La última discoteca

 

 

Hier a un sens lament

La niña que llegó a visitarme en mi nuevo trabajo de librero no era quien me dijo ser, cuando me llamó por teléfono para asegurarse de que iba a estar presente si decidía allegarse al local. Eso me dio un poco de pena porque me aseguró al auricular que era Amelia, mi antigua compañera de estudios, a la que no veía desde tiempos inmemoriales. No obstante, la que ví aparecer ante mí no era exactamente una desconocida. Era hija adoptiva de la asistente de contabilidad de mi padre, y estaba al tanto de que yo era hijo adoptivo del contable también. Cuando me hablaban de esa señora, siempre me advertían que era una mujer en extremo atractiva. La madre del contable me llegó a aconsejar que evitara casarme con ella. Eso quizá porque había adoptado a la niña y en cierto modo competía socialmente con el señor que me había adoptado a mí. Es posible aseverar que la aspereza entre los dos parecía un amor que no se les había dado. Cuando Gil me sacó de un Head Start, ella hizo lo propio con la niña. Me pareció curioso, entonces, que me dijera ser Amelia y resultara ser exactamente la manzana de una vieja discordia.

La amistad que me unía a Amelia en una firme hermandad era casual y hasta accidental. Los dos éramos estudiantes de matemáticas y en una ronda de exámenes de física, la hija de la maestra tuvo el privilegio de correjirlos y estar un poco por encima de todos nosotros. Aunque tenía excelentes calificaciones en las pruebas objetivas, la mentada correctora me dio una nota bien baja en un examen de discusión. Pero en vez de que me pusiera a discutir con ella, le saqué el cuerpo suavemente aunque no porque tuviera novia. Eso la conmovió inmensamente y Amelia, que era mi compañera de estudios con buenas notas como yo, pasó también, lo que no yo, la prueba sentimental y se graduó a tiempo, cosa que le permitió tener un trabajo que valiera la pena.

Tuve que cambiarme a la Facultad de los Artistas para que tratara de cojer sensibilidad. Como al año de oir machaconamente una y otra vez en mil poemas de amor, que a las mujeres hay que quererlas, que uno no debe ser impertinente como para dejarlas en el olvido, apareció en la nueva facultad la que me dio mala nota en física con el cabello teñido de fogozo colorado.

Incidentalmente, Amelia estaba al lado mío y me recordó un libro que nos había dado el maestro de inglés de primer año, que explica por qué a ciertas adolescentes las mamás les tiñen el cabello cuando van a convertirse de niñas en mujeres. El yanqui llamaba al asunto un passage rite. Es algo así como una ruda ceremonia de iniciación en la vida adulta, aunque a esa edad tan tierna, el maestro no quisiera explicar a fondo de qué se trataba la cuestión. Porque mi amiga temía que la iniciación fuera algo doloroso por lo que la hija de esa profesora intentaba hacerme pasar, me abrazó espontáneamente y eso fue como un aviso para que me fuera de allí. Poco después, Amelia me tomó de la mano y le di un beso de despedida. Durante años, no hice otra cosa que evitar a la que tenía el pelo pintado de rojo. Sin embargo, por eso mismo no me pude graduar a tiempo de bachillerato. Se esperaba que me hiciera cargo de la nueva pelirroja y preferí trabajar en vez de estudiar. Entonces pagué los estudios que había hecho hasta la fecha y la maestra de matemáticas no tuvo tela de dónde cortar para obligarme a salir con su hija.

No todo el mundo era malo. Aunque la relación de mi padre adoptivo con su asistente era amarga, los dos habían hecho el gesto noble de tomar en adopción a niños sin padres como nosotros. Mi consejero académico antes de que tuviera que escurrírmele a la pelirroja, era primo hermano de la dama y la comunicación con mi padre, aunque ya no estaba conmigo, seguía siendo razonablemente continua. Yo no era hijo de Gil ya, pero el hombre no me olvidaba. Amelia, por el oportuno señalamiento que me hizo sobre lo ritualista que era la artificial pelirroja, reconocían ellos que me había salvado la vida. Pero cuando supo, por otra parte, que era hijo adoptivo de Gil, se alejó gradualmente de mí hasta que la que era como yo hizo esa llamada diciéndome que era Amelia. Desgraciadamente, Amelia estaba más que lejos, en otro país quizás, y lo más seguro es que no volvería a verla. Para Gil y su asistente, Amelia y yo éramos una promesa ya que a pesar de empezar los dos matemáticos, evitamos competir y acabar como Gil y su contable. Es verdad, por otro lado, que dejamos de vernos para siempre.

-Algo sé- me dijo Gil por teléfono. -Que vas a ser una persona bien diferente a mí.

Típico de mi juventud y que dejó de existir pronto fueron las discotecas. Sin embargo, aunque ya no estaba de moda ir a bailar, el tío de mi consejero académico regentaba una sala de baile o discoteca todavía. No entendía bien por qué hasta el aciago día en que la hija de la contable me llamó burlonamente diciéndome que era Amelia.

No bien hiciera su regia llegada a la librería donde había conseguido por lo menos algún trabajo, el gerente notó que no era la primera vez que llamaba preguntando por mí y alegando ser quien alegaba ser, lo que había despertado la suspicacia de los otros libreros.

-Tienes que ponerle orden- me dijo. -Ha molestado tantas veces con la alegación de que es esa amiga tuya que nos dejó, que el independentista cree que eres policía.

La prepotente jovenzuela abrió la puerta de cristal y saludó a mi jefe como si lo conociera de toda la vida, aunque no sin algún desaconsejado desdén, como si le diera de codos a un hombre que acababa de perder a su papá. Me tocó a mí llevarla a tomarse un café y noté que era de lo más bonita.

-¿Te gustaría ir esta noche a bailar conmigo?- le pregunté.

-No te creo- me contestó. -Me quieres dejar con el tío de tu maestro, que es la única persona que todavía tiene un sitio para bailar. No quieres salir conmigo.

-Es verdad joven- le dije. -Mejor déjame con mis deudos.

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