, dijo Luchito:
y no se equivocaba.
HORMIGÓN ARMADO
Tres obreros fuertes como arcángeles
que en uno de los bordes de la construcción
ayudándose de palas, moviendo las manos
como faros, van mezclando las piedras
con el cemento, y tiran dentro de la mezcladora
lo que en caso humano
serían malas experiencias.
Piedras que estuvieron mucho tiempo quietas
ásperas, filosas, cálidas
van mezclándose en esa pasta espesa
que en una persona que necesita ternura
provocarían una caída libre.
A esas manos duras como talones
a esas espaldas fuertes como el acero
los áridos que van tirando al mezclador
deben parecerles tan normales
como sostener un martillo
aunque a veces mueven el pie
para despejar el suelo, haciendo espacio
para su postura fija.
Solo de vez en cuando se quitan los cascos para mostrarte
cuánto más férreo
que las estructuras de hormigón armado
es el dolor que tú sientes, y cuán más amables
los procedimientos que ellos usan
para recordar y seguir adelante.
Y cuando vuelves a tu casa te das cuenta
del frío que debe hacer junto a esa gran lavadora
con qué severa pero amable indiferencia
van esperando que el hormigón cuaje:
para recordar, para seguir adelante.