El Santo Domingo de Miguel D. Mena

Especial para En Rojo

 

A la ciudad le hace falta su teoría, su historia, sus cronistas.

MDM

No creo que la cultura puertorriqueña haya impactado a la dominicana como esta nos ha impactado a nosotros.  Por supuesto, cuando hago tal aseveración pienso sobre todo en el diario vivir de los dominicanos en Puerto Rico, en su música, en su comida, en su vitalidad contagiosa. Eso ocurre en la cultura popular; sorprendentemente no ocurre lo mismo con la llamada alta cultura, especialmente con nuestras letras.  Somos vecinos cercanos pero no conocemos lo que el otro escribe.  Vaya usted a una librería en Puerto Rico y verá que probablemente y sólo con buena suerte lo único de literatura canónica dominicana (recalco: canónica) que consiga será una antología de cuentos de Juan Bosch o de poemas de Pedro Mir.  Por el contrario, es cierto que en algunas ocasiones he quedado felizmente sorprendido al toparme en nuestras librerías con un libro de algún novel escritor dominicano: Frank  Báez, Rita Indiana Hernández, Rey Andújar son buenos ejemplos de esas agradables sorpresas.  Y aunque hay al menos una editorial puertorriqueña que publica con alguna frecuencia libros de autores dominicanos, es más probable que hallemos en nuestras librería textos de Junot Díaz, Julia Álvarez o Loida María Pérez, escritores que escriben en inglés, que de sus contemporáneos de la Media Isla.  A su vez, las posibilidades de hallar textos de escritores puertorriqueños en librerías dominicanas es aún mucho más improbable.  He hecho el experimentos y tengo que llegar a la una dolorosa conclusión: poco conocemos los unos y los otros de nuestras respectivas letras.

Por años he tratado de remediar ese mal a nivel personal.  Por ello no dejo pasar la oportunidad de adquirir y leer libros dominicanos que me caen a mano.  Así fue que por una larga cadena de casualidades llegué a la obra de Miguel D. Mena (1961), poeta, ensayista y sociólogo dominicano que ha hecho una labor editorial digna de aplausos.  Tras varias aventuras editoriales pasajeras, Mena creó en 1985 Ediciones Cielonaranja, editorial que ha puesto en manos de los lectores dominicanos obras agotadas de sus propios clásicos y ha publicado a noveles escritores nacionales.  Quizás su proyecto más ambicioso ha sido la publicación de las obras completas de Pedro Henríquez Ureña, proyecto todavía inconcluso.  Era increíble que la totalidad de la obra de este gran humanista dominicano no se hubiese recopilado y que en muchos casos sólo circularan textos suyos publicados en México, Cuba o Argentina.  Mena también reeditó la obra de Aida Cartagena Portalatín, de René del Risco Bermúdez, de Norberto James y de Juan Sánchez Lamouth, entre otros, todas figuras de importancia en las letras dominicana y cuya obra era de difícil acceso.  En la colección de su editorial que lleva el título de “Archivo” Mena recoge en volúmenes individuales textos críticos sobre escritores relevantes de su país.  Entre los volúmenes de esta colección se destacan los dedicados a Henríquez Ureña, a Mir, a Cartagena Portalatín y a Junot Díaz.  En mero hecho de distinguir con la publicación de un volumen de “Archivo” a Díaz representó una redefinición de las letras dominicanas ya que así se canonizaba a un autor que escribe en inglés, redefinición que no dejó de crear conflictos.  La labor de Mena como editor es, sin duda, de gran importancia.  Pero hoy más que al editor o al poeta quiero prestar atención al sociólogo y cronista.

Miguel D. Mena es sociólogo por profesión.  Tiene títulos académicos en este campo de la Universidad Autónoma de Santo Domingo y la Universidad Libre de Berlín, donde se doctoró.  Ha sido profesor de sociología en varias universidades dominicanas.  Sus estudios en Alemania lo llevaron a Walter Benjamin, filósofo y estudioso de la cultura popular.  Este ha marcado la obra de Mena quien también se ha nutrido de las ideas de otros pensadores contemporáneos, especialmente de Michel Foucault.  La lectura de sus textos evidencian el gran impacto de estos importantes pensadores en su acercamiento crítico.  Pero Mena intenta comunicarse con sus lectores y, por ello, nunca nos asfixia con oscuras referencias ni con terminología críptica.  Siempre es un placer leer sus textos porque combinan muy bien la erudición innovadora con el deseo fundamental de comunicarse con sus lectores.

Para ofrecer un ejemplo de ese estilo abierto y de esa capacidad comunicativa propongo el comentario de un reciente libro suyo, Poética de Santo Domino (Santo Domingo, Ediciones Cielonaranja, 2022).  El libro está compuesto por setenta textos de diferentes longitud, acercamientos y temática, aunque todos, excepto uno, tienen que ver con la ciudad de Santo Domingo.  Como el mismo Mena advierte en la primera página del libro, este reúne tres ya publicados respectivamente en 2000, 2003 y 2006.  Este hecho es problemático pues no contribuye a la organización del nuevo texto, texto que repite ideas y salta de temas.  Pero, a pesar de ello tenemos a mano un importante libro que nos ofrece una imagen de la capital dominicana y que rompe con muchas ideas establecidas y aceptadas sobre la construcción de la identidad nacional.  Este libro nos pueden servir para reexaminar nuestras propias concepciones de esta importante problemática.  ¿Qué es ser dominicano? Ese es el tema central de Poéticas de Santo Domingo.

Mena nunca explica el concepto de poética que emplea en el título de su libro.  Pero su lectura nos lleva a intuir que el término va más allá de la acepción tradicional del mismo: principios estético que subyace y fundamentan una obra de arte.  El empleo de este término de las artes en un contexto sociológico e histórico apunta ya a la visión de la cultura que apoya el autor.  Para este el arte – la literatura y la arquitectura especialmente – sirve de base o de clave para entender la sociedad.  De la misma forma que una poética nos sirve para entender la obra de un escritor, el arte y la cultura en general – recordemos el impacto de Benjamin que lleva a Mena a definir cultura en términos amplios, casi antropológicos – sirven para entender y definir el país.

Pero lo más importante de este voluminoso libro – tiene 498 páginas – es que a través de medios no tradicionales ofrece una definición de la nación.  Su definición va en contra de la que tradicional y persistentemente se ha ofrecido, defendido y hasta institucionalizado.  Para entender este importante punto hay que recordar el inmenso, conflictivo y deformador impacto que tuvo el positivismo en la República Dominicana.  Allí este movimiento filosófico decimonónico se identifica con Eugenio María de Hostos quien ejerció una magna influencia entre la intelectualidad dominicana y estructuró su sistema educativo.  Pero la herencia hostosiana en Santo Domingo fue alterada, hasta deformada, en el siglo XX.  En uno de los mejores ensayos de Poética de Santo Domingo, “Dominicanidad moderna”, Mena parte de la aceptación de que hay “rasgos conservadores del positivismo que emprendieran Eugenio María de Hostos y Pedro Henríquez Ureña” (247), pero que en el siglo XX “Joaquín Balaguer [es] testigo y hacedor de todo aquel proyecto anti-hostosiano [que] ayudó a derrumbar estas líneas de pensamiento y actuación al apoyar la vuelta de la religión a las escuelas” (247).  Aunque reconoce su importancia para la cultura dominicana – “… comenzamos a modernizarnos, a secularizarnos, gracias a Eugenio María de Hostos.” (362) –, Mena es crítico con este pensador y sus ideas.  Pero por ello no deja de reconocer la importancia que este tuvo y tiene en la República Dominicana, “país donde todavía no se salda esa inmensa deuda que se tiene con su enseñanza y su amor al concepto de ser humano” (281).  Esta flexibilidad de pensamiento – ser crítico con Hostos, pero aceptar y valorar su influencia e importancia – caracteriza la agilidad y honestidad intelectual de Mena.

Su intento de desprenderse de las trabas del positivismo decimonónico, sin negar su importancia y su utilidad aún en nuestros días, y, sobre todo, su aceptación de ideas marxistas no ortodoxas – su aceptación del pensamiento y la metodología de Benjamin – lo llevan a proponer una nueva definición de lo dominicano.  Ya no ve la identidad nacional como una esencia dada y fija, casi como una idea platónica, sino que para él “la dominicanidad es una construcción.  […]  Hay tantas dominicanidades como dominicanos hay, en esta Isla o afuera.  Quienes se afanan en buscarnos un perfil único, son aquellos que nos quieren encerrar en la prisión de sus esterilidades.” (244)  Además para Mena “[l]a dominicanidad, como toda identidad nacional, se cristaliza en el contraste con el Otro.” (248)  Y ese Otro en este caso es el haitiano.  Desafortunadamente Mena no explora este importante problema.

Lo que sí explora en detalle, como buen discípulo de Benjamín, es cómo la cultura en general, desde la más cotidiana a la más elitista, sirve para ver y definir lo nacional.  Mena emplea como herramienta para su exploración la literatura y la pintura, aquella más que esta.  Pero, como sociólogo y urbanista, centra su atención en la construcción de la ciudad, en su historia y su planificación.  Las mejores páginas de este libro son las que dedica a explorar la transformación de la calles y los barrio de Santo Domingo para obtener de esa investigación claves para entender el país y para explicar cómo se ha ido creando el mito de la identidad nacional.  Por ejemplo, un pequeño elemento arquitectónico, los balcones – su aparición en la arquitectura citadina y su consecuente desaparición – le sirve para entender mejor el proceso de modernización que se vivió en Santo Domingo.  El empleo de fotos, antiguas y contemporáneas, es de importancia para apoyar su argumentación.

Estos comentarios sobre los cambios en la capital del país – sólo hay un ensayo sobre otra ciudad: Santiago de los Caballeros – quedan siempre enmarcados en un contexto histórico y político.  Por ello Trujillo y Balaguer, quienes a veces se convierten en una unidad o en una secuencia sin fisuras, son temas centrales del libro.  Recordemos que fue la reconstrucción de la capital tras la devastación producida por el huracán San Zenón (3 de septiembre de 1930) lo que le dio empuje y solidificó el Trujillato.  Recordemos cómo el dictador se identifica con la ciudad hasta el punto que permite el cambio de nombre de la misma, la que se convierte con gesto de tonos narcisistas en Ciudad Trujillo.  Mena también dedica muchas páginas a estudiar los cambios en la ciudad efectuados durante el gobierno de Balaguer.  Tanto el uno como el otro – y recalco: a veces se ven como uno y el mismo – modelaron la ciudad a su gusto y esos cambios le sirven a Mena para estudiar el concepto de lo nacional.

No me cabe duda de que Poética de Santo Domingo es un libro importante en el contexto de la cultura dominicana y que es un ejemplo que nos servirá si lo aplicamos a nuestra propia realidad.  Su lectura me hace pensar en lo que ha hecho con San Juan Luis Rafael Sánchez en su reciente ensayo, El corazón frente al mar (2021).  Pero el texto de Sánchez es mucho más poético y mucho menos sociológico que el de Mena.  Por ello y por el contrario, muchas de las páginas de Poética de Santo Domingo me hicieron pensar en los ensayos de Carlos Monsiváis sobre su Ciudad de México.  Eso sí, en sus textos el escritor mexicano se aprovecha mucho más efectivamente que Mena de la cultura popular de su país.  Mena se enfoca casi exclusivamente en la arquitectura y la planificación urbana, aunque no deja de introducir atisbos sobre otras expresiones artísticas y sobre la realidad cotidiana.  En cambio, Monsiváis se zambulle de cuerpo entero en la cultura, la de las élites y, sobre todo, la del pueblo.

Para mí una falla del libro de Mena es su organización o, mejor, su falta de organización.  Sí, hay que tener en mente que este libro es la fusión de tres.  Pero Mena debió organizar más orgánicamente estos textos.  Los mismos son de muy diversos acercamientos y dimensiones.  Los hay de corte histórico, de análisis político, de investigación filosófica, de recuento de experiencias personales y de memorias colectivas, cortos o más extensos.  Pero el lector tiene que dar saltos al leer el libro por esa diversidad de acercamientos y de temas.  Este hubiera sido más efectivo si los ensayos incluidos se hubiesen ordenados de forma más coherente, más orgánica, o se hubieran dividido en secciones.  A pesar de que a veces se repiten ideas, no sugiero que se eliminen textos sino que se organicen de forma que la secuencia de los mismos sirva de guía para el lector.  De esta forma hubiera sido un libro más efectivo.  También hubiera sido aconsejable el trabajo de un corrector de pruebas porque son frecuentes las erratas, algunas de las cuales resultan cómicas.  Por ejemplo, hay una de tono involuntariamente cortaciano: “el Monumento tendría 365 escalones, tantas [sic] como años tiene el día” (464).  No todas son tan divertidas como esta que resulta hasta surrealista.

Pero no me cabe duda de que Poética de Santo Domingo es un libro de interés e importancia.  La lectura de sus 498 páginas me dejó con el deseo, con la ilusión de que algún día Miguel D. Mena será el lazarillo que me muestre y me explique su ciudad.  Pero al leer su excelente libro ya sentía que era mi guía.  Por ello y por su deslumbrante inteligencia le estoy muy agradecido.

 

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