Será Otra Cosa: A dónde la cabeza

Especial para En Rojo

De tan enorme, no alcanzamos a distinguir la circunferencia de la piedra que empujamos. Nuestra condena –pese al fácil eco– no es la de Sísifo y su repetición. No hay llegada, tope, pausa, corte, tenqui, antes de volver a empezar. No.

Para evitar que nos aplaste la piedra, al tiempo que sostenemos un país o, más bien, intentamos hacer otra vida, prolongamos el empuje, maniobra de continuidad, dedos más o menos abiertos, codos más o menos flexionados, torso más o menos erguido, metatarsos mitad en tierra mitad en aire. Así sea arrastrándonos, tan insólito es nuestro testarudo optimismo –la creación que no cesa– como lo es el diseño, desde allá arriba, desde allá lejos, de nuestra extinción.

Hago balances así porque es un gesto sano, me dicen, me insisten, yo digo, yo insisto. Pero escribo esto –¿para qué? ¿por qué?– desvelada, aterrada por El Régimen de La Policía. Javier Antonio Cordero Nevares. Tú. Compañero. Tú.

Tus manos, trémulas, al volante. En un parpadeo, una de ellas se mueve sola, como lo hace la desesperación. Intentando escapar, tira el cambio, la reversa, el ¡sáquenme de aquí! ¿Qué y cómo puede la razón pensar en un momento límite así, acosado por un pelotón en la noche cerrada, biombos, gritos, sirenas, armas, sin salida, sin salida, sin salida? Inmediatamente, ráfagas de fuego. Una ristra interminable. Y tu cuerpo, tu cuerpo terso de juventud, tu cuerpo-promesa que hasta hacía un instante rozaba tantos, tantísimos otros de los nuestros, empujando juntos la piedra, evitando por un pelo el aplaste, diciéndose, entre susurro y sollozo, quizá sea posible una vida aquí, no sé cuál, pero tal vez alguna, atraviesa ahora la confusa transición entre el calor muerte de las quince balas que lo penetran y la caída nunca menos libre. Expirar, yacer en una línea horizontal que no es de mar, sino de sangre. Javier Antonio. Tú. Compañero. Tú. ¿Cómo paga este país la deuda contigo? Porque es contigo nuestra deuda. Contigo.

Mientras, en los periódicos comerciales, los escritores nacionales vuelven a encaramarse en sus púlpitos para desollar conejos que a nadie matan, arremetiendo contra nuestras juventudes, contra, precisamente, las de Javier Antonio. Y confieso, no sé a quién, que cuando empecé a escribir esta entrega para el periódico otro en que se publicará, lo hacía –acontecida, mas no de rabia– respecto a otra cosa por completo. Era sobre un árbol en Mayagüez que El Régimen aún no ha derribado. (En este país también vivimos en guerra contra los árboles.) Sobre el hecho de que Myrna Renaud –artista y maestra puertorriqueña de la danza y el movimiento por más de cuatro décadas– llamó “la tierra del árbol” a un triángulo en el pueblo de Mayagüez alrededor del cual zumban y zumban sin prestar atención los carros y los camiones, y donde se yergue un Guanacaste enorme, quizá tanto como la piedra, quizá más, quiero pensar que más, gigantesco en su afirmación de la vida, quietud en movimiento. Sobre cómo gracias a la inagotable gestión de Zuleira Soto Román y Eury Orsini, artistas de Vueltabajo Teatro, Myrna ha hecho durante varias semanas una residencia artística en Mayagüez. (Sí, declaramos que aquí pueden acontecer tales cosas.) Sobre cómo Myrna condujo, durante tres semanas del tórrido mes de julio, sesiones de QiGong y creación sitio específica, así como de movimiento, consciencia y danza, respectivamente, en la tierra del árbol y en el parque de los árboles –que Zul llamó así, en sustitución “de los próceres,” mientras conversaba respecto a la programación de Teatro pal barrio con Santa, persona sin hogar que camina y conoce el pueblo mejor que nadie. Sobre cómo fuimos felices improvisando movimiento y sonido en respuesta a los tantos verdes de los árboles. Sobre cómo fuimos raíz y rama y hoja y luz y sombra y corteza y pulpa y anilla y punta. Sobre cómo no hubo jornada en que –pese a tener los “permisos municipales” para usar lo público, el parque– no tuviésemos que empujar la piedra porque el asedio de trimmers y blowers y gasolina no cejaba en su empeño de que en este país no se pueda ser feliz, vivir en paz, guardar silencio, sonreír con los ojos cerrados, aprender a hacer un buen ejercicio de colocación.

Al parque de los árboles lo surcan garzas, martinetes, reinitas, zorzales, turpiales. Sus nidos y sus graznidos también lo ocupan. En un estanque compartido con peces cuyos nombres desconozco, viven, además, dos tortugas. Mi cabeza atestada divaga en clase (y ahora). Y con ella se me va el cuerpo todo. Lloro más de lo que sudo. Y río, mucho, ampliamente, porque estas sesiones, que cuidan de mí, de nosotres, de nuestros órganos, balance, centro (“todes llevamos el centro en el cuerpo, por lo que siempre podemos volver a él,” dice Myrna), me infunden una alegría saltarina. Exaltada, ya sea en la buena o en la mala, me salgo de ritmo. Constantemente. Voy demasiado rápido. O demasiado lento.

“Bea,” me dice y me repite Myrna, “¿para dónde va esa cabeza?” Con firme ternura, la agarra por detrás y me la acomoda. “Todo movimiento es legítimo,” reitera, “pero no en cualquier contexto.” Sé que, en esa premisa, aparentemente simple, y que no acabaré nunca de estudiar, se aloja algo importantísimo sobre la danza, de la que no sé nada, sobre la vida, de la que tampoco.

Casi nunca sé adónde va mi cabeza, pero ahora, justo ahora, estoy de suerte. Con galopante certeza, se dirige a un deseo: quiero un país en el que los veranos sean contigo, Javier Antonio, en el que estés vivo para escuchar la sabia premisa de Myrna, venir al parque de los árboles, ver los martinetes y las tortugas, caminar bajo los nidos de las garzas, hacer un hermoso primer paralelo, jugar con nosotras, deslizarte en cuatro patas junto a las raíces del Guanacaste. Y, si te da la gana, ser un conejo retozón. También.

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