La inmaculada

Antes de darle a José la noticia de que estaba embarazada, María se fumó un cigarrillo. No pensaba gestar la criatura, así que haber tomado las precauciones acostumbradas sería un esfuerzo innecesario. Terminó el cigarillo mientras contemplaba el futuro del fruto de su vientre. No demoró en encender un segundo. Inhaló, esta vez, de prisa, cubriendo la boquilla con su mano, pues el anterior lo compartió con el viento y le parecía que ya compartía suficiente. Con cada respiro, aguantaba el humo en sus pulmones, imaginando que traspasaba los tejidos hasta su útero y que la nube negra sofocaba el saco amniótico que llevaba dentro. 

No vas a resolver nada fumando —escuchó a Gabriel.

Lo puedo resolver todo fumando —respondió María. Posó el cigarrillo entre sus labios e inhaló fuerte, su mirada esfumada entre el humo que dejaba escapar.

Dame uno, entonces.

María asintió, pero no le cedió su mirada. Fumaron en silencio, cada cual en el abismo de su consciencia. Además del humo, respiraban la angustia de una vida perdida. María nunca sería la misma. Ambos lo sabían. 

¿Cuándo le vas a decir? —preguntó Gabriel, dejando la colilla caer al piso antes de aplastarla con la bola del pie. 

Más tarde —respondió María. Apagó el cigarrillo con la suela del zapato y guardó la colilla en el bolsillo de su traje. 

¿Hoy? — insistió Gabriel. 

Después insistió María, y encendió otro.

¿Me regalarías un segundo? —preguntó Gabriel con cuidado.

Esta vez, María sí lo miró, pero con poca gracia. Aún así, le dió el cigarrillo y regresó a mirar hacia la nada. El mensajero inclinó su cabeza en agradecimiento y lo guardó detrás de su oreja con miras a fumárselo de regreso a donde vino. Llegó hacía apenas unos días con la noticia y esperaba ansioso por una respuesta. María no quería tener que compartirla con nadie, ni responderle a nadie; no le apetecía la intervención de un extraño y le daba miedo compartirla con su marido. Debía ser suya y solo suya.

¿Y si te lo quedas?

Sin apagar la colilla, María la guardó en su bolsillo, le dio la espalda y se marchó. Gabriel comenzó tras de ella. No reconocía su error. No sabía cómo disculparse. Entonces, clamó con desespero:

¡Por favor, no me dejes! ¡Tengo que regresar con un mensaje! ¡Ten piedad!

La joven paró en seco:

¿No lo sabrá todo?

Debo regresar con un mensaje.

Lo miró de arriba abajo y dijo:

¿Por qué me lo debo quedar? ¿Será un gran rey? 

¿Quién sabe? Líder de un reino eterno, poder y gloria infinita

No te engañes, Gabriel. Este niño no es Dios para que venga a salvarme.

Bendita tú eres, María. Dios te está dando una oportunidad. 

La joven alcanzó a reírse unos segundos antes de ahogarse en llanto. 

No temas, María. Eres compasión y cordura delante de Dios, pese a quien pese.

Solo Él puede juzgar —suspiró María. Apagó su penúltimo cigarrillo con la suela del zapato y lo guardó en su bolsillo.

Lo siento mucho —dijo Gabriel, despidiéndose con un apretón de hombro. 

Hágase conmigo conforme a su palabra —respondió sin mirarlo, buscando en el horizonte una revelación que no vendría pronto

Años después, murió María con el último cigarrillo en mano apenas acabado de encender y un gran hombre entre sus brazos. 

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