Será otra Cosa-Las noches y los días del dios fontanero

 

Especial para En Rojo

A Neftalí Luna Alvarado

(con un agradecimiento especial a mi amiga, la escritora Vanessa Vilches Norat, por regalarme la imagen del “dios fontanero”)

 

Una vez juntas, las aguas no se sueltan. Esto se sabe. Es, incluso, una lindísima idea; excepto cuando a quienes tienen los recursos y el poder para prevenir, mitigar y reducir la magnitud de los daños que las aguas pueden ocasionar, tales acciones no les parecen prioritarias. Excepto cuando se trata de las aguas crisisclimáticas. Excepto cuando los cercos de cemento –o de cualquier materia sólida– las acorralan, obligándolas a subir. Vertiginosamente. Rebasándolo todo. Aun si sus torrentes no se mueven con la incontenible fuerza de un ciclón, de la marejada o de la gravedad, ellas, que caen desde cielos apocalípticos y se abalanzan en escorrentías por cerros y cauces y campos y costas que hemos arrasado, convirtiéndolos en vidrio, se juntan y suben. Como un colosal magma de fróstin, las aguas entran por las orillas y recovecos más insospechados, y se elevan, se elevan, se elevan, quedándose con todo, voluptuosas, victoriosas, invencibles.

Incluso en los casos en los que la circunstancia, el azar o una saludable adrenalina, le permite preservar su vida, un cuerpo humano enfrentado a tamaña evidencia no puede por más que advertir su propia nimiedad. Le recorre un temblor invisible, desesperado. Le sobreviene la certeza de la derrota, de una caída sin escapatoria, de una entrega de todo, de un hasta aquí llegué. Con las aguas se va la vida, todas, las que sean, manifestadas en cada objeto, en el color de la pintura de una casa, en la disposición de un mueble, en el esfuerzo irremisiblemente humano de construirnos algún refugio, de darnos algo de belleza. Es una suerte de muerte. Y es, muchas, demasiadas veces, la muerte-muerte, también.

Algo así es una inundación.

Por eso ahondamos el maltrato de este país al declarar que un temporal que no azota con vientos monstruosos “no es tan malo,” y al actuar en función de tal desatino. Por eso el resorte inmediato que levantamos cuando decimos a quien ha atravesado semejante experiencia y sigue con vida, “eso es material, lo importante es estar vivo,” es cierto, claro, y también trágicamente falso. Porque la vida misma, su carne y su emoción, su miedo y su pasión, es material. Y es posible, si se tienen los recursos, reponer un techo, un libro, una silla, un florero, por supuesto, pero no aquellos que, por tantas razones, insondables para cualquiera que no sea quien así lo siente, hemos amado.

*

La primera noche del dios fontanero habíamos cumplido tres días y dos noches empujando, recogiendo, baldeando, barriendo, las aguas. Sabíamos que la línea principal de desagüe de la casa tenía que estar obstruida porque las aguas subían en la marquesina, no ya después de un rato de lluvia, sino casi de inmediato. Estábamos rotas. Quebradas. Partidas. Habíamos estado a media pulgada de que el agua enlodada entrara al interior de la casa. No sabremos nunca cómo fuimos capaces de evitarlo, cómo fue que así se nos protegió.

Cuando Neftalí se bajó de su picocita llena de herramientas de la vida entera, habilitada con un escaparate hecho acá para enganchar de todo, que tarda en arrancar, tacatacatacarrrúnnnn, caía la tarde del tercer día. No habíamos visto casi nada que era bueno, y ciertamente no habíamos descansado. De más está decir que carecíamos de electricidad y de agua potable. Más temprano ese día había venido una compañía que cobró por diagnosticar sin resolver nada, y por advertir la posibilidad de hacerlo –sustituyendo el tubo por otro de dos pulgadas menos de diámetro, cosa que nos levantó sospechas de inmediato– dentro de una semana. Neftalí, a cuyo nombre arribamos por referencia de nuestra querida Jocelyn, quien a su vez recibió la referencia de la querida Aury, nos dijo que, teniendo como tenía clientes en turno hasta enero, había venido sólo porque le mencionamos el nombre de Aury, que es como familia suya, de tanto que la quiere. Cuando me contestó el teléfono unas horas antes, su voz fue un porvenir. “Buenas tardes. ¿Hablo con Neftalí?” “Con lo que queda de él.” “Ay, ¡qué bueno que queda algo! Mire, usté por favor disculpe que lo moleste en medio de todo esto, pero lo que pasa es que…” “Bueno, mija, ya yo estoy bañao y comío y acostao, pero voy pallá.” Y así lo hizo.

Preguntó por los que habían venido antes. Sentenció que “a los trabajos hay que ir con voluntá, y esos no vinieron con voluntá ninguna.” “Ustedes no se preocupen, que esto se resuelve porque se resuelve, ¡y no se les inunda más!” Con un generador que trajo en la caja de su picó, operó la máquina de destapar tuberías, que no hizo más que rebotar, encontrando colapsos del tubo aquí y allá. Empezamos a desenterrar un área y luego otra y otra, bajo la luz de las linternas. Hasta que, sin aire, Neftalí, de quien recién descubríamos que tiene más de setenta años y que ha sobrevivido una caída que lo dejó con trece fracturas y un reemplazo total de cadera, así como el cáncer, el asma y una larga vida de trabajo físico duro, inclemente, dijo que era mejor volver al otro día porque aquello iba a ser grande. Lo dijo con la convencida mirada de sus minúsculos ojos fulgurantes tras los espejuelos, con la exhalación cierta de su cuerpo pequeño, enjuto, discreto.

Fue entonces que comenzó la reparación de semana y media que, francamente, sólo pudimos emprender porque teníamos el dinero para hacerlo. Bien sabemos que ese no es el escenario en el que buena parte del país enfrenta sus dolores y sus pérdidas. Comenzó también una larga conversación, salpicada de risas y chispa, con Neftalí, que se apellida Luna, que maldice a LUMA y al penepé, que participó en activas militancias independentistas, que se ha desengañado del PIP, que ha sido forman no sé de cuántas urbanizaciones en todo el país, que ha trabajado aquí, allá y más allá, como electricista, plomero, contratista, hacedor y solucionador, que se ha recuperado de afecciones que acaban con cualquiera, que se crio en un junte de “casas de cartón” donde ahora está el Hospital de Veteranos en San Juan, que ha visto este país volcarse al cemento, que se ríe hondo, sonoro, con jejejés continuos, que espepita códigos de grosor del PVC y cálculos de puntos de agrimensura como si tal cosa, que tiene tantos cuentos como talentos, que dice “esta muchacha es la changa,” que desde el primer momento supo también (y lo dijo) que es terca (y tiene razón), que escuchó a la muchacha explicarle por teléfono a alguien que le estaba dando fatiga en las noches por el polvorín, las emanaciones de los generadores a vuelta redonda y el cansancio y al día siguiente apareció con una caja de ampolletas de albuterol y una mascarilla nueva para usar la máquina de terapia para el asma, que siembra plátanos en Adjuntas, que contesta los mensajes de la muchacha por WhatsApp con emoticones de monitos tapándose los ojos, que toma muchos refrescos, que el café, sin embargo, sólo lo puede tomar bien aguaito, que aún confía, que es un monumento al dar-se.

No detallaré las chapucerías de hace veinte años que ahora pagamos. Sólo diré que hace escasamente unos días –y aún sin electricidad en varias zonas de Cabo Rojo, incluyendo en casa de Neftalí– el proceso acabó con un tubo PVC de seis pulgadas, hecho en Trinidad y Tobago, instalado bajo tierra, junto a un registro a medio camino y una poceta –palabra que aprendí con Neftalí– de cemento al inicio de la tubería, cuya función es recoger todas las corrientes que “mueren” en ese desagüe que da a la calle, ralentizándolas y canalizándolas correctamente. Ahora tenemos también un nuevo gran amigo, Neftalí, el dios fontanero, quien aquel atardecer de otra catástrofe apareció proveniente de un Puerto Rico hondo, aún vivo bajo la erosión y el asedio, materia y espíritu, a la luz de la luna, en medio de las inundaciones. Quiero encontrar descanso en la certeza de que, como las aguas cuando se juntan, Neftalí y nosotras no nos soltaremos.

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