Entrega a mano #7: “Desarticulaciones”, de Sylvia Molloy

 

Especial para En Rojo

Mientras el cuerpo continúa vivo y caminando, la memoria no necesariamente le acompaña. A esto se le podría llamar “desarticulación”, título con el que Sylvia Molloy nombra las diversas escenas habidas con su amiga escritora ML al ésta contraer la enfermedad de Alzheimer. El libro me lo entregó Sylvia Molloy en una de las lecturas que organizaba mi querido amigo Rubén Ríos en el Centro Rey Juan Carlos en Nueva York en NYU. Siempre Sylvia nos regaló su presencia, estuvo presente en mi lectura con el poeta puertorriqueño Pedro López Adorno y cuando leí con la poeta cubana Reina María Rodríguez. En la dedicatoria del libro figura esta frase: “Para Áurea, más escrituras del ‘yo’, con admiración y afecto”. Se desprende de esa hermosa dedicatoria otro regalo, esta vez de En breve cárcel, su gran novela de 1981 que también recorre la memoria (a veces “despedazada”) de dos mujeres. En las dedicatorias puede trazarse la trayectoria de la amistad. Sirven como recurso mnemotécnico para cifrar la presencia de alguien, esta vez, la maestra lejana que fue Sylvia Molloy, siempre atenta, que de vez en cuando hacía una aparición aquí o allá y se acercaba con recato gentil y delicado. La otra maestra, la cercana, Jean Franco, leería este libro con deleite. Sylvia ya fallecida, Jean “desaparecida” u oculta, aunque presente en la memoria de quienes la queremos. Esta breve reseña es un homenaje respetuoso a la persona que escribió dos libros espléndidos de reflexiones ensayísticas, Desarticulaciones (2010) y Vivir entre lenguas (2016) y dos novelas inolvidables (En breve cárcel y El común olvido) además de toda su inteligente prosa crítica. En la dedicatoria del siempre estimulante libro Vivir entre lenguas se despide anticipadamente (diría hoy) expresando cariño (Sylvia falleció en el 2022 y ya no leerá mi escrito) y aludiendo a sus “balbuceos bi/trilingües”. Este comentario surge a posteriori, escindido del momento en que se expresó el cariño, pero no con menos intensidad y agradecimiento.  Eterna Cadencia es la casa editora y, en parte, la razón del movimiento de estas líneas. El nombre de la casa no es azaroso, y menos aún su función, que es grabar o imprimir lo que la memoria entrega: la escritura.

Sylvia Molloy se acerca discretamente a la desmemoria de su amiga de cuarenticinco años, remitiéndose a momentos compartidos en el pasado, nombrando a intermediarios presentes mientras se registra el proceso de la desmemoria, contando anécdotas que a la postre nadie controvertirá, porque “hablar con un desmemoriado es como hablar con un ciego y contarle lo que uno ve” y el otro no puede negar. Molloy recupera ese proceso de la borradura fragmentariamente, de forma análoga a la parsimonia de la desmemoria, quebrándose a lo largo del tiempo o a saltitos, porque de vez en cuando se rompen las expectativas en sus lapsos temporales. Estar es un verbo importante aquí, apenas se usa el ser. Este libro sobre la desmemoria de la otra no deja de ser un libro relacionado con su propia memoria, la memoria de quien observa, desdice, corrige y olvida. La desarticulación está ahí, pero también la articulación. No deja de ser esta una coyuntura que funciona como el ángel de la historia de Walter Benjamin: mientras se inclina hacia delante, mira hacia atrás. Esta variante estriba en que se trata de un cuerpo constituido por dos, una especie de ente simbiótico doblemente memorioso y a la vez doblemente desmemoriado que se apoya en un presente fugaz desde donde se recuerda.

Jugando con el ser y el estar, en un momento determinado brota la antigua ironía de su ex amante, quien la llama quizás por despecho “Molloy”, lo que la hace pensar que “todavía en algún recoveco de su mente no soy ausente, estoy”. Arriba ahí con esa frase a la cúspide de un trayecto anterior en que alude a un amigo que no sabe español y confunde los verbos “ser” y estar”. Este señala que Sylvia “es ausente”. El pasaje rápido sobre verbos que remiten a la ontología y a la localidad, además de la superposición de dos personas en el error del otro sirve para subrayar la tendencia del texto a fundir a la testigo de la memoria con la desmemoriante. Molloy se ayuda de la desmemoria de la otra para estimular la propia, y en cierta medida disfruta su lugar de observadora en ese proceso del irse paulatinamente. Pero no nos equivoquemos, porque ambas se deslizan por el tiempo que se olvida mientras una asume observarlo voluntariamente y la otra sin voluntad afirma respecto a su salud que siempre ha sido sana. Hay un pasaje inquietante: “Me pregunto si la pérdida de la memoria de ML tiene algo que ver con el exacerbamiento arbitrario de la mía. Si de algún modo estoy compensando, probándome a mí misma que mi memoria recuerda, recuerda aun cuando yo no quiero recordar. Me pregunto también si a ML no le habrá pasado lo mismo, si habrá padecido también este derroche de memoria, esta contaminación de presente y pasado, antes de empezar a perderla”.

El ser también se halla en los deícticos, principalmente cuando se trata de personas que viven fuera; en parte, el fuera de la memoria es un afuera del cuerpo. Los emigrantes memoriosos siempre dicen “aquí” al aludir a su patria cuando se hallan fuera de ella. Ahora mismo mi aquí es Puerto Rico, reposa en este teclado desde donde al elevar los ojos veo un patio lleno de trinitarias malvas. No hay lugar sin tiempo, sin el aquí en que ocurrieron los hechos. La escritura es un lugar. Entonces, así como apenas inicia el libro y Molloy se pregunta “¿Cómo dice yo el que no recuerda?”, así también pregunta “¿Dónde es aquí para ella? (¿O para mí?)” Y este paréntesis resulta crucial porque este libro, lo que quiere decirnos, titubeante, como la memoria intermitente, es que el yo es un nosotros y cuando alguien se pierde en su memoria o en su ausencia conjura a aquéllos a quien amó a seguirle pues la memoria es común, así como es común el olvido (título de su segunda novela). La comunalidad radica en el tiempo presente de lo que está entre nosotros en la medida en que lo convocamos. Este libro, pues, convoca una lucha de dos, un polemos que no se resuelve identificando dos actores o actrices, en este caso. Las luchas, las dificultades, aparecen en sueños, como en el segmento “Volver” en el que la personaje (su amiga) metida como en la neblina de aquella novela de María Luisa Bombal, envuelta también en un halo de nostalgia, intenta regresar a su país para reanudarse y comenzar mejor. En un país como la Argentina, sometido a la violencia de una dictadura por tantos años, el regreso (que Molloy le confiere además a la posibilidad del regreso de ella misma) halla la frase perfecta para aludir a ese momento político: “Porque solo el olvido total permite el regreso impune; de algún modo ella ya ha vuelto”. Es decir, solo la ceguera absoluta que procura el olvido te permite recomenzar.  El otro lado de la moneda en esta aserción es que aquéllos que recuerdan demasiado nunca pueden volver.

Hay un deslizamiento en los cuerpos que se disimulan cuando enferman, se sustraen de la vista como en retirada. Una los ve, a esos cuerpos, como esfumándose en el horizonte. Es un conflicto en lucha con los afectos que perduran, cuando el cuerpo ya no está y, sin embargo, la memoria fugaz o sorpresiva aparece. Entonces, esos cuerpos se perfilan sobre el horizonte y brillan intermitentemente. Algo así como las viñetas de Molloy en el proceso en que observa a su amiga deslizándose hacia la sombra. En una ocasión, la autora sugiere que perder la memoria no necesariamente coincide con perder la razón, especialmente si se conserva una gramática correcta, la posibilidad de traducir perfectamente o de referir en un espacio de tiempo limitado aquello que otro refiere. Despojada de melodramatismo continúa esta voz (el libro conserva la oralidad de un diálogo en voz alta) informando sobre la travesía de alguien que se va yendo, y en quien “se acrecienta ese aire de no persona”. Quien permanece queda liberada de la falta de memoria de la otra e incluso podría contradecir lo que la otra dice. En un momento afirma que su capacidad para aceptar lo que le dicen es la misma que la de un ciego cuando alguien le describe el paisaje: lo imagina y lo acepta. Entonces se reitera la tensión que atraviesa el libro y lo que nos dice quien relata revela lo que la otra olvida, así como lo que la otra prefiere recordar de esta, y que sucede ahora como entre comillas. Es una zona gris donde ambas se alimentan mutuamente del “común olvido”, pero también ambas se liberan de lo que las une como protagonistas de una historia memorable, o desmemoriada adrede. Interesante el verbo “liberar” que utiliza Molloy. ¿Decidimos en algún momento olvidar? ¿Ocurre ello voluntariamente?  ¿Pertenece la memoria exclusivamente a alguien como si fuera un secreto individual? “No quedan testigos de una parte de mi vida, la que su memoria se ha llevado consigo”. Pienso que el libro de Molloy apunta a la reciprocidad del irse yendo, al proceso de observación que realiza quien queda, a la muerte mutua de dos que fueron.

He comentado aquí la importancia de los lugares para la memoria. Quiero añadir además la diferencia entre los vocablos usados por Molloy: “desconexión” e “interrupción” justamente al principio y al final del libro, la dedicatoria del texto a quien todavía está. Y regreso nuevamente al mismo sitio: “Al hablar con ella me siento -o me sentía- conectada con un pasado no del todo ilusorio. Y con un lugar: el de antes. Ahora me encuentro hablando en un vacío: ya no hay casa, no hay antes, solo cámara de ecos.” Es esa casa la que decide abandonar finalmente la ensayista en el último segmento, “Interrupción”, para concluir precisamente en ese punto, el interrumpido por tantas cosas: el ser, el estar, el aquí, o el “casi”. Quizá porque abandonar la casa es abandonar el libro o su escritura. Quizá porque concluir con “casi” la conforta de la culpa que es todo abandono pues a quien se va la grabó quien escribe de otra forma en una urna, aunque no griega. La casa memoriosa que construye Molloy a lo largo de esta serie de ensayos breves revela ser el libro con el que le rindió homenaje a su memoria: “Siento que dejar este relato es dejarla, que al no registrar más mis encuentros le estoy negando algo, una continuidad de la que solo yo, en esas visitas, puedo dar fe”. Recuerdo, a propósito, El eco de mi madre, de Tamara Kamenszain, bello libro donde se elabora un duelo parecido, con una madre internándose en la sombra. Lo único es que allí puntea en quienes leemos el sonido del poema que, a diferencia de la frase tajante, deja un rastro sensible de otra naturaleza. Ahí habría que indagar entonces en las matrices generadoras de la forma, en los matices mismos de la palabra cuando dice o cuando canta.

 

La autora  es poeta, ensayista y profesora. Ha antologado la poesía puertorriqueña en dos colecciones publicadas en La Habana y Caracas y la obra de las poetas puertorriqueñas de la promoción del 70 en su antología De lengua, razón y cuerpo. Ha obtenido múltiples premios nacionales e internacionales por su obra poética y crítica.

 

 

 

Artículo anteriorArgentina 1985: Recordar para nunca repetir
Artículo siguienteClaro de Poesía: Arriba el ave